Venía avanzando desordenadamente en este texto sin encontrarle el meollo hasta que el posteo de un profesor en Facebook me hizo empezar a unificar algunas ideas. La pregunta de Nicolás Zukerfeld fue explícitamente formulada como la pregunta que le gustaría hacerle a Alice Rohrwacher, la directora de Las maravillas. Cito: “Me gustaría saber por qué incluiste en tu película la idea del programa de televisión que de alguna manera se relaciona con el título de tu película”. A raíz de esto se abrió un pequeño debate en su muro en el que participaron Malena Solarz, Hernán Rosselli y quien escribe. A través de los comentarios la pregunta inicial se transformó y abrió el juego. Nicolás pregunta entonces: “¿qué vino primero: la mirada sobre una familia o la historia de cómo un programa de televisión la atraviesa?”. Nicolás y Malena sospechaban que en Las maravillas lo segundo aplaca lo primero. Es decir, que cierta fluidez impresionista del relato se ve opacada por la intrusión del programa de televisión como algo propio del argumento, y que eso termina haciendo que la película sea más ilustrativa que representativa, en palabras de Malena, que la película corra el riesgo de ocuparse más de decir que de mirar. Yo acoté que el programa de TV no me parecía un problema, en cambio sí otras situaciones que me resultan forzadas por el guion y que interrumpen la gracia y la sutileza con la que avanza el relato (rápidamente evoco unos ejemplos; una escena del comienzo: cuando Wolfgang se va con las niñas en la camioneta, una del final: el arranque nervioso de Cocó que dinamita la huída de Martin). Hernán aportó otra mirada, como espejada a lo que se había dicho; vio la película más como una construcción inteligente sobre ciertas oportunidades de producción, a saber: por un lado, el programa de TV y Monica Bellucci como dos valores de producción que interesarían a productores y festivales para que la película pueda ser posible; por el otro, un grupo singular de actores y una antigua casa de campo en ruinas. Me tiro el lance con una hipótesis: Gracias a esas condiciones de producción Alice Rohrwacher logra elaborar una puesta en escena que, salvo en algunos pocos momentos, borronea los vértices gruesos del guion para dar lugar al retrato de una familia plagada de contradicciones, como toda familia. Una familia cuya particularidad se redobla a través de una filosofía de vida semejante a una comuna anarquista, plagada de contradicciones, como toda comuna. ¿No serían entonces análogas, en este caso, las condiciones de producción bajo las cuales esta película está hecha, con su propio vaivén formal-argumental? ¿No sería entonces la propia Alice un análogo de Wolfgang (el padre de familia) en la ficción, intentando llevar a cabo una empresa que, aunque “independiente”, esclaviza a los sujetos al entrar en pugna con las posibilidades ofrecidas por el mundo capitalista, con las posibilidades ofrecidas por el programa de TV llamado, nada más y nada menos, que El País de Las Maravillas?
El mundo de Las maravillas está conformado por una familia que, sin necesidad de ingresar en el terreno de la nostalgia, parece ser una resaca hippie-ochentera. Es una familia que pretende vivir de forma independiente y autosustentable, trabajando la tierra para su propio consumo y para repartir en zonas aledañas. Dentro de esta casa antigua en la que viven y producen, los límites de lo privado se esfuman: las paredes desaparecen reuniendo a los personajes de modo tal que entre ellos parecería no haber secretos. Desde la primera secuencia, en donde una de las hijas está haciendo caca en el baño rodeada de las mujeres de su familia, se nos presenta un mundo que hace equilibrio entre una situación social y una situación fantástica, extrañada. El modo en el que las acciones están filmadas hace trascender el tópico social y las mismas pasan a ser situaciones extra-ordinarias propias de una ficción que, paso a paso, se corre del realismo con la apoyatura de una fotografía que trabaja con destreza la luz natural sobre los rostros impasibles de personajes que trazan entre sí una paleta de matices inabarcable: entre los múltiples idiomas que hablan, los gritos y los silencios, lo que se evoca con las miradas, lo que se mantiene oculto, aparece la sensación de no poder ingresar del todo en su mundo, pese a la corta distancia con la que están filmados.
Después de haber visto algo del funcionamiento de esta comunidad, haber trazado la relación entre los personajes, y haber mostrado mediante la hipnosis de las abejas el antiguo oficio de la apicultura, llega el momento “Monica Bellucci”. El encuentro entre las niñas semidesnudas que acaban de salir de bañarse salvajemente en el río y los técnicos que filman el programa de TV con Mónica vestida como una princesa remite directamente al choque de clases de La ricotta. En esta película (y con todas las salvedades que la distancian de la película de Pasolini) también ellos tendrán la oportunidad de mostrar su gracia bajo el amparo de una producción industrial para ganar dinero.
