A pesar de los alcances de las nuevas tecnologías, sigue existiendo cierta dificultad para abarcar todos los productos culturales, pero cuando el mensaje es claro y la estética perseverante, dos o tres obras bastan para hablar con locuacidad. En este caso, y a propósito del reciente estreno de El desconocido del lago (L’inconnu du lac, 2013), cabe un acercamiento a las películas de Guiraudie, quien a pesar de tener una filmografía que podría tildarse de escueta comparada con la de otros directores más copiosos, sus diez producciones como director, de los cuales sólo cinco son largos, bastan para clamar toda la comicidad de la angustia en una mirada que discurre por lugares fantásticamente palpables.
El deambular de escasos obreros por una fábrica en ruinas en Ese viejo sueño que se mueve (Ce vieux rêve qui bouge, 2001), pone de manifiesto las dificultades del mundo laboral en el que, dicho en boca de uno de los protagonistas, “la mitad son desempleados y la otra mitad trabaja cada vez más”. Un técnico llega a desmantelar una máquina para enviarla a otro lugar antes de que la fábrica cierre y mientras lo hace convive con los pocos hombres que quedan en sus puestos, quienes, sin más que hacer, conversan sobre sus vidas entre copa y copa. Ante esa presentación se corre el riesgo de caer en el facilismo de tildar al cine de este director como un cine de protesta ante la injusticia del mundo de los trabajadores, pero no se tarda en descubrir que, detrás de eso, la denuncia y la angustia corroen aún más profundamente. En principio, no se conoce otro universo que no sea el de la fábrica en decadencia, donde todo se acaba, se pudre, se muere para abandonar toda esperanza de resurrección porque ese encierro asfixiante detrás de paredes derruidas es inamovible. No se puede salir porque los fantasmas que las caminan carecen de la motivación necesaria para tal cosa (“¿Qué más necesito? No busco la gran vida”, dirá tranquilamente apenado uno de ellos). Existe la resignación ante ese universo que se muere y que arrastra a los personajes a contemplar su propia mortalidad.
El hombre reafirma y concluye su existencia al ponerle fin; preocupación mucho más corpórea en No hay descanso para los valientes (Pas de repos pour les braves, 2003), en el que los personajes se devanean entre la vida y la muerte, entre el sueño y la realidad, y en donde, siguiendo el adagio de Virginia Woolf, “vivir es soñar y despertar es morir”. Un muchacho cuenta a un extraño con el que comparte la mesa el sueño que tuvo la noche anterior, casi como si narrara un guión cinematográfico, presentando, uno tras otro, flashes de imágenes inconexas. “Tendrás derecho a soñar una vez más, pero será la última. Luego de eso se acabó todo. Y en ese loop de la eternidad uno entiende todo, es el hilo que une todo.” La incertidumbre golpea cuando ni los personajes ni los espectadores pueden discernir entre un plano y el otro. Porque el sueño es la esencia de la vida, el cine de Guiraudie reclama vitalidad a través de un montaje onírico que responde a una lógica propia de asociaciones desgreñadas que escapa a aquellos que se mantienen en la estructura especulativa de la vigilia. Efecto Droste, puesta en abismo, juego de muñecas rusas, narraciones dentro de narraciones. Laberintos narrativos que se corresponden con los laberintos hechos de pintorescas casitas y de árboles. Soñar es fundamental porque es la íntima expresión del deseo irrenunciable, sea consumado o no.
El deseo, en especial el sexual, es el elemento que toma mayor presencia en El rey de la evasión (Le roi de l’évasion, 2009), donde el protagonista, un hombre de 43 años homosexual, entra en una suerte de crisis de la mediana edad y comienza a replantearse su orientación sexual y la posibilidad de formar una familia con una chica de 16 años para sortear la soledad. Guiraudie expresa la libertad del deseo desligado de las demarcaciones pecaminosas. La peligrosidad de caer en las celdas de la tradición, a la espera de la última condena: el aburrimiento, donde no hay pecado – a diferencia del existencialismo cristiano kierkergaardiano – más que la resignación del deseo, y cuya condena no es otra más que el abatimiento. En un momento dado, la adolescente le pregunta a su compañero si no puede tener relaciones sexuales “normales”. ¿Qué es la normalidad? Todo lo que no sea represión, diría Freud. No se respeta edad ni género, no existe la culpa ni el reproche porque los personajes presentan un individualismo moral en el que el bien más alto es encontrar su propia esencia, y ésta no es otra que la saciedad del deseo y la aprehensión de lo soñado.
