Cuando uno ve a Keanu Reeves en pantalla, ve a Keanu Reeves. Es decir, los personajes que suele interpretar son –y no necesariamente por culpa del guión- tan llanos, inexpresivos, monocordes facialmente que sí, es Keanu Reeves y no mucho más. A menos que siempre interprete al mismo hemipléjico personaje. Quizás por eso, los hermanos Wachowski lo buscaron para que haga de Neo: esa especie de Mesías entre humano y cibernético que venía a salvar tanto a los hombres como a las máquinas y quizás por eso también, la dupla que hizo con Carrie-Anne Moss en esa película haya sido una de las más frígidas y aburridas de toda la historia del cine moderno.
En cambio, cuando uno ve a Kevin Costner en pantalla… Cuando uno ve por ejemplo esa grandiosa escena de Brian De Palma en Los intocables (1987) con De Niro (Al Capone) volviéndose loco en la corte después de ser sentenciado a prisión, tan italiano, tan exagerado, tan enérgico, pataleando y puteando para todos lados y a Costner (Eliot Ness) casi tímido, contenido, ganador, humilde, acercándose para repetirle en voz baja la frase que el mismo Capone había dicho y humillarlo mil veces más que si le hubiera soltado una andanada infinita de insultos, muestra que la procesión va por dentro. Los gestos son mínimos pero su mirada lo dice todo. El lenguaje corporal apenas muestra facciones, pero en la sonrisa sutil se devela una profunda pasión interna. La presencia dice más que la mueca sobreactuada. Cuando uno ve a Keanu Reeves, entonces, ve a un pésimo actor que no expresa nada. Cuando uno ve a Kevin Costner, ve a un gran actor que expresa, con muy poco, muchísimas cosas. Muchísima pasión.
Por eso fue el actor perfecto para El guardaespaldas (1992). Whitney Houston (Rachel) era la estrella, la bella, la histriónica, la que despertaba envidias y celos, la que cantaba como los dioses y, al parecer, actuaba igual de bien; era la millonaria, la madre soltera que se comía el mundo, la que se convertía en el centro del mundo. Costner (Frank) era el que estaba detrás, el que debía decir poco y hacer todo. El que debía poner el cuerpo si era necesario. El que debía poner la vida como finalmente lo hizo en esa entrega de Oscars. Frank amaba a esa mujer pero siempre se contenía, se debía contener; sin embargo, cuando tuvo que dar su vida por ella, lo hizo sin dudar. Se comió la bala sin chistar. Era su trabajo. En Frank no había exageración a lo Di Caprio en Titanic por salvar a Rose… Había, simplemente, pasión, sobriedad y, sobre todo, acción.
Costner es un actor de acción, de acciones en realidad. No es un actor de variada gesticulación ni de gran ampulosidad técnica. No es un virtuoso. No, no es Jack Nicholson ni Daniel Auteuil. Es un actor que actúa, que llena la escena con su presencia. Jamás hubiera servido, por ejemplo, para la escena del suicidio frustrado con el arma en la boca en Arma mortal 1 (1987). Sin embargo, fue perfecto en Robin Hood, príncipe de los ladrones (1991), y fue perfecto porque además de su propio papel, potenció el de los actores secundarios. En esa película, los actores secundarios eran lo más atractivo del film: desde la esposa del pequeño Juan hasta el maravilloso Alan Rickman haciendo ese inolvidable sheriff de Nottingham; desde el moro ginecólogo de Morgan Freeman hasta la aparición magistral de Sean Connery en la boda haciendo de Ricardo Corazón de León. Y lo fueron mayormente, gracias a Costner: el Robin Hood de Costner era discreto, inteligente, calmado y pasional. No se comía la escena. No sostenía la película con su presencia, sino que la potenciaba: era el personaje más importante, pero lo era en relación al resto que lo acompañaba (algo que falló notablemente en el último Robin Hood de Ridley Scott). No opacaba a nadie. Era un líder que trabajaba en equipo. Ese Robin Hood que interpretaba era un soldado que venía de la guerra y no quería pelear más, no al menos por causas religiosas, injustas o que defendieran intereses poderosos de terceros. Pero sí luchaba por sus propias causas, por su familia, por el amor de su vida. Y por ello de decir, pasó a actuar. Por ello decide subirse a esa catapulta. Una vez más, la acción le ganaba a la especulación y, en el cuerpo de Costner, esta dialéctica se hacía actuación. Presencia en la dinámica misma.
