1. Lo primero que resalta es que La odisea de los giles es una película que atrasa. No porque se sitúe en un tiempo histórico determinado, sino porque su modelo cinematográfico toma influencias del cine argentino de las décadas del 70 y del 80. No lo hace para recrear un camino estético que se condice con el período narrado, como hacía Rojo, sino para recuperar modelos narrativos del cine industrial popular. Su galería de personajes retoma un modelo de heroísmo colectivo que puede rastrearse en el cine de aventuras dirigido al público infanto-juvenil de los 70 (el recorrido implica los siguientes estadios: pérdida o robo de un bien colectivo; intento de recuperación; castigo a quienes lo usurparon). Pero, por otro lado, tiene la intención de narrar un período histórico a través de los personajes, estableciendo en paralelo a la historia de ficción, la real que se valida y se da por verdadera y cristalizada. La voz en off de Fermín (Ricardo Darín), que articula buena parte de la historia, no solo sirve para presentar a los personajes y su entorno, sino que también establece las líneas de ese relato histórico acompañado por la referencia de las imágenes televisivas de la época (recurso utilizado con frecuencia por el Subiela de los 80, pero con un uso sistemático en Despabilate amor). En ese aspecto, la película de Borensztein funciona con el esquema del cine argentino de los primeros años de la posdictadura, intentando dar cuenta de un momento histórico que funciona como telón de fondo y a la vez, como punto de partida de lo que se quiere contar.

2. Como relato de aventuras, lo que se privilegia es la acción, la consecución de sucesos que funcionan como articulación de la dinámica de la película, evitando la profusión de tiempos muertos. De allí que da la sensación de que (casi) siempre está pasando algo: los personajes avanzan en su objetivo a través de una realización compleja o surgen obstáculos que deben resolverse (como en la aceleración que producen las secuencias de síntesis a las que se recurre en un par de oportunidades). En ese armado, lo esencial es la configuración de bandos opuestos identificados mediante la simplificación de la división entre buenos y malos. Los “malos” – esencialmente, Manzi y Alvarado- son los que se quedan con el dinero de los otros y son la representación de la institución monetaria por excelencia (el banco) y de la legalidad (el abogado). Los héroes, esos “giles” que buscan recuperar lo perdido, pertenecen a otra clase de instituciones y podría decirse que en ellos aparece la portación de esa idea llamada como quizás preferiría su director, “la gente”.

3. La aventura, que parte de una situación real parece a la vez intentar despegarse de la realidad, acentuando los rasgos ficcionales, también fuerza un corrimiento hacia una intención de despolitizar el relato. Sin embargo, la construcción de ese grupo de héroes rechaza la despolitización. Borensztein –desconozco si Sacheri hace lo mismo en la novela original- construye a ese grupo desde una heterogeneidad forzada. Hay una pareja de comerciantes emprendedores y su hijo que debe dejar sus estudios, un mecánico peronista, un ex trabajador de Vialidad que es anarquista, un ex militar desquiciado, una empresaria y dos hermanos metalúrgicos desempleados. Un armado con una pretensión inocultable de representatividad social lo suficientemente compacta para que funcione como una especie de frente que se opone a los intereses de quienes se aprovecharon de ellos. O, lo que es lo mismo: platear que la unión de los “buenos”, representantes de la heterogeneidad social más allá de las diferencias personales, puede siempre sobreponerse a los “malos” que los atacan. La de Borensztein es una mirada social que no es ingenua, pero que le permite traficar otras ideas que ya estaban presentes en Koblic.

