El taxidermista está de rodillas en el piso, explicando por qué tiene en su poder el teléfono celular de Dietrich: “porque me lo dejó a mí, junto con todo lo demás: las fotos, las planillas con las recaudaciones del casino… los nombres de ustedes”, dice después de una pausa en la que un flashback rápido deja ver dos apellidos reencuadrados en la hoja de una libreta: “Sosa y Montero, aunque no sé cuál es cuál”. Y aunque en la película nunca se aclare esa duda sino hasta el asalto al camión de caudales y los créditos finales, la sucesión de planos que Bielinsky hace en ese momento, respetando a su vez el orden en que los apellidos son “mencionados”, nos permite intuir que Sosa es Pablo Cedrón y que Montero es Walter Reyno. El taxidermista, que está en el medio de la escena -y de los planos de uno y otro-, es Ricardo Darín, obviamente: “Dietrich se fue; no sé adónde; me dejó todo a mí y se fue”, les aclara. Después vienen las dudas sobre el personaje, el revólver que Sosa le pone en la nuca, invitado por Montero a matarlo si cree que es un cana, el despeje de esas dudas (“estamos de acuerdo: no es un cana… ni en mil años”) y la invitación a hablar; finalmente, la información necesaria para planificar el golpe, que incluye la ubicación del casino, la dotación de hombres que se requieren para el blindado que todos los lunes se encarga de llevar al banco la recaudación del fin de semana, las paradas que hacen a mitad de camino y el porqué de esas paradas. Pero la revelación que lo cambia todo, y que es lo que nos importa acá, ocurre cuando el taxidermista informa el monto de la recaudación y confirma lo excepcional de la situación: “en un fin de semana común, ochocientos mil, un millón; en un fin de semana largo, el doble… o más”. Pensativo, en ese momento Sosa exclama: “Ayer fue…”, y el taxidermista completa enseguida: “feriado, fin de semana largo”. Esta escena de El aura sucede un sábado por la noche. Lo sabemos porque, desde el comienzo y hasta el final, los nombres de cada día de la semana se van imprimiendo sobre las imágenes que anticipan la acción. Por lo tanto, ese ayer al que se hace referencia, ese feriado, es viernes. ¡Viernes santo! dije sin saber bien por qué y retrocedí la escena varias veces. Al cabo de unas cuantas repeticiones, terminé por dictaminar: ¡El aura transcurre en Semana Santa! Y sin tener otra cosa a mano más que el impulso de esa intuición pasajera, me puse a pensar en la película y en toda la liturgia que rodea a dicha celebración. Empecé por preguntarme si Bielinsky, con el nivel de obsesión que manejaba a la hora de pensar los guiones y la puesta en escena, no había dejado por ahí alguna pista suelta que me ayudara a consolidar mi teoría. Enseguida me acordé de otra frase, pronunciada también por Darín pero en la película anterior de Bielinsky, la magistral Nueve reinas: “están ahí, pero no los ves”. Y para asegurarme de que mi intuición no hubiera sido ya señalada por alguien, cosa que me evitaría el desvarío que sigue a continuación, antes de ir a la película me puse a revisar los textos escritos sobre El aura en el momento de su estreno y después. No encontré nada que apuntara en la dirección que yo quería tomar -es lo bueno de las intuiciones y las escrituras paranoicas (gracias, Dalí), pensé-, pero la revisión me sirvió para hallar un punto en común entre todas las notas, que fue el que finalmente terminó por decidirme y me abrió “las puertas de la percepción”. Van cuatro ejemplos: en su crítica para el Nº 160 de El Amante, y que lleva el mismo título que el libro de Huxley citado recién, Eduardo Rojas concluye que El aura es el cine, ese lugar “donde todo puede ser anverso y reverso al mismo tiempo”. En esa misma revista, diez números después y con motivo del fallecimiento prematuro del director en paralelo con la salida en dvd de la película, Diego Trerotola señala el acierto de Bielinsky al cortar un fragmento que podía clausurar parcialmente el sentido de la historia “para privilegiar la ambigüedad, la polisemia”. En su Estudio crítico sobre El aura, Javier Porta Fouz afirma que se trata de “una película múltiple”, que “Uno puede entrar en ella desde diversos ángulos-puntos cardinales y extraer diversas conclusiones”, para inmediatamente después terminar sugiriendo, atentando incluso contra los intereses de su propio análisis, que “No está demás poner en duda lo que se dijo algunas páginas atrás”. En la noche dos de Dos noches, el texto que Sebastián De Caro escribió para El fulgor (Ideas sobre Fabián Bielinsky), libro publicado por el Bafici en 2016, el autor revela la confesión que le hizo Ricardo Darín antes de salir al aire en su programa de radio después de que éste le planteara sus especulaciones acerca de los ojos del perro, del día que faltaba en la elipsis, de la posibilidad de que el taxidermista nunca haya viajado al sur y de que todo pasara en su cabeza: “Todo eso lo pensamos para que pueda ser así o no”.
