Cuando era adolescente no me gustaba que llamasen por mi nombre de pila, sentía que la palabra “Victoria” contenía una carga semántica particular que me condenaba de antemano, como si mi vida estuviese direccionada únicamente hacia el éxito y jamás hacia al fracaso. Por tal razón había decidido que las personas me llamaran “Julia” (e incluso en la parte trasera de mi buzo de egresados podía apreciarse este nombre), no solo porque era más agradable su pronunciación sino, sobre todo, por rebeldía a mis progenitores. En la actualidad me resulta cómico recordar a mis familiares llamándome de esa manera, siendo cómplices sinceros de mi etapa revolucionaria. No deja de ser cierto que en los casos en que llegaba tarde a mi casa o no avisaba con antelación que no regresaría a dormir, mi madre enfurecida gritaba: “¡VICTORIA LENCINA!” Y, déjenme decirles, que me dolía profundamente escuchar la frase completa. Victoria era el nombre de la sentencia y ella lo olvidaba. Luego, con el tiempo, fui derribando mitos y descubriendo verdades familiares que me permitieron tomarle un cariño especial al nombre y sentirlo propio, sin culpas ni prejuicios.

El preámbulo no está desvinculado de la ópera prima de Greta Gerwig. Lady Bird se centra en el último año de secundaria de Christine McPherson (Saoirse Ronan), una adolescente de fuertes ambiciones personales que vive en los suburbios de Sacramento (California) y asiste a una escuela católica, rodeada de monjas y niños ricos. A Christine, al igual que a mi “yo-pasada”, tampoco le gusta que la llamen por su nombre, por eso se autobautizará “Lady Bird” (la Señora Pájaro). El seudónimo no se debe solamente a un acto de rebeldía juvenil, sino, sobre todo, a una necesidad de descubrirse a sí misma para con ello trazar las líneas de su propia identidad. Para ser alguien importante en la vida se precisa de tres elementos fundamentales: coraje, reputación y un nombre prestigioso. Y la joven protagonista de Lady Bird lo sabe. Es por ello que el apodo no es un dato menor en la película, es su causa, su trama y su fundamento; es su título.

Pero, a Christine, le desagrada en demasía otra cosa. Se siente inevitablemente incómoda en su lugar natal. Sacramento es un pueblo chico y la idea de permanecer de por vida ahí le parece un verdadero escarnio. Ella sueña con estudiar en las universidades de una gran ciudad, anhela asistir a Berkeley, conocer gente nueva, frecuentar lugares bohemios y ser una gran artista. Sin embargo, este nivel de ambición se verá constantemente paralizado por los límites maternos. “No estás preparada para una universidad como Berkeley. Ni siquiera pudiste pasar el examen de manejo”, desafiará Marion McPherson (Laurie Metcalf), en un intento de controlar las emociones efusivas de su hija. Por supuesto, este tipo de situaciones no estarán exentas de emociones exageradas y gritos sin sentido por parte de la joven, ni tampoco faltará la actitud sólida de la madre.

Precisamente, la reelaboración de ese vínculo turbulento entre madre e hija es el que distingue a esta película de los demás coming-of-age, es decir, de la típica historia de crecimiento adolescente, en la que la rebelión, el despertar sexual, la amistad, los amores pasajeros y la incertidumbre sobre el futuro son frecuentes; a Lady Bird se le agrega un condimento especial que es el vínculo fraternal y femenino que tenemos con mamá. A esta relación no solo se la traza, sino que se la describe y se profundiza en ella.

Dentro de la estructura narrativa, el personaje de la madre posee casi el mismo poder de protagonismo que el de Christine. La película inaugura con un plano cenital de ellas durmiendo en una cama matrimonial. Como espectadores, ya estamos informados desde ese instante primario, que lo central en la trama es el lazo que se teje entre ambas. Este rasgo peculiar marca la diferencia con películas cercanas a Lady Bird como It’s Kind of a Funny Story (Anna Boden y Ryan Fleck, 2010), Submarine (Richard Ayoade, 2010) o The Art of Getting By (Gavin Wiesen, 2011), en el que el rol materno brilla por su propia ausencia o tiene una breve participación. Los padres en el género coming-of-age o bien no aparecen por ningún lado o lo hacen para encarnar una referencia poco agradable, constituyen todo lo que los jóvenes no desean ser. En este sentido, esas historias tratan problemáticas específicamente juveniles en el que el adolescente está interiormente “movido” por una instancia liminal (sea el declive familiar o la enemistad con la figura paterna) que deben atravesar para poder dar forma a su desarrollo subjetivo. Se trata de un umbral que define un antes y un después en su vida.