4. Hay de un par de rasgos en los “malos” que establecen esa mirada. El banquero Alvarado es, para la película, el depositario del poder, en tanto es quien posee la información. Para Borensztein, es el poderoso quien manipula la información para su conveniencia personal, ni siquiera para los intereses del sistema en el que se mueve. El abogado Manzi (Alfredo Parra), en cambio, representa el desprecio por la legalidad que debería defender: se apropia de los dólares de los otros (nadie lo dice, pero la maniobra es legal; lo que no es legal es el uso de la información privilegiada) y ante la inseguridad es capaz de amenazar de muerte a quien sospecha que lo ha traicionado. En ese movimiento, la película aplica un doble principio. El primero implica desfocalizar de manera intencional los hechos de 2001: al centrarse en el banquero y el abogado personaliza la representación de la crisis, despegándola de un esquema político y económico (y resulta curioso que el único personaje que plantea la responsabilidad política muera en un accidente) como si fueran los responsables absolutos de todo. En ese sentido, La odisea de los giles recrea el planteo de las películas “comprometidas” de Fernando Ayala de los finales de la dictadura, como El arreglo y Plata dulce, que limitaban el accionar delictivo o corrupto a los estratos intermedios de la sociedad –un capataz, un financista- como si el problema fueran las desviaciones personales y no la consecuencia de una política social y económica implantada desde un gobierno. El segundo, a reducir esa representación social heterogénea a un esquema binario que reproduce un enfrentamiento (una grieta) insalvable: dejando incólume el sistema, al que no cuestiona, propone de un lado a la gente y del otro a los que manejan el dinero y la información. Si para Borensztein la traición reside en el interior del mismo espacio de conviviencia –un abogado que guarda millones de dólares en una bóveda enterrada en un monte ya era poco probable en 2001 por los avances tecnológicos, pero le sirve para un guiño político bastante grosero-, aunque por la forma de hablar se intuye su origen extranjero –replicando el leitmotiv de, por ejemplo, las películas de Los Superagentes, en las cuales el enemigo era siempre alguien proveniente de otro país que pretendía apropiarse de las riquezas de la Argentina-, lo que resuelve el enfrentamiento como inevitable es la ausencia de autoridad. Ni intendente, ni políticos, ni policía, ni jueces: la gente, desamparada, en una sociedad caótica, es la que decide decir basta.

5. Pero allí no hay revolución posible, aunque Fontana (Luis Brandoni) agite de vez en cuando los discursos de Bakunin (y uno teme que la idea no es dotar de contenido, sino de citas y señalar las diferencias entre los discursos de la izquierda y la realidad de la gente) y a Rolo (Daniel Aráoz) se lo haga cantar la Marcha peronista. Borensztein recurre al mismo procedimiento que usaba en Koblic (donde, curiosamente y a pesar de estar ambientada en la dictadura militar, sí se veía a las autoridades del pueblo): la restitución del equilibrio previo al despojo está dada por la utilización de la justicia por mano propia. Imposibilitados de tener una defensa ante el atropello, deciden recuperar el dinero por su cuenta, luego de averiguar quién se lo llevó del banco. Para ello, los personajes principales, como ocurría en Koblic, asumen el lugar de héroes, pero para convertirse en lo mismo que combaten. Si en aquella película lo que se hacía era llevar a un piloto de la Marina que no quería participar de los “vuelos de la muerte” a replicar la misma metodología con quienes lo perseguían, aquí hace que ese grupo extravagante de “giles” se conviertan en ladrones del ladrón original. Y, también, detentatarios de ese poder que da la información (saber los movimientos de Manzi, el funcionamiento de la alarma, la existencia de la bóveda) y que asumen como forma de estafar al otro. De allí que el cine de Borensztein se contradiga con su habitual planteo sobre la institucionalidad: en sus películas eso –aunque esté ubicada en otro contexto histórico- no existe y lo que prima es el “sálvese quien pueda” que lleva a “la gente” a convertirse en el reverso de lo que propugna.

6. Si los tranquilos habitantes de Alsina (o mejor dicho, un grupo de ellos) se rebelan ante la injusticia, ante el extranjero legalista que se ha quedado con los dólares, lo hacen a costa del resto del pueblo, del cual se desinteresan. Es la coda del final la que revela el cinismo subyacente: allí se remarca que la cooperativa le dio trabajo a 56 personas y que el dinero de más que se llevaron de la bóveda fue destinado a donaciones. El énfasis parece arrastrar una culpa previa que la película expone. En primer lugar, porque al grupo no le interesa siquiera averiguar a qué otros habitantes del pueblo estafaron Alvarado y Manzi. Si la lógica es que solo una parte del dinero encontrado en la bóveda corresponde a lo que habían juntado para la cooperativa (un monto que por los números que se señalan representaba no más del 5% del total), disponer del resto, aún para donarlo, implica usar el dinero que era de otros, pares y además vecinos, para hacer lo que se quiere. En segundo lugar, el pueblo tampoco les interesa durante el trabajo de recuperación: cuando para recuperar el dinero deciden provocar un apagón, lo hacen atacando la usina transformadora, un bien público, al cual hacen explotar, dejando sin energía eléctrica al pueblo y su zona de influencia (y no es extraño que a la película no le interesa preocuparse por el tiempo que llevaría arreglar semejante desastre para toda la comunidad). La idea es que ese grupo de “héroes” –que a fin de cuentas solo defiende un interés privado y particular- no tienen ninguna limitación en su accionar, amparados en que el fin –recuperar el dinero- justifica los medios. No es un detalle menor que los personajes se aprovechan de “lo público” para lograr un objetivo privado, repitiendo el esquema por el cual un “gil” pasa a ser un “vivo”: hacen explotar la usina; para hacerlo utilizan dinamita “abandonada” de Fabricaciones Militares; la dinamita está escondida en los talleres abandonados de Vialidad –del cual, Fontana, que ya no trabaja allí, tiene la llave- del que también sacan una excavadora; intervienen la red pública de electricidad; se reúnen en los talleres del Ferrocarril. Para Borensztein y su película, eso es el Estado: aquello de lo que un privado puede apropiarse y utilizar en su beneficio.

