Banquete… banquete para Connie en su casamiento… para que los niños roben comida y jueguen vivaces en su inocencia… para que Michael haga la introducción formal de Kay, relajados, enamorados, en la familia… Banquete para que haya familia justamente, políticas, regalos, respetos, diezmos, favores, pedidos, un Padrino.
Clemenza, el gordo Clemenza enseñándole a Michael los pormenores de la comida italiana toda yanquizada por más que él crea que todavía es italiana. Clemenza siendo meticuloso con su salsa, sus salchichas, sus ajos, sus puntos de cocción mientras decenas de matones carburan armas y colchones para la guerra esperando por ese placer inmediato de pasta, carne, vino y salsa de tomate en proporciones abundantes, necesarias para arremeter con ánimos en esa guerra.
La ternera de McCluskey recomendada por Sollozzo, deliciosa, tierna, con tinto bien negro, del color de la sangre, esa que le saldrá por la garganta, por la frente después de las balas de Michael, después del baño, después del ruido del tren, después del atragantamiento, después del ritual necesario para la iniciación y el ungimiento de un nuevo capo, quizás, el último de todos.
Clemenza, el gordo Clemenza de vuelta, sus cannolis, su mujer esperándolos, el placer de ese dulzor resguardado de toda muerte, de toda ejecución, de toda pólvora, de todo arreglo de cuentas con quienes sólo tenían la muerte como garante, como pago para cualquier deuda. Clemenza y la prioridad familiar en esos cannolis, en su conservación, en su dulzor todavía intacto; en la tentación de probarlos y no convidarlos, no al menos con los sicarios que le siguen las órdenes en ese descampado.
Italia, la del sur, la de las novias que todavía se cortejan, se seducen, se les pide la mano, se desean a distancias minúsculas, hermosas, en medio de senderos pedregosos y paisajes rurales, olvidados, rústicos, primigenios, primordiales… Los banquetes para que Michael vea su collar en el pecho de Apollonia. Para que el amor cortés sea todavía una liturgia necesaria, tierna, tradicional, identitaria por más que las traiciones al César sigan siendo esencia etrusca, cruelmente negociable.
La comida de la madre, la comida del domingo posiblemente, la pasta, la reunión familiar imprescindible y el joven idealista de la familia encaminándose a una guerra para matar, posiblemente, a su misma sangre en Italia. Santino, el heredero, el que es puro sentimiento, el romántico entre tanto Maquiavelo y músculo, con la comida arruinada, a puro insulto, más por infinito amor que por odio, más por infinito temor que por rencor alguno.
La cabeza del caballo, faenada como en un frigorífico. Arrancada como a una vaca, o a un chancho, o a un cabrito, o a un niño en los mataderos de Echeverría. Achurada, chorreando en una cama ampulosa, lujosa, cara, con la muerte hecha metáfora –como aquel napalm que luego vendrá en las mañanas-: El alimento de un poder grotesco que se celebra, se disfruta, se ritualiza hasta que la sangre llama para derramarse, para volverse el cuerpo de alguien más en el banquete más humano de todos los banquetes posibles: el de Caín matando a su hermano; el del dios maldiciéndolo; el de la familia siendo familia a pesar de todas las traiciones y maldiciones posibles, de todos los alimentos ofrecidos y sacrificados, de todos los cristos a los que se les comerá la carne y se les beberá la sangre para que el destino siga alimentado en su rueda arrastrando el tiempo de vivir y morir sin culpas; el tiempo de hacer historia grande por más que cincuenta años, todavía, no sean nada.
El padrino (The Godfather; Estados Unidos, 1972). Dirección: Francis Ford Coppola. Guion: Francis Ford Coppola y Mario Puzo (basado en la novela homónima del escritor). Fotografía: Gordon Willis. Música: Nino Rota. Reparto: Marlon Brando, Al Pacino, James Caan, Robert Duvall, Diane Keaton, John Cazale, Talia Shire, Richard S. Castellano, Sterling Hayden, Gianni Russo, Rudy Bond, John Marley, Richard Conte, entre otros. Duración: 175 minutos.
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