*Un hombre puede morir dos veces. La primera es la muerte en sí misma, la desaparición física. La segunda es el olvido. Para quienes tuvieron cierta trascendencia pública en vida, la segunda puede ser la peor. El nombre y la obra desaparecen.: el mundo sigue como si no hubieran existido. Waldo de los Ríos murió físicamente en marzo de 1977. Suicidio. En su casa en España. El documental de Diego Fernán refleja las dudas que circularon en la prensa alrededor de la muerte, el sensacionalismo que hurgó en la intimidad para agregar morbo adicional al que ya traía. También se detiene en posibles causas que quedan señaladas como suposiciones –hasta rescata ese fragmento de una entrevista a Isabel Pisano en la que parece adjudicarle peso al destino leído por una vidente. La muerte física de Waldo es apenas una nota necesaria. Lo que al documental le interesa es la otra muerte, la que lo llevó al olvido y la negación. Traer de esa muerte a Waldo de los Ríos, no para revivirlo, sino para intentar conjurarla, para que las voces de los músicos sumen desde el recuerdo, pero sobre todo desde la valoración, para rescatarlo del abismo del olvido.

*Un hombre puede vivir también dos vidas (o más, pero en este caso convengamos en que sean dos). Dos vidas en el mismo cuerpo. En el mismo tiempo. La orquesta y el silencio se organiza casi continuamente a partir de esas dos vidas para resolver la aparente contradicción que brota de ellas. Fernán busca al Waldo innovador de la música folklórica argentina. Al discípulo alabado por Ginastera. Encuentra sus rastros en las grabaciones, en el testimonio de los músicos que lo acompañaron –en especial sus compañeros de Los Waldos- y de quienes fueron compañeros circunstanciales o que fueron influidos por su estela –de Quique Strega a Litto Nebbia, de José Luis Castiñeira de Dios a Marian Farías Gómez. Pero en cada paso en esa dirección no deja de aparecer el otro Waldo, el que se afinca en España a comienzos de los 60. El arreglador de productos del sello Hispavox. El que cambia el sonido de la música española. La tensión entre uno y otro es concreta, como si no pudiera despegarse nunca de esa contraparte. El innovador que generaba la culpa en el arreglador triunfante. Y este que no podía despegarse de la sombra del que fue –y que quizás era lo que se quería ser-. El olvidado en su país y el reconocido en España. El cuestionado y el triunfador.

*Pampa salvaje (1966), la película de Hugo Fregonese, pudo ser el punto de síntesis. La banda sonora de la película, hecha por Waldo, es en sus palabras, lo primero que lo enorgullece de su obra. Y también fue popular en su tiempo. Pero queda como un camino sin explorar, a pesar de bandas de sonido posteriores como la de Boquitas pintadas (1974) de Torre Nilsson. Y la película es también, el momento en el que conoce a Isabel Pisano. Y es curioso –o no, quién sabe- que un hombre tan apegado y dependiente de su madre, se enamore de una actriz a partir de una película en la que hace un papel de prostituta.

*El otro rasgo de esa doble vida empieza allí, tanto en el vínculo con su madre Martha como con su mujer Isabel. Waldo como director de orquesta, pero también como hombre maleable y dependiente de esas dos mujeres. Los entrevistados van revelando la forma en que esos vínculos influyeron en la vida de Waldo. La búsqueda constante de la aceptación de una madre que parecía querer reducirlo al rol de su acompañante (basta ver esa escena de un programa de la Televisión Española en que Waldo la presenta: aunque él es el famoso, Martha queda elevada desde su presentación). La distancia con Isabel como posible motivo de la crisis final. El Waldo de los Ríos exitoso se contrasta con ese otro que no parece haber salido de la niñez (y no solo por la relación con esas dos mujeres, sino por la obsesión por los juguetes y los chiches tecnológicos de la época).

*Los tiempos cambian. Nada dura para siempre. El planteo parece aludir a que el niño Waldo gastaba mucho del dinero que ganaba, obligando al señor De los Ríos a seguir aceptando encargos –alguno por allí afirma que los arreglos eran la razón de su vida artística. El niño Waldo envidiando a los que ganaban más dinero haciendo cosas peores y el señor De los Ríos que se sentía mal ganando lo que ganaba por hacer lo que hacía. Hay, entonces, un regreso a la Argentina. Triunfal. Dos Luna Park llenos a comienzos de los 70. Parece que Argentina va a empezar a reconocerlo, pero Waldo ya no volverá al país y esa base termina por esfumarse. Vuelve para seguir siendo el arreglador exitoso en España. Pero allí los tiempos también están cambiando y no todos quieren seguir sumergiéndose en las orquestaciones del señor De los Ríos. Entre esa tendencia al silencio y el deterioro de las relaciones personales se encamina a lo que todos llaman “una muerte anunciada”. Ya no importa. Porque el objetivo es sacar a Waldo de los Ríos de su segunda muerte a la que se lo condenó junto a su obra. No deja de ser poderosa esa imagen simbólica de sus partituras en una bolsa de consorcio. Remite al olvido, a cómo el pasado puede desintegrarse y ser reducido a la basura. Pero es también el punto de partida para un rescate. Como las manos de Castiñeira de Dios que rescataron esas partituras en su momento, ahora, la película de Fernán rescata la imagen del músico para que no se pierda.

La orquesta y el silencio (Argentina, 2024). Guion y dirección: Diego Fernán. Duración: 104 minutos.

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