En la noche que fue del 31 de diciembre al 1° de enero compartimos con los integrantes de HLC un fragmento de la justamente famosa película de Blake Edwards con Peter Sellers para celebrar el nuevo año, y el resultado fueron estos textos que ustedes van a leer, respuestas espontáneas e inesperadas a esas imágenes que nos acompañan desde hace mucho tiempo y acaso más profundamente de lo que suponíamos. La podrán ver este viernes 29 de enero por INCAA TV.
Pablo Ventura: El señor Sellers no es santo de mi devoción, pero si hay una película donde está bien o muy bien es esta. ¡El que la rompe y me hace llorar de risa es el mozo borracho!
Andrés del Pino: Tengo mi historia particular con La fiesta inolvidable. La vi por primera vez en el Monumental en el reestreno de 1980. Estaba haciendo la colimba, así que era como un zombi cagado a palos: el cine estaba repleto, la gente se meaba de risa y yo de piedra. No me causaba la menor gracia, lo cual me entristecía más porque me daba cuenta que la película era muy buena y había esperado años para verla. Eso no es nada: también en la colimba y (peor) apenas salido de instrucción, afiebrado y con muchos kilos menos, vi Apocalypse Now el día del estreno en el Broadway. Ahí me saqué el carnet de cinéfilo empedernido que no sé dónde fue a parar.
Luego volví a ver La fiesta… años después en un micro de larga distancia, viajando a Córdoba junto a una chica -ella para estudiar, yo a buscar laburo- que se estaba convirtiendo en mi amiga mientras yo no dejaba de recordar el bolero de Chico Novarro. Reí, reí como loco, a las carcajadas, y lo más feliz que sobrevino es que la chica se convirtió en mi primera esposa. Ella no está más y es una mezcla de emociones recordar cada cosa asociada a ella. Por suerte, la felicidad compartida y la festividad (siempre en ese marco íntimo) equilibran el balance con tendencia hacia arriba.
La volví a ver descargada de la web hace años y ahora encuentro un hermoso motivo para verla de nuevo: pasa como con los capítulos del Superagente 86, los volvés a ver todas las veces que pinten: empezás con Sellers arruinando la filmación y no podés dejar de celebrar cada secuencia que viste mil veces: esa, la cena, el protovideoclip de la canción, el baño y todo lo demás.
Julián Mocoroa: Ya que estamos con la película, les rompo las pelotas con lo que a mí me despierta: la vi por primera vez un verano, cuidando la casa de mis tíos garcas. Auge del video club, época en que la grieta «no existía». Mis tíos bien vacacionaban los dos meses y mis viejos les cuidaban la casona de San Isidro. Esas eran nuestras vacaciones: casona con parque, piscina y la colección de los muñecos de He-Man arrumbada en los placares de mi primo. Mi viejo llegaba tarde de la oficina, pero no tan tarde como sus sueldos. Mi vieja, arquitecta de las de verdad, de las que se manchan la ropa trepándose a donde sea, nos llevaba con ella si tenía que salir o nos dejaba en la colonia de RiBer si no quedaba otra. Nunca aprendí a nadar.
Por cuestiones de ADN me incomodaba ese hogar (Riber también). Con el tiempo le pude poner nombre a esos sentimientos. Mis tíos eran empleadores de mi viejo. Trabajó en negro y le morfaron los aportes y, como insinué, no le pagaban en tiempo y forma. Ese verano en particular, el de Peter Sellers, ellos veraneaban en Nueva York. Yo no decía nada pero no me gustaba estar ahí. Por suerte estaban las películas que alquilábamos, aunque el cuarto enorme con ese montón de almohadones donde las veíamos tampoco me ponía cómodo.
El trato laboral hacia mi viejo no fue lo único que me autoriza a llamarlos garcas. Mis tíos estafaron a varias personas, incluso se tuvieron que venir volando de la antigua provincia en la que vivían porque si no los mataban. Fundieron su agencia de turismo como muchos otros de su clase: previo afano, negreo y llenada de bolsillos.
Está película la alquilé varias veces, la vi varias veces. El del video sabía que si yo aparecía era para llevármela; si no, Rocky 4 o la primera de Martes 13. Con mi hermano siempre las repetíamos. Pero volviendo a la cuestión y a mis tíos hoy separados, ya no guardo relación. Su hijo mayor me amenazó de muerte: durante estos últimos años, de gorila y quemado que es, canalizó su odio contra mí, odio por tener que volver a la Argentina y trabajar. Y se la agarró conmigo porque yo defendí y me alegré con muchísimas de las políticas populares del Kirchnerismo. Mi tía dice que con el gobierno que pasó se formó «La grieta». Desconoce que durante aquellos años yo la quería ahogar en su pileta, para ella estábamos todos unidos y felices. Ellos de joda y nosotros hipotecando nuestro futuro. Hoy mi tío no se atreve a pasar cerca de mí, se ve que recuerda la Navidad que le revolee una silla en la cabeza a otro tío mío, ex presidente de una multinacional.
