Visión de lo imposible. Mientras veía Homeland, además de habitar sentimentalmente las ruinas de Irak y pensar en una cantidad infinita de cosas, pensaba en qué pude haber visto antes que pueda equiparar el humanismo con el que está hecha esta película. Hasta ahora sólo se me ocurrió una, un tanto más sórdida que Homeland, se llama Falkenau: Visión de lo imposible (1988), y está compuesta por imágenes filmadas en el momento de la liberación de uno de los campos de concentración más grandes de la Segunda Guerra. Más allá del horror general, aquel en el que las imágenes buscan sin llegar a representar (“no se puede hacer poesía después de Auschwitz”, Godard dixit), hay un acontecimiento filmado desde el grado cero del documental, ante el cual los ojos se nos abren como platos: muy cerca del campo hay un pequeño pueblo alemán en el que los habitantes conviven con el olor a muerte que proviene de los crematorios. Al encontrarse con estos campesinos, los soldados del ejército de liberación ruso y yanqui toman una decisión: llevan a todo el pueblo a los campos para que, con sus propias manos, los negacionistas del horror entierren aquellos cuerpos que pretendían no ver. Inevitable imaginar a los negacionistas de nuestro país llevando a cabo una tarea similar. Este entierro multitudinario es, para el resto del mundo, el límite del cine. Pero la imagen del horror no existe por sí misma. Es a través de la dialéctica de las imágenes, del montaje, que las imágenes logran legibilidad. Samuel Fuller, camarógrafo durante la guerra y director y montajista después, reconoce que sólo a través del montaje como operación dialéctica es posible revertir la ecuación hollywoodense que deja a los liberadores de los campos como los héroes y a los muertos como simples figuras. Esta película pone en evidencia que las imágenes aisladas son los fragmentos de memoria, siempre incompleta, que sólo será posible leer acercándolas, haciéndolas chocar, interviniendo con la palabra, intentando llegar a restituir la vida de los cuerpos que fueron sometidos a la serialización.
Antes de la guerra. A costas de revelar mi edad diré que yo era muy chica cuando escuché en la radio que un avión había derribado las torres gemelas. Después de eso, sólo recuerdo que la palabra Terrorismo era recurrente en conversaciones y medios, y que de alguna manera esa palabra representaba a un país llamado Irak.
En una sucesión de imágenes grabadas con una cámara liviana que satura un poco los colores, vemos aparecer a varias figuras. Fahdel los nombra desde los subtítulos: Cuñados, hermanas, sobrinos. Filma el interior de la casa y las escenas se encadenan invitándonos a compartir la intimidad de una familia de clase media. La pequeña cámara de Fahdel oscila entre la observación y la entrevista. Él nunca pregunta, los hechos son contados porque estamos asistiendo a la intimidad de las conversaciones que nos revelan el estado de las cosas en esa casa, aunque más adelante aparecen escenas que el director parecería ir a buscar. El tema recurrente es la inminencia de la guerra, el montaje de estas imágenes pareciera reconstruir también el tiempo que tarda en llegar. Pero en ellas, la guerra no es mencionada como hecho trágico por venir, sino que aparece desde las preocupaciones materiales revelándonos con insólita cotidianeidad un hecho que no hubiera sido posible representar de haber sido filmado de otro modo: esta familia ya estuvo en guerra y por ende sabe perfectamente cómo equiparse para lo que se viene. Los vemos hacer un pozo de seis metros en su jardín para instalar una bomba que traiga agua limpia, los vemos colocar cintas en las ventanas, los vemos comprar alimentos al por mayor, los vemos hornear panes y guardarlos en bolsas. Se preparan para resistir, a la vez que los jóvenes preparan sus exámenes, la guerra está por llegar pero la vida continua. Los sobrinos, las hermanas, los cuñados del director sonríen al mirarlo, miran a cámara, nos miran a nosotros. La luz eléctrica del hogar de los Fahdel comienza a fallar.