Si bien la meditación fílmica sobre el vínculo filial femenino resulta novedosa para el coming-of-age no lo es así para la carrera cinematográfica de Greta Gerwig. Anteriormente, en la película Frances Ha (2012), coescrita con Noah Baumbach, se puede ver la intimidad de una amistad entre dos mujeres de treinta años que, en un principio, conviven y, luego, una de ellas se muda junto a su novio, abandonando a la otra. La idea del “abandono” es crucial en la pelicula, no porque una de las amigas estuviese enamorada de la otra, sino porque el sentimiento entre mujeres es de un afecto tan entusiasta y sólido que el hecho de que una de ellas simplemente se mude con su novio resulta una traición fatal. ¿Por qué así? Porque se pierden las conversaciones extendidas hasta altas horas de la madrugada, se dejan de hacer chistes sobre cuestiones personales, se abandona el hábito de almorzar juntas para realizar y vivir todo eso junto a un otro que atenta contra la estabilidad del status quo de la amistad. Además, los códigos femeninos en Frances Ha quedaban explícitos en primeros planos que revelaban miradas de complicidad, muecas de alegría o disgusto, y, también, en el dinámico juego plano-contraplano donde se presentaban momentos de confesión, reflexión y sentimientos.

La calma, los abrazos, la contención, los celos, las discusiones absurdas y la sensibilidad entre mujeres son parte característica del universo Gerwig. En Lady Bird la pasión femenina no queda reducida a un amor escolar, se indaga más hondo, abarcando las conversaciones entre dos amigas, Christine y Julie (Beanie Feldstein), sobre la masturbación, la primera vez y las inseguridades emocionales, y también englobando al bendecido oxímoron amor/odio que existe con mamá. La idea de la pérdida que mencionábamos para el caso Frances Ha se reproduce magistralmente en Lady Bird. Marion McPherson muestra un semblante intachable ante la crisis económica que atraviesa la familia, pero, en realidad, detrás de esa máscara de superheroína que todo lo puede, esconde un gran pesar por la pronta emancipación de su hija. Ella sabe que ya no comerán juntas, que no irán de paseo a ver las residencias más prestigiosas del pueblo y que ya no tendrán discusiones bizantinas, por la sencilla razón de que la nena está deviniendo adulta.

Más allá de la autenticidad narrativa, que pareciera estar contagiada de experiencias autobiográficas (Gerwig es oriunda de Sacramento), la estética de la película sigue el canon difundido por su distribuidora, A24. La apertura fílmica con un cartel en el que se imprime una cita de Joan Didion (escritora nacida en Sacramento), la proliferación de colores pasteles, la utilización de planos detalles (que remarcan, por ejemplo, la portada del audio-libro Viñas de Ira, de John Steinbeck), la banda sonora compuesta por Jon Brion y la apelación al hit Hand in my Pocket, de Alanis Morissette, son algunos de los elementos recurrentes en la mayoría de las producciones de A24. Precisamente, una de las novedades que presentó en 2012 esta productora y distribuidora fue la originalidad tanto del tratamiento visual como del dinamismo narrativo, ofreciendo propuestas frescas, que se vertebran en un espacio geográfico pequeño, que hacen alusión a referencias literarias y cinematográficas, que incluyen canciones escritas por músicos pertenecientes al género indie rock, y que conservan una paleta de colores uniforme, siendo los pasteles de una gran preferencia. De este modo, el universo femenino de Gerwig se construye con fluidez y, probablemente, haya sido la causa que le valió la nominación a varias premiaciones mundiales.

Los dilemas existenciales y los conflictos familiares son constantes en Lady Bird, sin embargo, lo verdaderamente plausible es la equilibrada combinación entre momentos duros y graciosos. Greta Gerwig nos muestra la experiencia de una jovencita que atraviesa el camino hacia la madurez, sin golpes bajos ni apologías al dramatismo. Todo lo que sucede en escena podría decirse que nos pasó, alguna vez, a cada uno de nosotros. Se trata de una visión intimista acerca de la vida que supone, para el espectador, un viaje hacia el pasado adolescente. Resulta imposible, al finalizar de verla, no quedarse con un dejo de nostalgia feliz. Los compañeros de banco, el primer novio, las intensas peleas con mamá, la complicidad de papá y el perfume del lugar que nos vio nacer regresan, venciendo las leyes del tiempo y de la distancia, para recordarnos el recorrido que tuvimos que hacer para llegar hasta donde estamos parados hoy.

Lady bird (Estados Unidos; 2017). Dirección: Greta Gerwig. Guion: Greta Gerwig. Fotografía: Sam Levy. Edición: Nick Houy. Elenco:Saoirse Ronan, Laurie Metcalf, Tracy Letts . Duración: 94 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: