Mis primeros recuerdos de Jean-Louis Trintignant son anteriores incluso al momento en el que tuve claro que me gustaba el cine. La primera película que vi de él fue Confidencialmente tuya. Mezcla de policial y comedia erótica, el largometraje con el que François Trufautt dio las hurras a este mundo es una historia inclasificable en la que Jean-Louis se ve atrapado en las garras de la bestial Fanny Ardant. Yo no elegí ir al cine a verla y nunca más me encontré con ella. Tenía solo cuatro años y fui con mis viejos, que evidentemente estaban hartos de llevarme a ver reposiciones de clásicos de Disney. Lamentablemente en esa oportunidad ni mis padres ni yo pudimos terminar de ver la película: yo me largué a llorar en una escena en donde había un cuchillo que se alzaba amenazante, así que mis viejos me sacaron gentilmente del cine ante la reprobación del público que a los gritos clamaba por silencio.

Después, mucho tiempo después de ese día inaugural, entendí que el cine era una forma del trauma. Pienso en eso hoy, ante lo inevitable de la muerte de Trintignant quien forma parte de la triada que renovó y modernizó al cine francés desde fines de la década del 50 hasta las mismas postrimerías del siglo XX junto a dos gigantes de la cultura francesa como son Alain Delon y Jean Paul Belmondo. Si Delon es el monumento a la belleza y Belmondo la representación del carisma y la sexualidad, Trintignant encarna al hombre ordinario en sus múltiples facetas. A lo largo de su carrera, construyó un personaje hermético pero nunca impenetrable, que decía tanto con sus silencios como con sus palabras. Capaz de pasar de la candidez a la sordidez con un imperceptible movimiento de sus parpados, el recorrido de Trintignant es inagotable y va mucho más allá de los clásicos canonizados por la crítica que fueron refritados en las reseñas previsibles y acongojadas que despidieron a un actor que es parte de la historia grande del cine en el siglo XX.

Todos recordamos al tímido estudiante que sale de juerga junto a Gassman en Il sorpasso. Vista a mis 13 años la película de Risi fue un impacto. Al día de hoy es una de las grandes películas de la historia del cine italiano. Ese juego de opuestos entre el fiestero y el tímido que pone en relieve el descubrimiento del mundo es inolvidable. En esa película podemos descubrir el talento descomunal de Trintignant para modelar personajes desde una economía de recursos notable. Gassman es puro exceso y Trintignant actúa desde la contención que permite ver las olas del mar crecer. Inmediatamente me encontré con Arde París un sábado a la tarde de los años 90, década en la que los canales de aire pasaban películas de los 60 con las que uno podía merendar.Arde París, de ese director injustamente olvidado que es René Clément, narra la historia de la liberación de Francia en las vísperas de la caída de Hitler. Modelo de cine de espectáculo y entretenimiento, la película escrita por Gore Vidal y un jovencísimo Francis Ford Coppola mantiene al espectador atado a la pantalla en un estado de sobresalto permanente. El elenco es descomunal: brillan leyendas de la talla de Alain Delon, Jean Paul Belmondo, Kirk Douglas, Anthony Perkins e Ives Montand entre muchos otros.

Todavía en mi adolescencia alquilé de modo casi consecutivo dos de sus máximos clásicos. Un hombre y una mujer de Claude Lelouch y Mi noche con Maud de Eric Rohmer. El film de Lelouch ha perdurado con el paso del tiempo mucho mejor de lo que hubiéramos imaginado. Cuenta la historia de amor entre un corredor de carreras (el propio Trintignant) y una joven mujer (Anouk Aimée) con una hija pequeña, ambos viudos. El tono del film, lejos de las cumbres estéticas e ideológicas que por esa época proponía la novelle vague, puede pensarse más cercano al de los grandes films románticos de la década del 50 como Algo para recordar. Mi noche con Maud va en el camino opuesto: narra la historia de un ingeniero moralista que queda flechado por una mujer «adecuada» para sus ideales. Entretanto, Maud (Françoise Fabián) le ofrece una seducción casi irresistible. Una historia de amor platónica y efímera que forma parte de los Seis cuentos morales de Rohmer. Ambas películas, antagónicas desde lo estético, se encuentran unidas por la representación de una masculinidad frágil y melancólica que muestra Trintignant, un actor que nunca necesitó de estridencias para demostrar su presencia.

Luego me encontré con dos de las mejores películas que vi en mi juventud. Ya iba a la facultad y estudiaba historia del siglo XX cuando vi El conformista, obra mayor de Bernardo Bertolucci donde Trintignant interpreta a un fascista cobarde que termina entregando a un intelectual de izquierda. Obra cumbre de la filmografía del actor, el film de Bertolucci está basado en la novela homónima de Alberto Moravia y funciona como fotografía de la Italia fascista y de la conformación de una subjetividad determinada por el terror. El conformista es el retrato de una sociedad en la que prima la delación y el miedo. Marcello, el protagonista, no es otra cosa que un burgués cobarde que podría ser cualquiera. Trintignant construye un hombre sin atributos ni deseo que nos hiela la sangre de un modo abrumante. Inmediatamente vi Historia de un policía de Jaques Deray, un policial clásico en el que se enfrentan Delon, en el apogeo de su pericia para el género, y Trintignant, quien compone a un asesino a pura frialdad. El film de Deray es uno de los grandes policiales franceses de la década de los 70, quizás el mejor junto a Dos hombres contra la ciudad, también con Delon y esta vez en dupla con Jean Gabin. Si en El conformista Trintignant construye a un delator que comete crímenes escudado en la cobardía y el anonimato, acá avanza un casillero más y construye a un psicópata definitivo.

Trintignant es un actor multifacético que puede interpretar, pensar y representar tanto el bien como el mal. En sus incursiones en el cine político, tan típicas de fines de los 60 y comienzos de los 70, destacó particularmente en dos films. Por un lado, en la canónica Z de Costa Gavras, donde interpreta a un juez de instrucción encargado de investigar el asesinato de un diputado socialdemócrata interpretado con maestría por Ives Montand. Tres años después, se sumergió de nuevo en el thriller político con El atentado, notable film coral de Yves Boisset que narra el crimen del líder marroquí Mehdi Behn Barka, quien murió en París en 1965 en circunstancias nunca del todo aclaradas. Durante toda mi vida me crucé con películas de Trintignant, películas de culto en las que era dirigido por cineastas del calibre de Claude Chabrol, André Téchiné, Claude Berry, Sergio Corbucci o Krzysztof Kieślowski, divertimentos altamente disfrutables dirigido por Robert Enrico o Philippe Labro. En cada una de ellas independientemente de las cualidades del film Jean-Louis dejó su huella.

En los últimos años me encontré con dos perlas que no conocía de Trintignant, películas que vaya a saber porqué razón quedaron rebotando en mi cabeza. La primera fue la francesa Fiesta, de 1995 dirigida por Pierre Boutron, en la que interpreta a un militar en una historia ambientada en la guerra civil española; la segunda, Mira a los hombres caer, prácticamente desconocida en estas latitudes, en la que interpreta a un vagabundo que recorre las calles junto a Mathieu Kassovitz. Policial neo noir dirigido por Jacques Audiard que puede pensarse en serie con los temas e intereses de la sociología francesa de fin del siglo XX. Si hasta la mitad de ese siglo, las sociedades occidentales entraban en conflicto en relación a las desigualdades propias de los integrados al sistema, a partir de la segunda mitad los conflictos empezaron a vincularse con el ejército de marginales que no logran ser parte del mismo. El film de Audiard, sostenido en las dos actuaciones protagónicas, pone en cuestión este nuevo orden social de modo notable.

El último Trintignant que vi y que me impactó fue el de Amour. No es mi película favorita de Haneke pero la pareja protagónica que Trintignant construye junto a otra leyenda de la nouvelle vague como Emmanuelle Riva estremece en la gestación de esa decisión irrenunciable de no querer seguir viviendo. Filmada diez años antes de su muerte, Amour podría pensarse -quizás desde cierto lugar común- como un testamento actoral. Sin embargo Trintignant lejos estuvo a lo largo de su impresionante carrera de cualquier gesto de renuncia. Más bien todo lo contrario, a lo largo de toda su obra plasmó, en una serie de personajes diversos, la complejidad que representa vivir. Desde la timidez y la ternura que inspiró su aparición estelar en Y Dios creo a la mujer de Roger Vadim, allá en los lejanos 50, que replicó con variantes en Il sorpasso y Mi noche con Maud, pasando por el costado heroico que muestra en Z o El atentado, el registro de Trintignant también abarcó el costado siniestro de la condición humana, que desplegó en las crepusculares Fiesta y Miren a los hombres caer y que había llevado a su apogeo en El conformista: la encarnación de un mal social que se representa en un sujeto ordinario. Trintignant nos mostró en más de 50 años de carrera que nada de lo humano le resultaba ajeno.

Lo que queda claro es que, detrás de las múltiples máscaras que el actor utilizó, se encuentra siempre ese león de ojos tristes que esconde uno de los grandes rostros de la historia del cine. Su sutileza suprema en el arte de la actuación representa el triunfo del hombre normal que logra trascender desde el anonimato dejando una silenciosa e irrepetible huella. Quizás la sensación de tristeza profunda que deja su partida tiene que ver con la convicción incuestionable de que se murió alguien como cualquiera de nosotros, un amigo al que no conocimos pero al que siempre sentimos cerca.

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