Para Los convencidos de Martín Farina, el mundo se divide en tres categorías: convencidos, quienes se permiten la duda y observadores. En este caso, el último rol se encuentra en el director, quien alterna pisando efímeramente los otros terrenos para luego retirarse; cada tanto hace saber que está ahí.
¿Cómo pensar el punto de vista de quien casi no aparece subjetivado? Por medio del recorte: selección y unión de momentos. La selección indica que quedó algo, o mucho, afuera. Y el responsable es ese fuera de campo que cobra entidad cuando aparece mencionado por la joven que elogia su producción y a la vez lo aconseja; por su abuela en el momento en que por teléfono le cuenta a Farina padre que está con él; por una cámara fija a distancia que lo encuentra jugando al fútbol; o por su amigo dibujante que alude a su presencia, casi integrándolo por un momento a lo que se presenta como diálogo entre él y un ex militante peronista, pero nadie más.
Al enterarnos por fuera de la diégesis del material que los fragmentos utilizados son restos de otros materiales -dato que no debiese tomarse en cuenta: una película sólida se sostiene con su propia estructura interna sin información extra-, se confirma lo que el mismo universo da a percibir: la selección es de situaciones periféricas, no hay acciones que resuelvan conflictos sino una materia prima compuesta de cotidianeidad. El resultado no es un mero estar ahí, sino un retrato político de época. O mejor, del siglo.
Farina se encuentra con formas discursivas y verbales, costumbres, modos de pensarse a sí mismos. Algunos notoriamente citadinos, otros elaborados desde un tono de confianza intimista, otros destinados en parte a perderse al convivir en modo simultáneo con quienes disputan la atención del grupo polemizante. Modos de aseveración, y de sostenimiento de dos utopías llamadas comunicación y debate.
La línea de tiempo abre en un primer relato a través de una subjetividad, que más que nada es rostro. De ahí, a un dúo madre-hijo en amable duelo simbólico e ideológico. Del uno al dos, y del dos al grupo: dos grupos. El de los sesenta y pico primero, y el de cuarenta y pico luego. Después del microclima de bulla en la polémica del grupo joven, la película clausura con dos que disertan en tono cómplice y familiar.
Clásicamente se suele abrir con un contexto para luego particularizar. Los convencidos arranca al revés: desde el trabajo con la cualidad de un primer plano que domina el primero de cinco capítulos. Una joven convencida, convencidísima, de las ventajas de convertirse en trader (negociador bursátil) intenta noblemente persuadir a Martín de las ventajas de embarcarse en la promoción y circulación de activos financieros que darían importantísimas sumas de dinero; menciona las categorías de venta de aquellos que superen los objetivos, proyecta ambiciosas metas, como la de planificar un viaje a Orlando para los padres. Desde una primera mirada hallamos un simpático relato (mejor, speach) por parte de quien acepta la cámara. Pero en medio de su planteo, afirma: “El cinco por ciento de la población maneja toda la economía del mundo…” Innegable, se piense desde donde se piense. Pero sigue: “… ¿Por qué es eso? Porque tienen un sistema educativo completamente diferente al que tenemos nosotros, la gente normal. Sistema educativo que consta de muchísimas cosas. Que yo no estoy muy informada, pero a mí me cambió la vida…”. Y en ese momento el director corta la toma, e inmediatamente en la siguiente escuchamos de ella misma: “… Hay que estar informado, tener información para poder pasar a este lado y tener la libertad financiera. Y a vos, que puedas hacer lo que querés hacer, y no por obligación”. El montaje confronta la información como camino para pensar el manejo desigual de las economías en el sistema capitalista como prescindible, en relación a la información financiera como fundamental. “El negocio te ayuda a hacer todo mejor que todos», es una de sus conclusiones taxativas.
