12463890_875411549246798_1631608026_nMis películas no son trozos de vida, son trozos de pastel

Alfred Hitchcock.    

La nostalgia es el anhelo de respirar algún viejo aire, y tiene algo de sufrimiento por un tiempo que ya se fue, una etapa vivida, un momento extinto. La niñez, y nuestra percepción de ella a través del desarrollo de nuestra vida, son evocaciones cubiertas de nostalgia. Ese sufrimiento nostálgico a veces consiste en idealizar ciertos sucesos de la vida y, al ya no tener esos soplos de  existencia concreta, se convierte en desconsuelo. Buenos Aires y la cultura porteña sufren de ese “mal” y hasta lo han convertido en arte: el tango.

Ahora bien, la nostalgia feliz nos ubica por un rato en un lugar diferente, es un aire casi tangible que nos conecta con lo mejor de esos momentos que ya no están o con esa gente que ya no está. El cine de J. J. Abrams tiene esa peculiaridad, recupera algo que deja de lado casi todo análisis consciente, para pasar al disfrute de lo que se está contando, casi como cuando era pibe y podía disfrutar de cualquier película porque no leía subtextos ni interpretaba signos, sino sólo me recreaba. La nostalgia feliz nos trasporta, no echa de menos lo que fuimos, lo recupera al menos por un rato; es el fantasma de cierta inocencia feliz extinguida. La adultez resulta una trampa, anula la candidez y nos convierte en un cúmulo de certezas que asesinan el asombro.

La nostalgia feliz es un sentimiento de encanto a corto plazo, la posibilidad de recuperar una auténtica temporalidad y derrotarla aunque sea un momento. Es estar en otra parte y que los estímulos sustenten dicho estado, hasta el punto de creer en esa sensación perdurable. Una canción puede envolvernos con la fragancia de otro tiempo, un aroma que nos lleva a un sentimiento que nos devuelve transitoriamente a un lugar. La vida transcurre entre nuevos eventos, testigos de un futuro en elaboración, y todo nuestro pasado regresa en mil formas, en principio inentendibles y que con el tiempo recuperan cierto sentido aunque sea para proyectarnos, cierran o abren nuevas líneas de pensamientos casi constantemente encriptados en nosotros mismos. Sería renovar la nostalgia y volverla sincrónica, útil, como construir futuro de otra manera.

Por ello es que no hay una explicación lógica e incuestionable de la nostalgia, solo sé que hay gente que le tiene miedo. Es imposible ser cinéfilo y no ser un nostálgico. A mí me gustan la feliz y la tortuosa, por algo he nacido en Buenos Aires.

12511590_875411689246784_2097950378_n (1)Celebrar tiene riesgos, algunos que conducen a la condescendencia y al extremo relativismo. Pero también al disfrute, a la evocación. Muchas veces me canso de ser analítico con todo lo que veo y paso al disfrute porque esa idea primaria es la que alimenta también el romance con el cine. Celebrar no siempre es un elogio, a veces puede ser condenatorio, ya que uno puede celebrar el disgusto por una película o por un discurso. Particularmente soy un fundamentalista de la celebración y del disfrute, cuando puedo me regocijo en la diferencia o en la coincidencia. Me es útil para confrontar, otras de mis grandes pasiones.

A los nueve años fui al flamante estreno de El imperio contraataca (1980) de Irvin Kershner en el cine América. Intuía que todo podía cambiar después de lo que iba a ver. Fue como entrar en otro mundo, ver y participar de ese otro universo que espiaba por la TV y algunas revistas. Perduraron en mi memoria varias imágenes y el recuerdo de esa secuencia en la Luke Skywalker llega a la ciénaga en lo profundo de la galaxia, en las tinieblas de una noche cualquiera, y se produce el encuentro con Yoda. Fue la primera experiencia religiosa a la que asistí en mi vida. Esas dos horas intensificaron mi relación con el cine para todo el resto de mi vida. Recuerdo haber quedado tan obsesionado con la película que mis viejos me compraron el guion novelado -que aún conservo- ya que no había VHS: era la única manera de poder repasar la película un millón de veces.

