Probablemente la verdadera medida de una película no esté en su ambición, ni en su perfección estética, ni en el éxito con el que se logra plasmar la visión original del proyecto. Tampoco en el éxito comercial o en el consenso de opiniones (circunstancias veleidosas y escurridizas). Cuando ya está todo dicho y hecho, cuando pasan los premios, los estrenos, las repercusiones, cuando las demás voces se acallan y todo lo que queda es la voz de la película, creo que lo que queda es algo simple, el verdadero centro de una obra que a veces puede quedar tapado por la hojarasca del cine pero que finalmente perdura: la medida en que una película supo ser justa y honesta con sus materiales. Ese es, después de todo, el verdadero encanto del cine, su nobleza elástica que le permite expandirse hasta abarcar la metafísica o cerrarse sobre cápsulas minúsculas de la vida, flotar sobre las orillas de un artificio burbujeante o doblarse en contorsiones historiográficas. A través de la mentira que es el cine, su corazón palpitante está en la honestidad. Escuela de sordos es (y creo que no podría darse un elogio más completo) una película que se curva amorosamente alrededor de su tema. En ese gesto encuentra su forma y su sentido.
Las circunstancias en las que se filmó Escuela de sordos podrían haber sido el contenido de un documental más estandarizado y menos atento a lo que tenía enfrente: una pequeña escuela de Belleville, Córdoba, no reconocida oficialmente, que trabaja incansablemente para ayudar a los sordos de la comunidad gracias al esfuerzo de sus maestras, mujeres que entregan mucho y cobran poco. Pero en lugar de mirar desde afuera, de intentar explicar o articular una vida o una circunstancia para los que no la conocen, Escuela de sordos decide dejarse atrapar, jugar el juego de meternos en las vidas de otros siguiendo sus reglas. Esa decisión es la que marca la puesta en escena y toda la película: planos fijos, que permiten ver la escena completa y el lenguaje de señas; sonido ambiente sin ningún tipo de música; fragmentos de situaciones, de cruces y encuentros que nos permiten comprender partes del trabajo y de la vida de estas personas, sin nunca intentar explicarlos, sin placas, sin una voz en off o testimonios a cámara.
La escena fundamental de Escuela de sordos, la que articula toda la película, es un diálogo que se da entre Alejandra Agüero, la maestra protagonista del documental, y Juan Druetta, un especialista en lenguaje de señas, que es sordomudo. Esta conversación, en la que se cruzan el diálogo íntimo con la reflexión en torno al lenguaje, los implantes que le permitirían oír a un niño que nace con discapacidad y la importancia de la comunicación, es una de las que nos permite entender de forma más cabal la vida y la experiencia de las personas que retrata. No solo porque los protagonistas hablan sobre su experiencia, como no oyentes y como maestros, y reflexionan en torno a ella (la vida, después de todo, no es solo experiencia cruda), sino porque logra capturar a través del medio cinematográfico una experiencia para el espectador que ningún otro medio podría captar y que resulta difícil describir: el de una conversación que se lleva a cabo sin la intervención de sonidos. Eso que parece una obviedad (los sordos hablan sin “hablar”) cobra todo su peso gracias a estos planos largos, a la precisión en la edición, al tiempo y el respeto con que asistimos a este momento en las vidas de otros.
Como si todos los aciertos que contiene Escuela de sordos no fueran suficientes para hacer de ella una pequeña gran película, esta experiencia fascinante (que probablemente solo pueda vivirse plenamente en una sala de cine) alcanza para justificarla.
Escuela de sordos (Argentina, 2013), de Ada Frontini, c/Alejandra Agüero, Juan Druetta, Joaquín Ferrari, Ivo Palacios, 72′. Documental.
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