Una noche de 1993, mientras terminaba la tarea del colegio con la tele prendida de fondo (tenía doce años), escuché que el jueves a las 22 horas pasarían la primera parte de El Padrino y que Telefe iba a dividir la película en dos partes debido a su duración (casi tres horas). Lo primero que hice entonces fue ir a la pieza de mis viejos y buscar un VHS virgen para grabar la película. Ese mismo día, durante la cena, les pregunté si habían visto El Padrino y los dos asintieron. Mi viejo, siempre interesado en el cine europeo de los 60, le bajó el precio a la película, pero mi vieja señaló con vehemencia algunas de sus virtudes. Entre ellas, recuerdo que me llamó la atención su idea acerca de que la película era una “máquina de narrar”. Y que El Padrino, de algún modo, era una película que incluía a muchas otras películas dentro de su estructura.
De ese modo llegué intrigado al jueves. Bastó la primera escena para quedar deslumbrado. Estaba todo ahí. En esa fiesta en la casa de Vito Corleone (Marlon Brando) en la que asistimos al casamiento de Connie (Talia Shire) y Carlo Rizzi (Gianni Russo) se encuentra todo el universo que Coppola expandirá a lo largo de las tres horas de la primera parte de la saga y que luego profundizará en las otras dos partes de la trilogía. Desde el raciocinio (que luego mutaría en sangre fría) de Michael (Al Pacino) hasta el pragmatismo de Tom Hagen (notable Robert Duvall como el hijo del corazón de Vito), pasando por la inconsciencia de Santino (James Caan), El Padrino es una película de gangsters, un policial y, por sobre todas las cosas, un ensayo sobre la familia y sus vínculos. Como en esas pinturas inabordables donde cada mirada resignifica la totalidad del cuadro, la película de Coppola genera esa sensación de inabarcabilidad en el análisis, como si las palabras sobraran. Con las grandes películas sucede siempre algo de eso. La interpretación pareciera un ejercicio banal que uno a pesar de todo intenta construir. Si me tengo que quedar con una escena, elijo sin dudas la que producirá la transformación definitiva de Michael, que en realidad se desarrolla a lo largo de dos escenas complementarias. Estamos hablando de la icónica escena del hospital. Michael, que hasta ese momento se ha mostrado desinteresado de los negocios familiares y que descansa en el inocente amor de Kay (Diane Keaton), se encuentra cuidando a su padre Vito, que fue baleado en un atentado mafioso. Al llegar al hospital y detectar la ausencia de guardias y de personal, se da cuenta de que esa misma noche (si él no hace nada para impedirlo) su padre será asesinado. Destino trágico del héroe, la situación lo llevará a tener que ocupar un lugar que no deseaba.
Al descubrir el plan criminal, Michael, con la ayuda de una enfermera, logra cambiar a Vito de la habitación en la que se encuentra. La escena es brillante por la sensación de suspenso que Coppola logra con una economía de recursos notables: casi no sucede nada. Michael saca a su padre de la habitación y lo lleva a un lugar seguro (muchos años después, cuando estuve solo en una pieza de hospital junto a mi viejo, sentí una sensación de soledad y orfandad que me remitió directamente a esa escena. Recordé a Michael, su rostro serio y resuelto, escapando de la muerte). Una vez que Vito es trasladado, asistimos a un momento epifanico. Michel le dice a Vito: “Quedate tranquilo, papá. Yo velaré por ti”. Vito, entubado, lo mira con un rostro que destila amor. No sucede nada más que eso. Coppola juega con las miradas de ambos protagonistas. Un padre y un hijo en la habitación de un hospital. Si nos olvidamos de la vendetta mafiosa que es en sí lo que comprende el carozo de la escena, podríamos decir que estamos viendo una película amorosa, existencialista. De algún modo, la grandeza de El Padrino tiene que ver también con eso. La película pasa de ese registro íntimo y conmovedor (una escena bergmaniana en un director que supuestamente se vincula con la tradición del cine popular americano pero que también se encuentra atravesado desde su cinefilia salvaje por el cine de autor europeo de la década del 60 del siglo XX) a una escena digna del mejor cine de Hitchcock: mientras Michael traslada a su padre, llega al hospital un hombre que a simple vista genera inquietud. En un primer momento, todos pensamos que es un sicario encargado de acabar con la vida de Vito, pero es Enzo el panadero, un amigo agradecido por los favores que le debe al “padrino”. Solo de toda soledad, Michael revela su capacidad estratégica y la sangre fría que luego demostrará en el resto de la saga, sobre todo en El Padrino II, donde en un escenario de tragedia clásica condenará a muerte a su propio hermano. Michael y Enzo se apostan en la entrada del hospital e intentan atemorizar a cualquier maleante que se acerque con intenciones violentas. En un momento, un coche pasa por el frente del hospital y baja la velocidad. Sin ningún tipo de arma, ambos espantan a los maleantes tan solo levantándose el cuello del sobretodo. Michael amaga con sacar un arma inexistente hasta que los mafiosos deciden alejarse del lugar. En ambas escenas es extraordinario el clima que construye Coppola trabajando por un lado con los rostros y las gestualidades de los personajes y por el otro con la utilización de la música de Nino Rota (música conmovedora cuando tiene que conmover y música inquietante cuando tiene que atemorizar). Una vez que se van los maleantes, Enzo intenta sin éxito prender su cigarrillo pero tiene los nervios destrozados. En cambio, Michael, con su tradicional sangre fría, le prende su cigarro sin ningún inconveniente. Finalmente llega el jefe de policía McCluskey (notable Sterling Hayden). Michael le recrimina por la ausencia de la guardia policial que debería estar cuidando a su padre y finalmente termina preguntándole cuál es el precio que éste puso para dejar la zona liberada. Hayden lo noquea con una derecha furibunda, pero a pesar del golpe el que sale victorioso de la escena es Michael, que ganó el tiempo suficiente para que Tom Hagen llegue con la seguridad a la puerta del hospital. Ese momento será el preanuncio del Michael adulto. La sangre fría que el mismo demuestra en esta escena se confirmará en la escena posterior, donde con la misma frialdad y naturalidad ajusticiará al jefe de policía y al turco Sollozo (Al Lettieri), que son los dos personajes que se habían complotado para asesinar a Don Vito.