Entonces tenemos anverso y reverso en simultáneo, ambigüedad, polisemia, multiplicidad, diversidad de ángulos y conclusiones, dudas, especulaciones y posibilidades de ser o no ser. Entonces me dije que sí, que si un director judío podía hacer -acaso involuntariamente- una película atravesada por la simbología católica y jugar con su reescritura, un bautizado apostólico como yo podía ensayar, sin temor al papelón, una teoría sobre esa relación.
Hay una idea en El aura que se impone desde el principio. Una idea de la ausencia, de lo que falta, de lo que va dejando de estar, de lo que no se ve, del vacío y de lo que pasa a ocupar ese vacío. Una idea del abandono. Ese que la cámara hace al principio, cuando se eleva para que el taxidermista, derrumbado en el piso del cajero automático pero con los ojos ya abiertos, pueda volver al mundo. Es una idea que no está lejos del sentido común adjudicado a la Semana Santa, más allá de cualquier significación bíblica, que no es sino otro que el de la ausencia de Dios. El aura empieza así, con algo que no vemos, con el instante previo al ataque de epilepsia: el sonido que se escucha mientras los nombres de las instituciones involucradas en la producción de la película se proyectan sobre un fondo negro es el mismo que se escucha después en el bosque, cuando sí vemos cómo se produce el ataque. El aura empieza con una falta (de imagen) para luego mostrar ¿una resurrección? ¿un retorno? El aura empieza un miércoles (¿de ceniza?), pero sobre todo empieza donde terminaba el Marcos de Darín en Nueve reinas, con ese chorro de sangre que le caía por la frente y que anticipaba la violencia por venir del año siguiente (detalle señalado por Pablo Ventura en una nota extraordinaria publicada en este mismo sitio para celebrar los veinte años de la película), pero que aquí, en una película que juega con la fantasía, con el extrañamiento y la amplitud del espacio, puede ser asimilada a la imagen del mártir potencial, del elegido casual, del enviado involuntario. La sangre en la frente de Darín en aquella película es también una anticipación de la sangre en el hocico del perro-lobo -que no casualmente termina siendo su compañía final-, en ésta, la noche anterior al robo. Una anticipación del derrumbe, una señal de la debacle inminente. Una conexión sanguínea y violenta, inevitable y alejada de cualquier espíritu lúdico. Una conexión que hace de El aura una película necesariamente más violenta y oscura que Nueve reinas, pero igual de política.
En la escena siguiente a la introducción, con el personaje ya devuelto al mundo y con Vivaldi sonando de fondo en el taller de trabajo, el taxidermista prueba la piel a un zorro, le pone los ojos, lo delinea, le da forma. Es decir, ejecuta su taxidermia que, aun en su intento de componer, de restituir algo que ya no está, de recuperar una imagen y un cuerpo, no es otra cosa que la puesta en escena de una simulación que no está lejos de la simulación religiosa que se ocupa de mantener vivo el cuerpo de Jesús. Un ejercicio que devuelve la esperanza, un ensayo de retención de lo vital. Una afectación que deviene lógica involuntaria y que define el accionar futuro del personaje, recuperando aquello que falta y eliminando lo que sobra; reestableciendo, a fin de cuentas, un equilibrio -he ahí el clasicismo formal, nada onírico sino más bien duro y seco, material y americanamente setentoso de El aura-.
