Durante algún tiempo solía tener pesadillas. Tenían elementos comunes de unas a otras aunque variaran los escenarios. Unas eran con lugares que se inundaban. Las otras eran con invasiones de elementos desconocidos. En ambas la amenaza sobre la supervivencia estaba latente, pero mientras en las primeras la amenaza se percibía claramente como individual, en las segundas era colectiva. El despertar, de manera previsible, surgía cuando la situación se volvía insostenible para proseguir en el sueño. Esas pesadillas eran como una recreación mental de las películas clase B de los 50 -¿no eran también en blanco y negro?-, como si estuviera de pronto en los dominios de El pueblo de los malditos o de La invasión de los usurpadores de cuerpos.

La referencia al cine y a las pesadillas no es casual: en un punto, son mundos que se influencian mutuamente, en tanto puede pensarse a las películas como distorsiones más o menos controladas de la vida real. De allí que el comienzo de Lava, o al menos el detonador de su historia, ponga en juego esos elementos: la irrupción de lo extraño en un espacio realista se da a través de la pantalla, pero cuando lo que se instala es la visión de una serie. El desacomodamiento que genera la situación es percibida en primer lugar como un problema técnico que rompe con la lógica de la sucesión realista. No se trata de un desperfecto, sino de una disfunción en la que la imagen que aparece en la pantalla, parece haberse independizado de la aparente fuente de emisión como de la posibilidad de ser controlada. El enrarecimiento se completa con el desvanecimiento de Nadia: no solo porque parece ser consecuencia directa de la exposición a la imagen, sino porque entra en colisión con la ausencia de efectos en los otros tres personajes que comparten la escena.

Si la secuencia plantea una situación disruptiva, es su propio contexto el que acentúa ese carácter. Porque a fin de cuentas, Lava es una película de animación. Y aun cuando su visión de la Buenos Aires en la que se sitúa la acción tiende a reproducir ciertos elementos de realismo –en especial en el espacio público, y más particularmente en las calles, en las formas de los colectivos y en la representación del subterráneo, pero también en la referencia que implica, por ejemplo, el pañuelo verde que lleva Debi-, el estilo de Ayar Blasco juega a romper con esa idea en la forma en que algunos personajes parecen una exacerbacióna partir de sus rasgos fisonómicos. No se trata de una indecisión, sino por el contrario de un juego en el que se ponen en tensión las formas del realismo y las de su distorsión en el espacio de la animación.

Lo interesante es que ese juego se formula en paralelo con el avance de una trama que involucra elementos ligados más al fantástico que a la ciencia-ficción. La aparición de esos extraños y gigantes gatos posados en los techos o terrazas de casas y edificios, inmóviles, silenciosos y a la vez amenazantes (a fin de cuentas, la ausencia de movimiento que implica la imposibilidad de descifrar lo que está ocurriendo funciona como un elemento de inquietud mayor), lleva el enrarecimiento a otro terreno. Pero esa tensión entre lo realista y lo que no lo es, se desmiembra en el momento en que la respuesta a lo desconocido se pretende que sea algo real y palpable: cuando el tanque le dispara a uno de los gatos y se comprueba que no le ha hecho daño, queda claro que la narración ahora será llevada por aquello que funciona por fuera del marco de lo real.

A partir de allí, lo que aparece es la mutación continua de hechos y espacios. El espacio de la ciudad va trasmutándose hacia las formas de un escenario indiferenciado, donde las referencias posibles quedan de lado porque son espacios de tránsito o de huída –lo que ocurre por ejemplo en el subte cuando son perseguidos por la bruja- o porque la espacialidad pierde sus contornos a través de la irrupción de lo fantástico –el árbol enorme por el cual se puede desembocar en Rada Tilly o en Buenos Aires-. Pero también los hechos adquieren una dimensión diferente. No solamente se trata de los cambios imprevistos que va adquiriendo la relación entre los personajes –en especial, la que se establece entre Debi, Nadia y Lázaro- y que la película resuelve por medio de diálogos y situaciones que van derivando hacia lo inesperado en pocos momentos. La convivencia entre la quietud en que se sumen quienes se encuentran frente a una pantalla al momento de reproducirse las imágenes que los hipnotizan y la aceleración que se produce por la huida del resto de los personajes ante la amenaza continua y acumulativa (los gatos que finalmente comienzan a moverse, la serpiente que circula por las calles, la bruja gigante) funciona como el combustible central de la historia, en tanto representan dos formas de supervivencia diferentes ante la invasión de lo desconocido.