De la cultura neoliberal pasamos a la materia prima local que se necesita para su consolidación: el antiperonismo, expuesto desde el folklore cotidiano de la charla entre una madre y su hijo, de sesenta y pico. «… El tema son los populismos, de Perón en adelante» – dice él. De ahí, el pasaje es a una defensa del neoliberalismo ante una progenitora que intenta suavemente retrucarle. El tono es familiar, campechano, antes de arreglarle el horno eléctrico.
De este modo, las historias se van nutriendo de sentidos comunes en diversos contextos. Como internarse en el recuerdo de las vivencias del colegio religioso al que concurría este buen hijo que recompone artefactos. Se vuelve a escuchar su voz en off, junto a la de los amigos de antaño, mientras pasan fotos de aquellos tiempos, junto a los curas. De la coexistencia simultánea entre imágenes y voces surgen alusiones a los abusos sexuales de aquellos años por parte del Padre Ángel. Con o sin abuso, el sexo era bien tenido en cuenta por los curas. Uno de ellos, luego del fin de semana, les preguntaba a los chicos: «¿Te hiciste la pajita?».
Lo relevante del montaje del todo -que las pequeñas historias sugieren que el espectador organice- es cómo resuenan los mundos. Varias pistas se encuentran en tópicos que se van repitiendo en los microrelatos, como la alusión a la institución católica, la adopción de la cultura neoliberal, la amistad, las plataformas de moda. Y, por supuesto, el cine. Ni falta hace cualquier información complementaria. Y es dentro de este mundo carente de necesidad de imágenes orgánicas que en un momento Martín Farina decide hacerse presente fugazmente en cuadro, jugando al fútbol, como bisagra a la historia siguiente: la de él – regresando a su lugar, el fuera de campo – con amigos y parientes de su edad, luego del partido. El tema es una serie de Netflix y el sistema capitalista, dos cuestiones indisolublemente unidas. La disyuntiva es ente ética y negocio, entre el estado de pregunta sobre el capitalismo y su naturalización. Como quien enfatiza, pensando en la serie: “En el mundo capitalista, la moral es un argumento bastardeado». O “hacés un buen negocio, y estás dentro de la ley. Pero estás cagando a una familia» (…) «¿Querés tomar la Pepsi? Tómala, pero vos sabés que hay mucha gente que se quedó sin laburo por eso».
El cierre es en Cabo Polonio, con fragmentos conformados por momentos que quedaron fuera del montaje final de Náufrago, trabajo anterior de Farina. El registro es intimista, como plácida meseta que atenúa el efecto de los capítulos previos. Diálogo cómplice, amistoso, en una disertación sobre la esteticista y peligrosa Roma (Alfonso Cuaron, 2018), además de la mención a otras películas. El ex militante Willy Villalobos intenta convencer al dibujante Sergio Langer de la trampa ideológica que encierra. Pero nada puede derribar su gusto personal: Langer, desde una sonrisa, dice: «Pero a mí me gustó». Más allá de que se manifiesta indignado por el amor de la patrona hacia la empleada. Y activa esta idea desde su profesión, el humor gráfico. Imagina una segunda parte de la película con una rebelión de mucamas.
Contundente dialéctica opuesta entre la pulsión exitista del comienzo, hasta imaginar un levantamiento de explotadas que se encuentran fuera de aquel cinco por ciento «que maneja la economía del mundo».
Los convencidos amerita una escucha atenta. El valor de la palabra aparece no solo en lo que se dice, sino cómo se dice y desde qué lugar. Eso explica cómo se piensa a sí mismo y a los demás, cada convencido.
Los convencidos (argentina, 2023). Guion, Dirección y Montaje: Martín Farina. Producción: Mercedes Arias, Martín Farina. Cámara: Martín Farina, Tomás Fernández Juan. Post de Sonido: Gabriel Santamaría. Elenco: Dora Baliño, Elsa Blacona, Norberto Farina, orge Balboa, Quique Mercadé, Gabriel Pérez Fiotti, Francis Vecchio, Juanjo Castelli, Aroldo Malmsten, Gustavo Palese. Duración: 60 minutos.
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