La traducción local del título de la última película de Stepháne Brizé delinea una abismal diferencia de sentido respecto del original. No es lo mismo partir hablando de El precio de un hombre o de La medida de un hombre, como se tituló en los Estados Unidos y en Alemania, que de La Loi du Marché (La ley del mercado), título respetado en Italia. El nombre de la película es el primer dato con el que el espectador cuenta, además del afiche en el que se ve a Lindon vestido de guardia de seguridad. Depositar la responsabilidad o, si se quiere, la carga heroica sobre el individuo está lejos de empezar estableciendo el sistema que lo tiene de rehén, si entendemos ley -palabra resaltada en color rojo- como manejo cruel del mercado. Thierry (Vincent Lindon) roza la heroicidad sin voluntad de hacerlo; no caben dudas de que es un tipo que preferiría laburar y vivir tranquilo antes que estar poniéndole el lomo a todo constantemente. Es ese sistema el que lo obliga a elegir entre ser sometido o desempleado.
La película comienza con Thierry en primer plano, dentro de lo que se adivina como la oficina de una consultora laboral, en medio de una discusión ya empezada y con cara de haber acumulado muchas ganas de mandar todo al carajo. Lo que plantea es que habiendo realizado con ellos un curso de capacitación para el manejo de grúas no puede conseguir trabajo porque nunca le avisaron que sin una experiencia laboral previa el título carece de validez. Fuera de campo, la voz de un empleado empieza a esbozar disculpas personales mezcladas con (in)justificaciones institucionales. Thierry insiste en la queja, aunque sepa que no servirá de nada porque, como le dice el empleado encorvado cual niño frente al reto de su padre, “ya está hecho”. La película arranca con una protesta inútil, con un “hablarle a la pared” que predispone al derrotismo. “¡No es la primera vez!” grita el protagonista antes de que la escena se corte por una placa negra sobre la que se imprime el título de la película.
Thierry es un hombre en sus cincuentas que lleva más de un año desempleado en la Francia actual, con un hijo discapacitado y una esposa que parece una impertérrita compañía. Pero esto, que en principio pinta un cuadro deprimente, termina no siéndolo. Brizé manipula la percepción del espectador mutando su lástima en admiración, su mayor temor en la mejor de las soluciones, la sensación de carga en puro amor; sin recurrir a maniobras formales evidentes ni alteraciones bruscas de la puesta mínima y naturalista sobre la que se despliega. La película a priori induce a sentir compasión por los personajes extendiendo situaciones incómodas o dolorosas, pero, mediante la lógica de una puesta espejada, luego profundiza sobre los escenarios presentados con el fin de evidenciar que la “lástima” es otra forma de la subestimación y que ésta facilita el atropello del neoliberalismo empresarial sobre los desfavorecidos (por edad o clase social) que ellos mismos crean. La “necesidad” es la mejor herramienta para el sometimiento.
La presencia del hijo discapacitado (Matthieu Schaller) es el elemento que magnifica la preocupación por el estado del protagonista. Sin embargo resultará ser un chico sumamente capacitado que está preparándose para encarar una carrera en Biología con dificultades lógicas devenidas de la presión que cualquier estudiante siente. Su esposa (Karine de Mirbeck) pasa de ser un personaje indefinido y desdibujado a convertirse en bastión de la pelea de Thierry, en una compañera comprensiva que valora el esfuerzo de tantos años que les ha permitido tener algo aunque ya no valga nada. Esto se evidencia en la escena de la infructuosa venta de la única propiedad del matrimonio, una situación a la que son prácticamente obligados a llegar y donde lo que se pone en juego trasciende lo económico ponderando una pelea de carácter simbólico.