Tal vez por esta razón también, uno podría recurrir a aquello de “la procesión va por dentro” con su película Por amor al juego (1999). Allí, mientras un veteranísimo pitcher ex estrella de béisbol lastima su brazo por última vez lanzando en el último juego de la temporada y de su carrera, va recordando cada uno de los momentos más importantes de su vida. De su vida adulta, de sus amores, sus juegos, sus lesiones, todo lo que lo hizo ser lo que fue y que, en cierta forma, ya no era. Pero, en realidad, sí lo era, por eso estaba lanzando como nunca, por eso estaba haciendo el “juego perfecto”, como le dicen en el béisbol: ponchando a cada uno de los bateadores que tenía enfrente. El tipo tiraba y tiraba y, mientras lo hacía, repasaba internamente su vida. Repasaba sus aciertos, sus errores, sus pasiones. Nadie mejor que Costner para un papel así. Uno donde el espectador intuya lo que pasa dentro del personaje y se identifique con ello.
Sin embargo, también está el otro Costner: el que puede ser expresivo, el que generalmente expresa emociones sin recurrir a la sutileza o a la presencia, y lo hace con su carisma y su sentido de la comedia, aprovechando una característica biológica que tiene y que le da su porte tan especial: Kevin Costner hace casi 30 años que parece un tipo de 40. Siempre da para galán maduro o veterano del deporte porque siempre parece de 40. Ni de 30 ni de 50, si no de 40. Aprovechando esta genética es que encajó perfecto para dos comedias formidables: La bella y el campeón (1988) y Tin cup (1996). En la primera, juega al béisbol nuevamente y es un veterano catcher (la posición justamente “opuesta” a la que interpretó en Por amor al juego) que debió ser estrella pero terminó jugando en la segunda división y es contratado, justamente, para construir a una estrella más joven y en franco ascenso. Para formar a quien será lo que él no fue o no pudo ser. En la segunda, más o menos lo mismo: un talentoso y fracasado jugador de golf, que prefirió la juerga y los amigos antes que el profesionalismo, decide recuperar el tiempo perdido (¿madurar?) y se pone las pilas para ser profesional como debió haberlo hecho hace, por los menos, veinte años atrás. En ambas películas, el personaje de Costner es irresistible. En la primera, actuando como un padre gruñón. En la segunda, actuando como un adolescente eterno que tiene que sentar cabeza y hacerse un hombre de una buena vez. En ambos casos, Costner cambia presencia por carisma y el resultado funciona a la perfección: ambos, más que risas, despiertan una complicidad deliciosa. Todos quieren jugar en el equipo donde juegue ese catcher. Todos quieren ir de joda por EEUU con ese golfista, con su banda de amigos impresentables, para verlo meter la pelotita en el hoyo de tanto en tanto y ganar miles de dólares.
Pasión, presencia, acción, carisma, comedia, complicidad. Kevin Costner en escena es garantía de ese combo, todo junto o por partes. Por eso puede ser el sobrio, sereno y sabio padre de Clark Kent en Superman, el hombre de acero (2013) o el paternal, meticuloso, esquizoide y brillante asesino de Mr. Brooks (2007). Por eso puede ser un bizarro mutante semi pescado como en Waterworld (1995) o un rústico cowboy justiciero como en Wyatt Earp (1994).