El taxidermista de Darín es un redentor secreto, anónimo (¿un mesías? ¿Ese que el personaje de Fonzi sabe que “hay que esperar” para poder liberarse?). La escena en el museo funciona como el inicio de esa imposibilidad/confusión identitaria que se sostiene y se acentúa a lo largo de toda la película: la corrección que el protagonista le hace al Sontag de Alejandro Awada acerca de la nacionalidad del curador de la muestra, que no es polaco sino húngaro, conecta con la forma en que después se menciona el nombre de Dietrich, pronunciando la ch final o cambiándola por una ge (Dietrig), y con la incertidumbre sobre la personalidad del taxidermista (“no sabemos quién es este tipo”, “este tipo puede ser cualquier cosa”, afirma Sosa; “¿Vos quién sos? ¿De dónde saliste?”, pregunta el Urién de Jorge D’Elía). Que Bielinsky haya decidido eliminar el nombre de su personaje, es decir, quitarle, sacarle algo, es otro acierto. Es lo que permite la apropiación y la mimetización con el entorno, la ocupación momentánea de otros espacios y otros nombres. Su taxidermista puede ser el Funes memorioso de Borges (“No me olvido de nada de lo que veo”, le dice a Sontag) o el Spinoza que se pasaba todo el día puliendo cristales y pensando su ética del orden y la armonía de las leyes universales en la Holanda del siglo XVII (al fin y al cabo, eso es lo que hace el taxidermista en su taller: trabajar y pensar, fantasear y finalmente accionar para ordenar, no sin torpeza, no sin violencia, el desastre que él mismo ayudó a profundizar para luego salir indemne). El taxidermista de Bielinsky puede ser Dios. Y puede ser porque no es nada, o porque en todo caso es una versión posible -y falible- de esas variantes. Una versión realista, humana. Aun así, esas ocupaciones, esas suplencias provisorias, están siempre relacionadas con las acciones y los dichos de otro, con la autoridad que ese otro representa, nunca con su identidad. El taxidermista nunca se hace pasar por alguien que no es. En todo caso, simula proceder de acuerdo a las instrucciones de ese alguien, de acuerdo a lo que haría ese alguien. En todo caso, habla en nombre de ese alguien (“Dietrich dice que sí”, repite más de una vez). Cuando “el muy puto de Aguirre” deja colgado a Sontag (que jura que “hay que tener muchos huevos para matar un ciervo”) con los pasajes, es decir, cuando Aguirre se ausenta (un Aguirre que, como el de Herzog, probablemente se hubiera perdido -y perecido- en la vegetación salvaje y hostil del sur argentino), el personaje de Darín pasa a ocupar su lugar, pero antes de que Bielinsky nos muestre la que tal vez sea la mejor serie de fundidos encadenados utilizada para definir el carácter psicológico y el traslado de un personaje, lo que tenemos es un abandono. El segundo abandono de la película: la carta que la mujer del taxidermista deja sobre un modular y que éste ni siquiera se molesta en abrir porque de más está aclarar que esa mujer se ha ido para siempre. O sea que es una ausencia, que en este caso es también un movimiento, una huida, lo que pone en marcha al taxidermista, lo que lo induce a moverse en una dirección que jamás tomaría de ser por él. Una dirección contraria, entonces, anunciada antes en la oficina de cobro del museo, cuando Darín toma el camino inverso al que señalan las flechas pegadas sobre el vidrio de la puerta de entrada. Una dirección contraria, similar a la que toma Robert De Niro en Fuego contra fuego (otra película religiosa y referencia reconocida por el propio Bielinsky) cuando dobla en el sentido inverso a la flecha dibujada sobre la calle y la cámara de Michael Mann se detiene unos segundos sobre la estatua de La piedad para prefigurar el destino final de su ladrón protagonista. Un camino equivocado, entonces, que lleva a la escena del robo a Cerro verde, donde además de dar cuenta de la invisibilidad del protagonista (¿de su don divino?), Bielinsky transforma la intuición en una casualidad que le permite a su taxidermista seguir el juego: como buen Dios, Darín persigue a Vega sin saber que es Vega. ¿Lo persigue porque es un hombre que ha equivocado el camino, que se ha desviado? Al igual que el taxidermista, al igual que De Niro, Vega dobla en auto por una calle que también tiene un cartel con una flecha tachada que, aunque indica la prohibición de doblar en U, funciona como contrapunto y refuerza el sentido de la dirección errónea, sumado a que después lo vemos bajar de frente (también como De Niro en la de Mann) unas escaleras, motivo visual universal para señalar que un personaje va a morir, que es lo que finalmente termina ocurriendo.