De vuelta en el hogar, Gelsomina, la hija mayor, insiste por primera vez en presentarse a El País de las Maravillas para mostrar sus productos. El padre responde encolerizado que “más dinero traerá problemas”. Pero todos los elementos que irrumpen en el curso de (estos fragmentos de) su vida dan cuenta de que, efectivamente, el dinero irrumpe como necesidad: aparece en la atmósfera la idea de un desalojo inminente que se manifiesta en algunos comentarios aislados de Wolfgang con respecto a la policía y los cazadores que rodean la zona con disparos. Además, este formato comunista en el que las niñas se ven inmersas sin haberlo elegido lleva impreso una verdad que grita el personaje de Cocó al padre de familia: “¡tus hijas son esclavas!”. Wolfgang aparece desde el inicio como una figura despótica y, poco a poco, aparecen condiciones materiales que desestabilizan su poderío y hacen que el sistema se salga de control: cuando la asistente social -que trae al enigmático niño Martin con la pretensión de que le otorguen una re-educación- pregunta quién es la cabeza de la familia, Cocó señala a Gelsomina. En ella, en su personaje incómodo, incomodado, a través de su cuerpo en vías de desarrollo, a través de un cuerpo que se descubre individual, que descubre su deseo, se sitúa el corazón de la película. Gelsomina es como la Juana de Martín Shanly, su comunidad familiar es lo que a Juana el colegio inglés, y hay en ella un principio de rebeldía. La diferencia es que, mientras que Juana evidencia la impostación en su propio entorno, en el universo de Gelsomina los límites se bifurcan porque todo lo que es ajeno a su círculo de pertenencia aparece para invadir, provocando su deseo.
El programa de TV y la llegada de Martín son los elementos que desarticulan y re-plantean el mundo de Gelsomina y, tiendo a pensar, son los mismos que articulan la película en-sí. El programa de TV y la llegada de Martín son entonces elementos tan invasores como articuladores: aparecen para poner en crisis a la comunidad -de naturaleza disfuncionalmente encantadora- y evidencian su condición carcelaria con la distancia justa para que ello no se vuelva una denuncia, aunque sí un cuestionamiento acerca del mundo, del funcionamiento del capitalismo, de lo que habilita y de lo que veta. En esta película no hay denuncia, o está muy camuflada por una mezcla de mundos en donde el sistema hegemónico aparece como una alternativa de transformación tentadora. Ese sistema, que funciona por fuera del control de este pater familia, excediéndolo y condicionándolo como a todo individuo marginal, liga el programa de TV con el hit de Ambra: promete amor eterno.
El corazón de la película se encuentra justo en la mitad, en una escena memorable por demás: los padres están fuera, cobrando por la re-educación de Martin, mientras que él y las niñas se quedan trabajando en el laboratorio. Martin le pasa una placa con miel a Gelsomina y se miran a los ojos; Gelsomina no se sonroja pero hace una leve mueca. La puesta de cámara está absolutamente preparada para que veamos ese microuniverso de gestos y miradas en un plano secuencia que los reúne de muy cerca. Marinella le sube el volumen a la radio y suena por primera vez T’appartengo, que unas escenas atrás nos fue mostrada, susurrada por las hermanas a modo de ritual, mediante una coreografía que Gelsomina y Marinella susurran y ejecutan en privado, como si sus padres no les permitieran tener contacto con esa clase de productos. El cruce de miradas entre Martín, Marinella y Gelsomina, evidencia al intruso. Marinella mira a Gelsomina y efectúa su ritual. Gelsomina la mira perpleja, también Martin. Gelsomina censura a su hermana con un grito y la pone a trabajar a la par de ellos, que se miran a los ojos, extrañados, molestos, ¿enamorados? Entonces Marinella coloca una de las placas de miel en la máquina. Acto seguido, Gelsomina la enciende y ¡zas! Marinella se engancha la mano y la saca llena de sangre.
Si el cúmulo de abejas durante el trabajo de apicultura no había aportado suficiente germen vital a la narración, la sangre en la mano y el charco de miel producto del olvido de Gelsomina que encontrarán al volver del hospital dotan a la película de una textura profunda. Son como una serie de contratiempos que se vuelven inteligentes acontecimientos que ponen a los personajes en movimiento. Es cierto que visto así, nada está librado a la improvisación, como de a momentos parece impostar una cámara en mano que genera la sensación de estar registrando a los personajes documentalmente a medida que “viven”. Pero ahí reside el genio de la película, en hacer uso de una estructura para llevar lo que parece ser el fluir cotidiano de una vida, hacia el orden de lo maravilloso, de lo excepcional.
El término maravilla remite directamente al orden de lo fantástico, me hace pensar en un truco de magia, en algo que aparece y desaparece. Creo que esos contratiempos marcados desde el guión dotan al mundo de Las maravillas de un equilibrio y una precisión original. Cuando todos -excepto papá y mamá- vuelven del hospital y se embarcan en la empresa absurda de sacar la miel derramada en el piso, aparece el extraño hombre de los ojos de dos colores, el hombre del programa de TV que juzgará si su laboratorio está o no en condiciones propias para competir. A lo que, otra maravilla permitida por montaje, la miel desaparece, pero no así su rastro: el pegote del piso hace sonido debajo de los zapatos.