Con el tiempo me fui alejando de la saga, detesto esos bodrios de Episodios I, II, III,  y con los años terminé aborreciendo a George Lucas por su impericia encubierta.

12511662_875411625913457_191146171_nPero lo que me convoca a escribir estas líneas es el cine J.J. Abrams, y el estreno de Stars Wars – El despertar de la fuerza,  que demuestra otra vez que el vector de su impronta coincide con los tiempos que corren. No es su mejor película; es más, pierde fuerza al tener que desenredar el menjunje que armó Lucas con los años y la falta de ideas. Pero la celeridad de su cine sigue intacta, así como el despliegue de la acción a velocidad 2.0 sin restar claridad, perspectiva, espacio y tiempo. Abrams es un técnico y sus instrumentos son la puesta en escena, el montaje y esa extraordinaria capacidad para manipular al espectador. Comprime y dilata el tiempo, lo aleja del lapso real utilizando el montaje como un instrumento para la creación del ritmo y así amplía las líneas formales; su puesta en tiempo cuenta con momentos laxos en desaceleraciones destinadas a reforzar las líneas argumentales y descriptivas de sus personajes.

Star Trek- El futuro comienza (2009) es su película más acabada hasta hoy, donde todos estos procesos son límpidos y palpables en un torbellino de cine. Es una película prolijamente desquiciada, con reflejos que enfrentan la cámara y el espectador todo el tiempo. Más allá de la mitológica serie, la curva dramática es completamente tangible y aprovecha al viejo y al joven Sr. Spock para recrear un juego de líneas temporales ilógicas y así crear otra dimensión dentro del mismo relato. También reconvierte esa añoranza feliz en una fuente de emociones donde uno puede nutrirse de un romanticismo que quedó suspendido en el tiempo.

Me gusta la velocidad, es algo de familia. Esa sensación de poder y proximidad de la finitud te abrazan, por momentos, dentro de los segundos en los que descubrís la celeridad a tu alrededor. Adrenalina, no hay nada más vigoroso. Ahora, la velocidad tiene un par de secretos, a los que nunca se debe desafiar. Desacelerar y copiar exactamente la vía. Pensarla y repasarla. En los campeonatos de Rally, en el auto viajan el piloto y el copiloto, este último es el que debe leer la hoja de ruta que está escrita en una especie de dialecto con el que se indica de manera rápida y práctica para la ejecución inmediata de las vicisitudes del camino. “Cien metros curva a la derecha, tres cruces” significa que viene una curva muy cerrada. Si llueve torrencialmente o el piso está resbaladizo el piloto debe interpretar las variables del momento, desacelerar en algún punto preciso, salir lo más límpido posible de la curva y volver a buscar la máxima velocidad hacia el tramo que sigue. Siempre se trata de ganarle al tiempo. Hay que restar segundos. ¿Por qué? No sé, pero ese juego de tres normas es lo más delicioso que pude experimentar. La hoja de Rally es el guion que debemos leer y plasmar en la acción de forma casi siempre estrecha, con talento y sin perder la elegancia que produce el dominio.

12498865_875411755913444_957639098_nEsto es lo que puedo ver en el cine de Abrams y en esas espléndidas secuencias de acción. Virtud en pos del dominio y un amor animal por el vértigo. Concatenar planos a altas velocidades para tener controlado el vértigo del espectador y así manipularlo a su antojo. Su montaje modelo 2015 es claro, coherente y ordenado, así llega a resultados óptimos en Misión Imposible III como la carrera de Ethan por las calles de Shanghai para poder salvar a su esposa. Tomas largas en las que utiliza travellings laterales, grúas y planos fijos, fuera de foco, picado y contrapicados. J.J. dispone una sinfonía hardcore de recursos para imprimir en el pecho de su espectador la angustia y la desesperación de sus personajes. Pero donde todo es vértigo, llega el freno y puede bajar de cien a cero en un solo plano. Contar con un mínimo de herramientas algo predecible de manera ingeniosa: eso es lo que lo diferencia con la mayoría de los que hacen mega tanques mundiales. Trabaja y cree en el narrador omnisciente que dará moldura y aire a su cuento. Esos planos generales largos, casi estáticos, donde uno se pude impregnar con el aire del lugar, se trate de Roma, Vulcano, 1979 o alguna lejana galaxia. Su cadena de acción siempre tiene que ver con la continuidad narrativa.