Haidar, su sobrino de unos 12 años, se convierte en protagonista. En la primera parte de esta película, Haidar se pasa un día entero bombeando para conseguir agua limpia y discute con todos los adultos bajo el mismo código de discurso. Mientras tanto, en el hogar de los Fahdel hay otro discurso que resuena junto a canciones que podrían ser himnos: Saddam en la TV. En Bagdad no se habla públicamente en contra de Saddam, los adolescentes tienen que mandarle cartas por su cumpleaños obligatoriamente demostrándole su devoción. Estimo que un porcentaje alto del pueblo iraquí considera que su vida puede transcurrir en relativa libertad bajo su ala, en contraposición con los estragos que está dispuesto a causar una potencia mucho más alarmante, nada más y nada menos que miles de hombres armados con alta tecnología bajo el mensaje de Bush y la consigna de defender a su patria. Pensaba en esa imagen fatal (las cartas a Saddam y su aparición en los manuales escolares) como algo lejano hasta que me acordé de uno de los spots de campaña de nuestro actual presidente.
Homeland es una película hecha desde la urgencia. Si bien en la filmografía de Fahdel figuran otras tres películas que rodean el mismo tema, en los pedazos que pude ver la sucesión de imágenes es totalmente esteticista, formalista, incluso con grúas, música y efectos especiales, casi como una producción yanqui. El paso del director de una cosa a la otra es un misterio total. En Homeland, el procedimiento utilizado para contar lo que otra película buscaría dejar en suspenso, es el más directo que encuentra: justo después del subtítulo que traduce las líneas de diálogo, Fahdel escribe las sentencias que nos condicionarán a lo largo de toda esta larga visita a Irak, narrando las bajas de los personajes más cercanos. Además de anunciarnos de este modo la muerte del protagonista al que a esta altura ya queremos como a un sobrino propio, dejándonos estaqueados en la butaca por cuatro horas más, este procedimiento está diciendo otra cosa: Esta es una película hecha para (nos/los) otros. Una obra que también es o podría haber sido para ellos, para su familia. Pero su familia eventualmente desaparecerá. Es urgente estar con ellos y almacenar sus imágenes, que ahora que pertenecen al cine, son imágenes de la memoria.
Fahdel recorre las calles y nos lleva a un puesto de venta de armas. A esta altura del partido, los civiles están adquiriéndolas para defenderse en sus casas. El enemigo está en su propio barrio, ya que los rateros aprovechan el conflicto generando otro, o amplificándolo. El vendedor de armas dice que la democracia simplemente no es para ellos, a lo que Haidar replica que Saddam mandó a matar a su primo, dos años mayor que él. ¿Quién mejor que éste niño podría entender los efectos del despotismo de un tirano? Haidar también aprende a usar un arma.
Después de la guerra. En la segunda parte, la situación empeora. Saddam ya no está y hay tanques por todos lados. Algunos soldados se ríen. Otros atacan con fuego si se los contraría con la palabra. Ya no es seguro salir de la casa. Y la casa no es la misma. Los niños en la primera parte se reían al mencionar las armas de destrucción masivas que Bush le adjudicaba tener al pueblo iraquí, ahora se preguntan quién va a reconstruir la ciudad, anticipándose al plan más maquiavélico del siglo XXI.
Fahdel no entrevista, pero tampoco se limita a observar. Después de la guerra, va a buscar los escenarios que nadie ve, que nadie filma, que nadie nos muestra: un viejo actor nos guía a través de un gran estudio cinematográfico. A través de sus ruinas, nos muestran algunos objetos reconocibles: los trípodes están incinerados y pegados al suelo, la moviola está destruida, las butacas de una antigua sala de proyección están negras e inutilizables pero todavía conservan su estructura y, en ese momento, siento la estructura de mi propia butaca, y pareciera que el corazón me dejara de latir. Pero luego el actor llega a unos estantes llenos de latas. Algunas están quemadas, son películas perdidas para siempre. Para sorpresa de todos, parece haber algunas que se salvaron. El material sensible, la propia película, logró conservar algunas viejos relatos reafirmándonos entre tanta muerte, que el cine lleva impreso en su naturaleza la facultad de resistir, a condición de proyectar el movimiento de la vida.