El aura está llena de este tipo de inversiones y resignificaciones en los modos de proceder que, aunque violentas, terminan siendo reparadoras: el taxidermista intenta matar un ciervo y termina matando a Dietrich, que etimológicamente significa ‘señor del pueblo’, es decir el dueño del lugar, el que manda, el que pone las reglas, una suerte de dios, y a partir de ese momento toma su lugar (el perro-lobo lo reconoce enseguida como el nuevo amo), toma su celular (el celular de Dios) y actúa en consecuencia. Se apodera de la palabra de ese dios ahora ausente y habla en su nombre: “Dietrich dice que sí”, le dice a Urién para confirmarle la puesta en marcha del robo y “Dietrich dice que sí”, le dice a Julio (Pérez Biscayart) cuando éste le pregunta (tres veces) si Dietrich va a volver. No es casual que la muerte de Dietrich suceda un viernes, el mismo día que la crucifixión de Jesús, así como tampoco es casual que sea una iglesia el único lugar donde Diana (Fonzi), esa mujer con nombre de diosa cazadora, golpeada y sometida a la violencia masculina, se siente a salvo, segura, libre: “Es un lugar para estar”, responde a un taxidermista que la escucha en silencio. Pero aun allí la analogía sirve para encontrarle un efecto sanador al contrasentido: si la muerte de Jesús fue injusta, la de Dietrich, aunque involuntaria, es por lo menos necesaria: en una tierra vaciada de (falsos) dioses, las personas pueden finalmente ser libres. El “siempre” resignado de Fonzi cuando Darín le pregunta por qué no escapa (porque “me va a encontrar… Siempre”) es corregido luego por el “nunca” liberador del taxidermista (“Dietrich no va a volver… Nunca”). Liberación que tal vez se anuncia antes, en una escena central definida también por dos frases contrapuestas que sintetizan a su vez el destino de los personajes laterales del El aura: el “no hay lugar” que Julio da por respuesta cuando el taxidermista y Sontag llegan al bosque en busca de alojamiento termina siendo una frase condenatoria para su personaje, porque después es él el que se queda afuera del botín, que representaba la posibilidad de irse, y de la vida. Es él el que no tiene lugar en la historia. En cambio, el “sí hay lugar” de Diana abre la puerta para que el taxidermista pueda seguir su juego al tiempo que configura su destino de fuga, su libertad. Destino que acaso ya estaba consolidado en la escena siguiente a la de la iglesia, cuando el protagonista toca el camión que va a ser utilizado para transportar el dinero del casino (camión del que va a salir sangre) y luego se abstiene de tocar a la diosa maltratada. Y como en El aura el taxidermista da muerte a cada cosa viva que toca o alcanza (más que dios creador, es un dios tanático), esa retracción termina siendo un impulso que, al reprimirse, salva.