Después de la visita, los padres aparecen a las puteadas. El tema es, obviamente, la economía. Sus hijas les cuentan lo que pasó mientras estaban fuera de casa. Wolfgang ahora mira a Gelsomina con otros ojos: como sentenció el amigo que los visita más temprano, su hija lo ha traicionado. En las escenas siguientes, la desesperación de Gelsomina se materializa en llamar su atención: Wolfgang se va con Martin a hacer las tareas de apicultura y ella le grita entre sollozos. Su mensaje no es “préstame atención” sino “¡¿puedo hacer algo?!”. Es tentador pensarlo como una metáfora del pasaje de un Estado de Bienestar a un Estado neoliberal, pero lo que es certero y se presenta despojado de (mi) sobreinterpretación es que, una vez más, la ausencia de trabajo desestabiliza el mundo: la libertad a secas desespera, extravía. El trabajo esclaviza, pero no sin dar lugar a la oportunidad, a la revelación, al descubrimiento que lleva implícito el hacer. ¿No es lo que le pasa a Rohrwacher, habiéndose criado en el campo y haciendo una película de ficción, con todo el esfuerzo de producción que eso implica? ¿Cómo se llega sino es transando con ciertas concesiones, con lugares comunes y con dinero, a hacer un retrato que enmarca la belleza en todos sus desequilibrios? No hay concesión posible para que el mundo, este mundo, deje de ser una red de contradicciones. Si cierto cine industrial hizo un canon de los sentimientos, las relaciones, y las imágenes en general, es cierto que existiría un canon del otro lado, en el cine independiente, que tiene que ver con la indiscernibilidad (de género, de personajes, de tonos) y con cierta tendencia a “iluminar” las ficciones con el aura de lo real. La diferencia está en que el primero propone una única forma de abordar el mundo mientras que el otro siempre otorga el beneficio de la duda y el valor en la búsqueda. La cuestión estaría en ver el modo en el que lo hace, a fuerza de verdaderas, certezas y dudas, cada película. En pugna con sus propios límites a partir de sus propias condiciones de producción, cada película.
Se me ocurre un ejemplo que, salvando las distancias de sus condiciones de producción y el público al que está dirigida, puede ser un contrapunto para pensar estas cuestiones: en Gilda, Lorena Muñoz, bajo el sello de Telefé y los productores del mainstream, se ve obligada a incluir unos espantosos flashbacks y unos personajes (los hijos y el marido) que aparecen y desaparecen por pura necesidad argumental imitando la pobreza formal de las telenovelas, pero, pese a todo eso, logra con altura técnica y artística algunos otros momentos mejores, o al menos más vivos. Por lo general, esos momentos tienen que ver con la detención de la acción y la observación a corta distancia de Natalia Oreiro peinándose, ensayando con el pianista o componiendo No me arrepiento de este amor. Esos momentos aparecen incluso en la duración de las canciones que canta en vivo.
Lo que ocurre en la película de Alice Rohrwacher es lo opuesto: dentro de un relato que fluye como por sí solo, que se apoya en esa conjunción elegante y maravillosa entre la cámara y los actores, aparecen momentos sucios, momentos o acciones muy de guion. Volvemos a la pregunta inicial acerca de qué vino primero, y si bien no soy la indicada para otorgar una respuesta, creo que son cuestiones a las que atender al mirar las películas de nuestra época, tan condicionadas por un mercado independiente (casi) tan grande cómo el industrial. No hay que perder de vista que los sistemas alternativos se pisan la cola históricamente y que sobran los ejemplos de películas hechas-para-festivales, para programadores que las eligen y críticos que la elogian. Pero en ese pantano que, en mayor o menor medida, me es familiar veo una película como Las maravillas y pienso, ¿no está haciendo Alice Rohwacher, en algún punto, lo que Renoir hizo con su carrera, usando las herramientas propias de su tiempo para contar algo que la interpela, algo que salta de lo particular a lo universal ida y vuelta? ¿Es su operación un acto de lucidez o es que nuestro desencanto nos veta la visión de una proeza, de una vieja y noble manera de filmar? Hay algo que sigue vigente desde mucho antes que el cine fuera inventado, y es que la libertad sólo es posible a partir de los límites de una estructura.
Aquí puede leerse un texto de Eduardo Rojas sobre la misma película.
Las maravillas (Le meraviglie, Italia/Suiza/Alemania, 2014), de Alice Rohrwacher, c/Maria Alexandra Lungu, Alba Rohrwacher, Sam Louwyck, Monica Bellucci, Agnese Graziani, 110′.
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