Súper 8 es sinónimo de la nostalgia feliz, es la portadora sana de ese berretín de transmitir un aire de otro tiempo para la felicidad del espectador. Cine del presente y del pasado, la película parece transferir el punto de vista de cierta inocencia infantil de los 80, pero en esa misma y compleja operación Abrams nos devuelve durante ciento y pico de minutos el poder del asombro, como si tuviéramos doce años. La mirada de Joe, que ha perdido a su madre recientemente –hecho que inaugura la película en una secuencia magistral-, que lucha por llevar adelante la relación con su padre, que se enamora perdidamente –¿quién no?- de Elle Fanning y que desea filmar más que nada en el mundo se entremezcla con un juego de intrigas y conspiraciones de las que emerge un alienígena secuestrado por el ejército. El relato tiene un tono cándido, ingenuo y lleno de futuro, porque a esa edad el futuro es eterno y las pequeñas tragedias están teñidas de trascendencia. Abrams nos mantiene expectantes toda la película con un gran manejo de los tiempos y del suspenso. Nos protege todo el tiempo al filo de la intriga intensa. También es cine dentro del cine y muchas películas reviven a escondidas y nutren el espíritu del relato y funcionan como  soplos vivos dentro de la aventura de Joe y sus amigos.

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En Súper 8 es donde parece emerger ese núcleo romántico primario para concebir una historia que transita los años finales de los 70 y recupera todo el espíritu de una época. Sí, como dicen muchos es un homenaje a E.T., la ñoñada de Spielberg, pero también hay varios elementos que la emparentan con Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986) de forma explícita. Esa camaradería infantil plagada de idealismos obsoletos al día de hoy parece revivir en Súper 8. Por otro lado, el visitante alienígeno asesina personas de carne y hueso en su afán de sobrevivir y no tiene nada que ver con el Monguito de Steven.

George Romero y The Crazies (1973) también están vivos en casi todo el relato: es como un cover o una excelente reversión, con algunas variaciones; además de la saga de los muertos vivos, que se homenajea de forma ejemplar en los títulos finales. Hay algo de Matinée (1993), del gigantesco Joe Dante, extraordinaria celebración del  cine de William Castle, de Hawks y  El enigma de otro mundo (1951), y de todo el cine clase B de ciencia ficción de los cincuenta que EE.UU. exportó al mundo entero. Están, obviamente, Carpenter y Halloween en un poster de la habitación de Joe. Hasta Wells y su Guerra de los Mundos están en algún rincón de esta película y de la conformación de Abrams como realizador. El tipo es un entertainer, requisito excluyente en Hollywood, aunque hoy ese oficio escasea más que nunca en la meca. Viejos como Scorsese, Miller y alguno más logran divertir y dar una visión acabada de carácter en su universo; Tarantino, demente brillante, terrible con la pluma como con la cámara; James Gray, Paul Thomas Anderson y alguno más que seguro se pierde, pero nada más.

Tanto Abrams como su obra nunca intentan otra cosa que estar vivas, no apelan a una emoción nostálgica para ganar espectadores, y los guiños –en sus películas– se convierten en acción. Tal vez no ahonda mucho en sus personajes, no es contundente políticamente y, por ahora, está en el centro del mainstream, ese conglomerado industrial que parece ser una especie de demonio inquebrantable cada vez más berreta.

Y, claro, Abrams es mucho mejor que Joss Whedon, al que muchos designan como superior.

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