Thierry consigue trabajo a través de una entrevista virtual, proceso de selección todavía más impersonal que lo habitual. Esta instancia será la primera de una serie de humillaciones que pondrán en tensión el paradigma marxista de “el trabajo dignifica”: del hombre activo y creador al prisionero del automatismo capitalista. La degradación no está dada en la distancia de la entrevista, sino en dos preguntas que el entrevistador (voz en off que emerge desde la computadora de Thierry) le hace: “¿Aceptaría un cargo inferior al que ocupaba en su empresa anterior?” y “¿Entiende que implica un salario inferior?”. Ya no importa el hombre capacitado, sino el que esté dispuesto a ceder su integridad con tal de sacar unos pesos que le permitan sobrevivir. El puesto que terminará obteniendo es el de guardia de seguridad en una cadena de supermercados, su tarea principal consistirá en espiar y delatar no sólo a compradores sino también a otros empleados de la cadena que atenten contra los intereses del lugar ya sea robándose productos, vales de comida o descuentos. Con métodos de instigación ilegales, éstos serán forzados a firmar declaraciones que los comprometen a no regresar o, peor aún, a renunciar y perder su trabajo.
El corolario claustrofóbico de estas víctimas sociales, estigmatizadas como delincuentes por quienes ni siquiera consideran la posibilidad de incluirlos, vuelve necesaria la decisión final del protagonista pese a las imaginables consecuencias. El cierre de la película, que podría entenderse como otro gesto derrotista ya que, como en la escena inicial, se inscribe la imposibilidad de cortar de raíz con el sistema, es, en realidad, una declaración de principios que subvierte esa idea. Sin la necesidad de convertirse en portavoz o militante de ninguna causa comunitaria, es suficiente la determinación de no ser engranaje de la perversa maquinaria de consumo para situarse del otro lado y sumar a la lucha, que es cruel y es mucha (si no infinita).
El precio de un hombre (La Loi du Marché, 2015) de Stéphane Brizé, c/Vincent Lindon, Karine de Mirbeck, Matthieu Schaller, 93’.
Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá:
Hola Nuria,
¿No te parece demasiado la decisión narrativa de que su hijo sea discapacitado? Sentí que, en definitiva, no suma mucho, y creo que cae en una manipulación un poco excesiva. No sólo es un hombre buscando trabajo desesperadamente, sino que también tiene familia, un hijo a quien cuidar y dar de comer, y, encima, el mismo es discapacitado… Siento que sólo está ahí para que el personaje principal sea «incluso más desdichado».Casos así, obviamente, existen. Es sólo que detalles como ese me hicieron distanciar del conflicto de la película. ¿Qué opinás?
Gracias y saludos!
Hola Nicolás: Primero, muchas gracias por tu lectura. Es muy interesante tu pregunta, porque durante el proceso de análisis de la película también me lo cuestioné y llegué a esta conclusión: en principio creo que Brizé juega con ese límite, pero, como expreso en el texto, me parece que luego subvierte esa carga dramática «extra» (que empeoraría la problemática del protagonista) al igualarlo en capacidad a los demás. Dos escenas que resumen esta idea son las de los bailes; primero los vemos en la clase y Lindon se ve torpe, la escena se extiende hasta el patetismo pudiéndonos hacer llegar a sentir lástima por él, pero después cuando con su mujer se ponen a bailar frente al hijo en el living de la casa, esa misma imagen, también extendida, ahora simboliza la superación y la importancia que tiene perseverar y estar unidos (y es muy significativo el hecho de que el padre ceda su lugar al hijo). Trazando este recorrido siento que la figura del hijo trasciende la manipulación emocional. De hecho no cae en golpes bajos innecesarios; un director con esas intenciones hubiera presentado alguna escena en que el chico padeciera algún tipo de accidente, recaída o cualquier situación que lo vulnere. Brizé tampoco utiliza música sensiblera ni planos morbosos a la hora de acercarnos a él, en absoluto lo diferencia del resto.
Espero que mi respuesta te sirva y me gustaría saber tu opinión al respecto.
Saludos!!
Pelìcula muy buena! Me gustarìa saber si el final es como lo interpretè: que el guardia de seguridad renuncia a su trabajo por temor a que vuelva a ocurrir otra muerte y por lo tanto sentir la culpa a flor de piel por la acciòn realizada por èl