Lejos de resignar la propia avidez por las convenciones sociales, los personajes del director francés afrontan sus apetencias aunque muchas veces no triunfen en el intento por saciarlas (mayormente por desencantos amorosos que ponen a quienes los sufren en la encrucijada de debatirse entre el sexo sin amor y el amor sin sexo). En todo caso, la angustia y la duda no son motivos de desmoralización, sino que esa crisis implica su propia salvación: no consumar un deseo, no saciarlo, es perpetuarlo. Perder el deseo es perderlo todo, ya que sin él el cuerpo carece de fundamento como crisol y como medio de comunicación del mismo. Ante la incomunicación del individuo en una era en que se está solo aunque se esté acompañado, lo único que habla con elocuencia es el cuerpo; entendido ya no como la cárcel platónica sino como medio insoslayable para llegar a comunicarse con la interioridad del Otro por medio de la activación de los sentidos. Y el abrazo, en ese sentido, es fundamental para aprehender a quien ya se ha poseído a través de la mirada anhelante. La mirada se constituye recíprocamente como causa y consecuencia del deseo. Debido a que existe el deseo de mirar, se desarrollan los ojos, por lo que si este no está, los ojos desaparecen. Tal es la pujanza de la pulsión escópica y es por eso que Guiraudie no teme mostrar el cuerpo y la mirada que lo codicia sin reservas, en planos que no disimulan genitales ni felaciones. Pero la mirada no se limita a la lujuria, los personajes observan con extrañeza el mundo que los circunda sin contenerlos ni comprenderlos. No es raro ver sobreencuadres de un protagonista de espaldas a la cámara y mirando a través de una ventana un universo abismal que no se llega a descifrar como real o ensoñación, casi evocando a “El caminante sobre el mar de nubes”, de Caspar David Friedrich.
La tercera forma de relacionarse que presentan los personajes es a través de la bebida –alcohólica, generalmente- y la comida. El pan, el queso y el vino son conectores que reúnen a las personas con los demás, y también consigo mismas. “Es difícil beber con alguien a quien no tienes nada que decirle”, increpa un protagonista de No hay descanso para los valientes. El alcohol se presenta como hiato social pero también como forma de escape de la soledad y de la falta de dinero. Pasar el rato en el café es intentar matar el tiempo para no caer en el tedio (quizá con intenciones de objetar la imposibilidad de abandonarse al aburrimiento que plantea Heidegger), y es la tentativa de ocio que iguala a la clase proletaria con la vida burguesa, y también una manera de olvidar la propia mortalidad.
En cada reunión, los protagonistas abandonan la mesa, y se van, porque si bien lo social es la condición de existencia y los personajes buscan librarse de la soledad, estar en masa es desdibujar la individualidad. El hombre se deja ser como los otros son para hacerse valer en lo social, y así se pierde a sí mismo; consiguientemente el protagonista siempre se aleja y termina estando solo: de esa manera reafirma su individualidad, su esencia. Son eternos outsiders porque estar acompañados es sacrificar una parte de sí mismos; por eso en El rey de la evasión el protagonista termina la relación con la muchacha. A pesar de los reproches éticos implantados socioculturalmente por tratarse de una relación sexual con una menor de edad, ya había logrado ilusionar al espectador tentándolo con el “final feliz” hollywoodense. Claramente, Francia está lejísimos de California.
El cine de Guiraudie encara el Existencialismo (la angustia, el ser para la muerte, individualismo moral, el hombre solo en el mundo, sin Dios, sin metas y frente a la nada…), con melancólico pesar pero sin pesimismo. Por el contrario: es la oportunidad decadentista en términos literarios: que arremete contra la férrea y soporífera moral burguesa que embriaga con sueños la realidad cotidiana, que exalta el heroísmo del individuo ante la desdicha y su mirada desencantada del mundo, pero con la expiación que supone la no resignación y la búsqueda constante de la felicidad entendida como la satisfacción de los deseos vitales. Porque el cine no es lienzo para aquietar llantos, sino bandera para enaltecer pasiones en medio de esa tempestad que es el mundo.
Aquí puede leerse un texto de Luciano Alonso sobre El desconocido del lago y uno de Marcos Vieytes y Nuria Silva sobre la misma película.
Aquí puede leerse una entrevista a Alain Guiraudie publicada en Le Figaro y los apuntes de Luciano Alonso sobre la Master Class del director en el MALBA.
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