Esta película me trae todo esto: será por eso que hace poco la vi y no pude reírme nada. Esa es La fiesta inolvidable para mí: mis tíos y todos los de su clase cagándose en mi familia y en todos los que finalmente quedaron desocupados, arruinados.
Saludos para todos, no tengo un buen lunes.
Marcos Vieytes: Había cinco o seis películas de las que mis viejos -así, como una totalidad, la del matrimonio- hablaban siempre: Infierno en la torre, La aventura del Poseidón, Doctor Zhivago y La fiesta inolvidable (mi viejo agregaba a su anecdotario una de la infancia, Mercado de abasto, y otra de la primera juventud, La tienda de la calle mayor), así que son parte de mi folclore familiar. Cada vez que la pasaban en televisión la mirábamos, por eso mismo es imposible que yo registre como la primera vez que la vi cuando lo hice durante la escuela secundaria, pero seguramente se debe a que fui yo quien la eligió entonces para proyectar ante un par de amigos entre los que se encontraba el colega Juan Rearte, que participa de la lista y no me dejará mentir. Antes o después, cuando no durante, las clases de gimnasia en el CEF de San Fernando, un campo de deportes cuya inmensidad acaso lindara con el río, íbamos a la casa de un compañero que tenía videocasetera y nos dejaba alquilar lo que quisiéramos. En vez de porno o softcore, aunque allí vimos 9 semanas y media y todas las que películas con Kim Basinger que pudimos conseguir, nos dedicábamos al cine de autor, cuando no al artie (Streamers, de Altman), y supongo que también habremos visto unas cuantas buenas películas estadounidenses de los 70 y 80 (no sé en cuál de todas estas categorías poner a París Texas), además de la de Edwards. Fue muchos años después cuando la analicé para unas clases sobre comedia y pude comprobar que además de disfrutarla con el corazón y los sentidos podía hacerlo con el intelecto. El mozo en pedo le roba protagonismo a Sellers, efectivamente, aunque ninguno de nosotros recuerda su nombre, y la puesta en escena es fabulosa. Adoro la secuencia de la cena, sobre todo, por lo que hace reír a mi vieja (no le cuesta nada hacerlo) y a mi viejo (le cuesta un huevo), pero también por todo el cine que reúne. El fondo sonoro de voces y ruidos indistinguibles la transforma en un homenaje al mudo (la época, no Gardel) que vuelve imprescindible el lenguaje corporal, la elocuencia física y la composición. La puerta rebatible que da a la cocina es un prodigio de montaje en plano. Uno tiene que atender simultáneamente a lo que pasa adentro, entre el jefe de cocina amanerado y el mozo ebrio, y a lo que pasa afuera, con Peter Selles untándose la mano de manteca con la pera a la altura de la mesa y los ojos en las tetas de la comensal que está a su lado.
Andrés Fevrier: Por lo que cuenta mi tocayo La fiesta inolvidable se debe haber reestrenado varias veces en Buenos Aires, porque yo la vi en una de las salas chicas del Metro a mediados de los ochenta. Nos llevó mi vieja, y recuerdo que a mi hermano y a mí nos angustió la escena del elefante, probablemente porque éramos demasiado pibes y no entendíamos qué hacía un elefante ahí y nos preocupaba que algo malo pudiera pasarle. Después la volví a ver mil veces, y siempre me pareció algo casi experimental, en el sentido de que no hay trama ni historia: sólo un personaje puesto en un contexto ajeno a él y una seguidilla brillante de situaciones a la deriva. Es una de mis películas favoritas, de las que más quiero. También conseguí la banda sonora y me enamoré de Claudine Longet y su deliciosa forma de cantar Nothing to Lose. Recién de grande descubrí que Edwards le había afanado mucho a Jacques Tati.
Hace unos años pasé por el Mercado de San Telmo y encontré un póster original de cuando se estrenó en Argentina. Estaba un poco maltrecho, pero entero. Lo compré, lo mandé a enmarcar y desde entonces cuelga de una de las paredes de mi departamento alquilado.
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