En todo caso, la única correspondencia que hay en El aura es la de la violencia del entorno respondida con la violencia indirecta y escondida del protagonista, un hombre de existencia -y vestimenta- opaca que aprovecha una invitación para poner a prueba todas sus fantasías y que se hace pasar por un enviado del que obviamente se desconfía y al que se lo humilla con golpes, con empujones, con tierra, con amenazas y descalificaciones; un “hombre equivocado”, al que la memoria salva en más de una oportunidad pero también traiciona, como ocurre sobre el final, cuando el olvido de «el tercer hombre» provoca el tercer ataque de epilepsia y el “celular de Dios” ya no funciona, ya no sirve para seguir el juego; pero, también, un hombre que al mismo tiempo trae consigo la salvación para las víctimas de la historia (Diana, el perro-lobo). El taxidermista de Darín elimina la violencia (los golpes -los que recibe él y los que recibe Diana-, los tiros) con más violencia. Rasgo que por otro lado vuelve verosímil la dimensión realista de la película y la aleja de la teoría de que todo es un sueño, de que todo ocurre en la cabeza del protagonista. La violencia de El aura, como la violencia de Deliverance -la otra gran influencia que Bielinsky reconoce-, es seca, directa y cruel, y está ahí para interrumpir cualquier deseo de armonía, cualquier fantasía. Después, no hay en la película más que desencuentros y simulaciones; y si la analogía del sentido religioso -que es lo que nos trajo hasta acá- es posible, la razón se halla en la inversión que se hace del relato y los espacios: cuando Darín narra el ataque, eso que los médicos llaman aura, lo que describe no es un padecimiento ni un malestar, sino un éxtasis, una pasión efímera y alegre, a la vez que una añoranza por aquello que ya no está y que ya no puede ser recuperado (“olor a escuela, a cocina, a familia”). Y es un éxtasis que paradójicamente surge del hecho de no tener que hacer nada, de que no haya opción ni alternativa (“nada para decidir”). Sin embargo, y a diferencia de lo que ocurre cuando Bielinsky nos muestra el momento del ataque en el bosque, donde los planos generales simulan la percepción del espacio que se agranda y del que el taxidermista despierta con una subjetiva del cielo (¿otra resurrección?), para la descripción de la llegada áurica el director elige cerrar los planos sobre la cara de su protagonista. Un ajuste formal, en este caso, que intenta contener uno de los pocos relatos genuinos, sinceros (como todos los de la Diana de Fonzi), que hay en una película llena de simulaciones y falsedades, como la casa oculta de Dietrich en el bosque o como el casino Lauquen, al que se ingresa bajando unas escaleras, descendiendo como se desciende al infierno, pero para el que se requiere buena presencia (“sin corbata no puede pasar, señor”, le informan a un cliente); o como ese “Edén” en medio de la ruta que en realidad es un prostíbulo, una casa de perdición que el taxidermista visita buscando información pero que nada tiene que ver con el edén artificial -su taller, su lugar de origen- al que el protagonista regresa luego -¿renovado? ¿cambiado? ¿resucitado?-, movilizado por otro abandono (esta vez el de Diana, que deja una carta de despedida que tampoco será leída), en compañía de lo único que se asemeja a él en la película: el perro-lobo, que en realidad es una perra, que no tiene nombre, como él, pero que gracias a los créditos finales (no puede ser otra casualidad, me digo a esta altura, un poco entregado y un poco convencido de que toda esta larga digresión puede llegar a tener algún sentido) sabemos que se llama Eva, como la primera mujer que Dios puso sobre la tierra, y que es en este caso el piso del taller de un misántropo que se dedica a devolver a la vida, aunque más no sea a través de un artificio, aquello que parece estar muerto.
El aura (Argentina, 2005). Dirección: Fabián Bielinsky. Guion: Fabián Bielinsky, Pablo De Santis. Fotografía: Checco Varese. Montaje: Alejandro Carrillo Penovi, Fernando Pardo. Elenco: Ricardo Darín, Dolores Fonzi, Pablo Cedrón, Nahuel Perez Biscayart, Jorge D’Elía, Alejandro Awada. Duración: 138 minutos.
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Muy buena y muy atenta lectura de la película. Perdé cuidado Gabriel, que «toda esta larga digresión» tiene sentido.
Saludos.