Amor y pasión. Paternidad e inmadurez. Drama y comedia. Béisbol y cowboys. Los papeles, los tópicos, mejor dicho, que encarna Costner en sus personajes, suelen repetirse. Se nota que a él le gusta repetirlos, que realmente disfruta con ellos, metiéndose en ellos. Por eso, la procesión, que va por dentro, parece ser realmente legítima. Cuando hace de un beisbolista, se nota que le fascina hacer de uno. Y en ese goce auténtico, Costner juega quizás su carta más notable como actor: para bien o para mal, el público, nosotros, nos creemos sus personajes. No importa que sus películas oscilen de ser éxitos taquilleros (como Revancha, 1990) a bodrios que apenas duran dos semanas en cartel (El mensajero del futuro, 1997). Él las hace y las hace bien. Las películas pueden ser malas, pero sus personajes son creíbles y por eso aquel mutante semi pescado que casi lo dejó en la ruina, hoy constituye el personaje principal de una película post apocalíptica de culto a la cual el Noé (2014) de Darren Aronofsky le robó muchísimo (pero muchísimo) de su estética.
Por todas estas razones, y ya para terminar, sería interesante nombrar un detalle más en la carrera de este actor californiano. Nombrar la primera película que dirigió. Que dirigió y actuó: Danza con lobos (1990). Una película que fue furor en su época y que hoy apenas puede llegar a aparecer en algún que otro canal de TV por cable noventoso. Una película realmente extraordinaria y poco recordada. No al menos como debería serlo por más que ya casi tenga 25 años.
En uno de sus más formidables cuentos, El oso, el no menos formidable William Faulkner muestra que ese enorme, salvaje y riquísimo territorio llamado los Estados Unidos no pertenece ni a los indios, ni a los blancos, ni a los animales, ni a los mestizos, ni a los negros, ni a los inmigrantes, ni a los nativos, pertenece en realidad a todo aquel que sepa dominar -y de alguna manera domesticar– esa naturaleza extensa, demoníaca, salvaje e infinitamente rica que lo contiene con sus respectivas (y nocivas) consecuencias. Con el mismo espíritu, Costner encara su película que, lejos de ser indigenista y/o indianista –a pesar de algunos golpes bajos y que el personaje principal elija vivir como indio y no como blanco-, muestra dónde estuvo el Poder de una Nación (un Estado más bien) que en esos años decisivos, dominó ese extenso territorio para domesticarlo (habitantes incluidos) y dar pié sarmientinamente a la revolución industrial que los transformaría en el país más poderoso del mundo hasta nuestros días. Cómo esa antigua forma de vida que practicaban los indios debía ser eliminada para que la gran Nación industrial se poblara y emergiera, a pesar de la crueldad y el genocidio que eso significó. Algo bastante similar a lo que se conmemora en nuestros billetes de 100 pesos con la cara de Julio A. Roca de un lado, el puerto, el barco del inmigrante y el sol del progreso y, del otro lado, con un ejército genocida a caballo conquistando el desierto.
Estrella en ascenso en los 80. Super estrella en los 90. Estrella fugaz pero con intenso brillo en los 2000, Kevin Costner (junto a Michel Douglas y Jeff Bridges) representa posiblemente a una de las últimas generaciones de grandes figuras estelares de Hollywood. Figuras cuyos personajes son memorables y de ahí que sus películas terminen siéndolo también inclusive a pesar de las películas mismas (Waterworld, una vez más, como ejemplo de ello). Grandes figuras estelares con una presencia en escena que demuestra que la gesticulación virtuosa-teatral corresponde al ámbito de la sobreactuación y que, en el cine, siempre es más importante que la procesión vaya por dentro. Que esa procesión sea pasión pura y que salga sólo cuando se la requiere. Qué se baile con lobos alrededor de un fuego en medio de la nada y que el verdadero Superman sea el que se deja llevar por el tornado.
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Me encantó el artículo. Ameno, entretenido y brillantemete escrito.