Hay un elemento en el que Lava deposita su planteo de base que no deja de ser interesante: a la manipulación por las pantallas, por lo sistémico, le opone la marginalidad potenciada del universo del comic como elemento inconquistable. Si esa lectura es la que refleja la oposición entre una cultura visual, cifrada en los bytes y en la representación binaria (no hay que olvidar que lo digital no es más que una sucesión extensa de ceros y unos) y otra en la que la palabra y la imagen se articulan por fuera del circuito de representaciones habituales, parece estar reflejando hacia adentro la resistencia que implica la producción artesanal de una animación en un espacio marginal en referencia a una cultura mayor, invasora y destructora de cualquier atisbo de localidad (¿acaso no es posible pensar a la invasión de la película más como una invasión cultural de una potencia política que como la de una civilización de otro espacio galáctico?¿O no es cierto también que esa mirada sobre la invasión como algo ajeno a lo planetario nos fue inculcada por una industria cultural centralizada en los Estados Unidos?).

La ubicación en el espacio determinado de Buenos Aires refuerza esa percepción, dotando a la película de una mirada aún más aguda sobre el fondo cultural en el que se mueve: es tan creíble la referencia a la cultura del tattoo y al comic como espacios de cierta resistencia a lo instalado, como la inmovilidad de la población ante las pantallas de celulares que se multiplican por todos lados. Pero aun así es notable la forma en que se vuelve a rizar el rizo: si los “elegidos” son los dibujantes –agrupados por Lava- o los tatuadores –por Narciso-, lo son solo en función de ponerse a las órdenes de otro que los vuelve a adiestrar como una especie de ejército fantasmagórico: ¿o acaso no pierden la conciencia, no reaccionan de la misma manera que los que caen ante la pantalla, unos y otros cuando se los somete a replicar dibujos, ya sea sobre la piel mutante de una serpiente sin fin o sobre el papel de un tablero?.

Es que, en definitiva, Lava es más que la descripción de una pesadilla –como las que mencionaba en el primer párrafo del texto-, la forma que asume la pesadilla en sí misma. Pesadilla en la que el centro es el personaje de Debi, el único que puede salirse de un destino que parece cifrado, a uno u otro lado, en su funcionalidad en una cadena de mandos. Lo notable es que la película no insiste en la necesidad de que el personaje entienda la pesadilla, sino que se mueva dentro de ella en función de su supervivencia. Romper las pantallas, pero también renunciar al dibujo como forma de industrialización seriada. Huir de la ciudad en la misma medida en que se huye del peligro, hacia un destino que se desconoce, pero recuperando, nuevamente las nociones de espacio y distancia (Debi rompe con eso cuando vuelve a viajar en ómnibus). Vaya a saberse si la pesadilla tendrá continuación –hay indicios de que puede ser ese el camino. Mientras tanto, lo que logra Lava es ponerse a salvo como forma. Desde la narrativa, su resistencia emula lo que cuenta. Se trata de encontrar, como lo hacen los mismos personajes en un momento de la escapada, en el cine como lugar, un espacio de subsistencia y de resistencia. Ese lugar en el que mientras miramos la pantalla, todavía podemos engañar a los invasores.

Calificación: 7.5/10

Lava (Argentina, 2020). Dirección: Ayar Blasco. Guion: Salvador Sanz,  Ayar Blasco Nicolás Britos. Animación: Sebastian Ramseg. Color: Bárbara Cerro. Voces: Sofía Gala Castiglione, Justina Bustos, Martín Piroyansky, Ayar Blasco, Bimbo, Darío Lopilato. Duración: 67 minutos. Disponible en Cine Ar Play.

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