Hablemos de otra película que se ocupa del mismo tema desde otro punto de vista: ¿Qué cosa nueva nos puede mostrar una película cuyo protagonista es el maniquí enarbolado con la bandera estadounidense, un cowboy wanna-be que inhala y exhala sentimiento patrio, que a través de la caída de las torres gemelas televisada, decide ir a defender a los suyos contra siluetas armadas? American Sniper (2014) es una película que sobrevuela a su enemigo representándolo como una manga de sadistas sin identidad, siluetas con turbantes, eslabones de una cadena de muerte. Los motivos, televisados y repartidos en las voces de los tenientes son suficientes: ellos, los otros, son el Mal. Ellos, los otros, son salvajes. Y la puesta en escena del conflicto en ningún momento parecería ir a contrapelo de este mensaje.
American Sniper sobrevuela a su enemigo buscándolo a la distancia a través de los visores de armas largas, mientras que Homeland es una película terrenal, filmada desde el piso, desde una trinchera que no es otra cosa que un hogar. Eastwood filma a un hombre que “piensa en su familia” mientras mata a los malos (hasta pareciera estar escrito en el guión un primer plano del actor afectado, que debe mirar a un punto y pensar en algo feo); Fahdel filma a un niño que junto a su familia ve la muerte a su alrededor y, antes que pensar, actúa para sobrevivir. La genialidad de su puesta en escena está en la expulsión de todo lo que pueda ser un golpe bajo, en la calidad humana de su mirada, de las miradas a cámara de niños que sostienen las granadas que acabaron con sus hogares, de las miradas de niños que (todavía) juegan sobre las ruinas, que todavía ríen.
Si bien cualquiera con dos dedos de frente puede ver lo poco nobles que son los materiales con los que Eastwood construye su bajada de línea, el tema no se reduce a eso, ni a creer que una película expone la verdad absoluta mientras que la otra reproduce un videojuego o un noticiero (aunque está muy cerca de eso). Ambas son películas que ensayan sobre la familia y el Estado como dos instituciones que chocan, o sobre la familia como institución contenida dentro de otra institución. Ambas pretenden poner en escena la sangre derramada de la Historia a través de quienes estuvieron en el ojo del huracán. Pero en American Sniper, el Estado permanece invisibilizado, haciendo juego con el montaje transparente propio de las grandes producciones norteamericanas, fiel a los hechos narrados por la televisión. Homeland está filmada bajo la urgencia y desde la incertidumbre, con la muerte en los talones, desmontando el aparato estatal del que creíamos tener alguna noción. Esto no quiere decir que Homeland nos revele toda la verdad acerca del conflicto, porque Homeland se trata –antes que nada- de un grupo de personas que componen una familia, la familia de quien filma. American Sniper no se trata de personas, sino de imágenes que explotan de carga simbólica: Chris y su familia representan un modelo con lección incluida, por si la parafernalia mediática no hubiera concluido su efecto a nivel mundial. La puesta en escena de su vida es tan torpe que detrás de esos ojos celestes que miran el horror, no hay nada más que la máscara de un efecto. Homeland es una película humilde no sólo por sus bajos recursos sino por la cándida sencillez de una mirada que no busca una bajada de línea sino que busca, antes que nada, los restos del amor. Homeland encuentra la belleza en cada plano a la vez que desmiente con absoluta humildad la Historia televisada bajo la cual especulamos como si se tratara de una versión oficial. Sus personajes nos miran y nos hacen ver que, incluso en medio de la muerte, la belleza es posible y brilla.
Aquí puede leerse un texto de Eduardo Rojas sobre la misma película.
Homeland (Irak Year Zero, Irak/Francia, 2015) de Abbas Fahdel, 334′.
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Muy buen texto. Solo un detalle: La idea de «no se puede hacer poesía después de Auschwitz» es de Adorno.