Gelsomina tiene 12 años y un nombre emblemático, es la mayor de cuatro hermanas que viven con sus padres en una granja del centro de Italia, cerca de la Toscana y su luz. Fines de los ochenta, quizás principios de los noventa, el preludio del berlusconismo. Los padres de Gelsomina parecen sobrevivientes de la utopía hippie, producen miel en forma artesanal ocupando a toda la familia en el trabajo. A destiempo, como toda utopía, esta familia intenta una vida alternativa entre los signos de la incipiente globalización que los condena al fracaso. Pero este dilema no es solo el producto de la época, tampoco el principal interés de Rohrwacher está fijado en los cambios sociales. Su mirada en cambio se detiene en la visión adolescente de Gelsomina guiando el punto de vista, viendo a su padre Wolfgang, un alemán delirante y despótico, y a Angélica, su madre (Alba Rohrwacher, hermana de la directora y protagonista de Bella addormentata de Marco Bellochio), una mujer sometida; ambos formando una pareja que conduce al naufragio a la nave familiar. Wolfgang es un protagonista herzogiano sin grandeza. Fitzcarraldo no es muy distinto al pater familiae de Le meraviglie, pero su delirio y su arbitrariedad vuelan; al nivel de la tierra, el que transita Wolfgang, producen fracaso y resentimiento, el resentimiento dispara la culpa y la pretende ajena; si la madre es una figura –justamente- angélica y borrosa, entonces la culpa (y alguna forma oscura y negada del deseo) caerá sobre la hija.
Gelsomina lucha para complacer el duro mandato paterno pero también para despertar a la vida que la rodea, al mundo de afuera que se manifiesta a través de un reality show campestre, y al de su propia e incipiente sensualidad de púber. Todo cambia, los ideales, las formas de producción, los medios de comunicación y las formas de acceder a ellos; pero todo sigue igual, el poder (la diferencia entre los que lo tienen y los que no), la arbitrariedad y el capricho en las relaciones entre los hombres, la sombra de esa duda en el seno de la familia, la propia familia como el escenario inevitable para la eterna lucha del amor y el egoísmo. La Gelsomina de Fellini tenía una sola herramienta para afrontar esos mismos conflictos, su inocencia; la de Rohrwacher también es inocente, pero la salva el deseo, aquello que palpita en su cuerpo mutante, en la profundidad de sus ojos rasgados (notable María Alexandra Lungu). En esa tensión entre la inocencia y el deseo (que es el futuro) resuena el eco de alguna antigua flauta de Pan que une a los que no tienen voz (Gelsomina muda ante su padre, Martín, el niño expósito, el camello y las abejas). Juntos son el rumor de un mundo que no cesa, persistente en su dolor, su estupidez, su maravilla.
Le meraviglie (Italia, 2014), de Alice Rohrwacher, 111′.
“Francisco Franco, caudillo de España por la gracia de Dios” era la frase estampada en las monedas españolas durante el franquismo. Las pocas que por entonces nos llegaban a las manos impresionaban por el peso semántico de esa leyenda impresa. La frase prometía alguna forma difusa de felicidad o salvación: un caudillo elegido por Dios para cuidar de su pueblo.
La película de Basilio Martín Patino se opone implícitamente a esa y todas las frases retóricas, sin proponérselo las trasciende y va más allá; decidida a no imprimir la leyenda aborda la figura de Franco, la guerra civil y toda España, lo hace a través de un montaje dialéctico de pura ortodoxia einsesteniana. Acción: la República se hace lugar en España con votos, legitimidad y un fervor revolucionario que desborda los marcos de la democracia burguesa. Reacción: la derecha falangista, los monárquicos, la iglesia, se alzan contra la legalidad, empieza la guerra. Conocemos la historia que siguió, todas las imágenes son repetidas aunque, como en este caso, muchas sean inéditas. Del bando fascista se alza una pequeña figura, el joven General Francisco Franco; cruel, astuto y frío, indiscutido líder de su división de moros africanos que lo idolatran por su valor legendario y su “baraka” (algo así como suerte o buena estrella), que acompaña a este español de pura cepa judeo hispana desde la mixtura del África árabe en donde forjó su carrera militar; el aura de los elegidos de la historia para bien o para mal.
Franco es la síntesis, de la dialéctica einsesteniana y de los siguientes cuarenta años de la historia española, imposible eludirlo, tampoco abordarlo en toda la dimensión de su papel histórico, el punto de convergencia de la España oscura, nacida del mismo útero que parió a Buñuel pero vomitante de crímenes verdaderos (la diferencia entre el país de los artistas y el de los psicópatas). Todos los españoles de la generación de Patino fueron hijos de Franco, dilectos o bastardos. Había que ser capaz de matar a ese padre, putativa o materialmente. Nadie pudo hacerlo. Patino, desde el lugar artístico que eligió para individualizarse, sabe que no puede intentarlo; el registro de la vida pública del ahora Caudillo (ya estamos en la posguerra) ocupa toda la película, rodeado de uniformes y sotanas atraviesa las décadas mientras el mundo cambia. Puño de hierro, garrote vil, cruz, espada y hostia, el Caudillo fue eterno; la única forma posible de resistencia es la que ejerce Patino: registrarlo fijándolo en el tiempo como un conjuro para que pase (“Todo pasa” decía la leyenda grabada en el anillo de uno de nuestros próceres recientemente fallecido).
Resistencia y fascinación, dialéctica y nostalgia por el tiempo perdido. Tal vez el mejor retrato de Franco que haya dado el cine, Basilio Martín Patino lo filmó en 1974 pero solo pudo exhibirlo en 1977, dos años después de que muriera el Caudillo, por la gracia de Dios.
Caudillo (España, 1974), de Basilio Martín Patino, 105′.
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