Lejos del héroe de guerra que no se quería meter en los asuntos de la familia, desde ese momento Michael se transforma en el estratega, en el cerebro del clan Corleone, en un hombre impiadoso. En su crueldad y frialdad terminará superando incluso el legado paterno deseado por Don Vito. La resolución de Michael se contrapone a la furia descontrolada de Santino (furia que finalmente lo llevará a la muerte) y al temperamento débil de Fredo (John Cazale), que se observa de modo clarísimo en la escena en la que Vito es baleado y éste solo atina a llorar frente al cuerpo inerte del padre que aún se halla con vida.
Más que un tributo al cine gansteril de los ’30, esa escena del hospital, esa gestualidad mínima (la de subirse el cuello del sobretodo) representa la continuidad de un linaje, de una adscripción a cierto tipo de cine, a cierta forma de hacer cine. El gesto que los autores franceses de la Nouvelle Vague tuvieron en los Cahiers du Cinema al reconocer la valía del cine popular americano de las décadas del 30 y 40, es el mismo que retoma Coppola en esa escena a través del uso de una gestualidad apenas perceptible y de la aparición de un icono del cine clásico de Hollywood como el propio Hayden. El Padrino es entonces una radiografía de la anatomía humana y un policial clásico. Pero también un melodrama, una película vanguardista y una relectura de la historia del cine, todo eso junto.
Bioy Casares decía que en una obra literaria solo tiene que quedar lo esencial. El resto debe sacarse. Quiere decir que cuando uno lee una obra, no debería poder imaginarse que las cosas podrían haber sido de otro modo. Eso sucede todo el tiempo cuando uno ve El Padrino. Todo es como debería ser, y nunca hay posibilidad de que eso que vemos sea de otra manera. Como el Facundo de Sarmiento para la literatura argentina, El Padrino es una película fundacional e infinita que nunca termina de descubrirse del todo. Es una película inclasificable que se resiste al encasillamiento genérico. Como decía mi vieja hace 30 años, es una máquina de narrar donde todo el tiempo suceden cosas, muchas veces dentro de una misma escena. Por eso la sensación de infinitud que nos genera.
El secreto principal de El Padrino está en su doble carácter. Por un lado es la gran película de gangsters de la historia del cine, pero su principal grandeza se encuentra en la construcción de los vínculos que se desarrollan al interior de esa familia: esa noche en el hospital Michael se transforma en el continuador del clan, pero a su vez no deja de ser –como todos, como yo alguna vez- un hijo cuidando a su papá. Vito es el emblema de la mafia, pero a la vez un abuelo que muere jugando con su nieto. Detrás de la grandilocuencia operística que derrama la trilogía, El Padrino también puede verse como una película de interiores en donde los personajes hacen lo que pueden con su vida. Es en su sencillo corazón de melodrama desde donde se entiende la gloria de una película eterna que cada día luce más joven y que –para nosotros- no va a terminar nunca.
El Padrino (The Godfather; Estados Unidos, 1972). Dirección: Francis Ford Coppola. Guion: Francis Ford Coppola y Mario Puzo (basado en la novela homónima del escritor). Fotografía: Gordon Willis. Música: Nino Rota. Reparto: Marlon Brando, Al Pacino, James Caan, Robert Duvall, Diane Keaton, John Cazale, Talia Shire, Richard S. Castellano, Sterling Hayden, Gianni Russo, Rudy Bond, John Marley, Richard Conte, entre otros. Duración: 175 minutos.
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