7. Si La odisea de los giles se parece a ese cine popular de hace 40 años es también porque se contenta con trabajar sobre la predictibilidad de las acciones. En la escena en que Fermín y Lidia (Verónica Llinás) le plantean el proyecto de la cooperativa a Fontana, se manipula al espectador para llevarlo a adelantarse a lo que vendrá. La relación es directa y se plantea como una grosera obviedad: Fermín dice “No puede haber mejor momento” para encarar esa idea y enseguida en la pantalla se sobreimprime un cartel que dice “Agosto 2001”, unos pocos meses antes del Corralito y la pesificación asimétrica. Algo similar ocurre en la escena en la que Fermín va a hablar con Alvarado y éste le recomienda pasar los dólares que están en la caja de seguridad a una cuenta del banco. En ese recorrido y en lo que viene después –una especie de modelo clase zeta de un capítulo de Misión Imposible– lo que se construye es una narrativa plana que no asume ningún riesgo y que lleva al espectador sin ningún sobresalto a cada uno de los pasos prometidos por la historia de ficción, permitiéndole adelantarse a la previsible resolución por su propio conocimiento de la historia del país. No es ocioso señalar que hasta una telenovela de Pol-ka subestima menos al espectador.

8. Borensztein le agrega a ese combo algunos elementos más. El primero, un doble abuso: utilizar canciones reconocibles en la banda sonora (“Cheques” de Spinetta y Los Socios del Desierto; “Los desfachatados” de Babasónicos; “El burrito” de Divididos) forzando su inclusión porque una o dos líneas de la letra pueden calzar en el momento narrativo; y de la referencia metafórica, tanto en la idea de que la gente deja de lado las diferencias personales para enfrentar al que lo perjudicó (que remite algo débilmente a la idea de “pueblo”) como cuando se compara poco sutilmente a Fermín con el país (dice en off que después de ese verano encontró “un país destrozado”, mientras lo vemos a él con las secuelas físicas del accidente de auto). El segundo, la mirada despreciativa de clase que se dispensa al interior del grupo hacia los hermanos Gómez: si las diferentes escenas en las que aparecen remarcan su aparente limitación de miras –la inversión en los chanchos, la oferta de celulares, la idea de poner un videoclub-, las actitudes y comentarios hacia ellos de parte de Fontana (más apropiadas para un radical como Brandoni que para el personaje anarquista que encarna) tienden, de nuevo, al subrayado despreciativo. Algo que nadie se molesta en revertir ni siquiera cuando esos celulares que ningún otro tiene, se constituyen en esenciales para el plan. El tercero, la tergiversación histórica que viene de la mano de eludir las responsabilidades institucionales. Lo que omite la película es que el monto depositado por Fermín, en la realidad no se perdía, ni era robado, sino que era transformado en pesos y posteriormente se reintegraban multiplicados por el índice CER. Para cuando se pone en marcha el plan –un año después del corralito-, resulta erróneo señalar que el grupo no tenía dinero y que lo que debían recuperar eran los casi 160 mil dólares que tenían originalmente. Ese dinero, transformado en pesos eran unos 250 mil, que al valor del dólar en ese momento equivalía a U$S 70 mil. Es también allí que los “giles” no son tales, sino unos “vivos” que se quedaron con más dinero que el que les correspondía.

9. La astucia de este tipo de películas que apuntan a ciertos espacios del pensamiento de una sociedad en una coyuntura (hay cierto oportunismo en esta película en relación al momento económico que se vive desde hace unos años, como en otra sintonía ofrecía también una película como Relatos salvajes) es la del disfraz. Vender gato por liebre, como se dice en pueblos como Alsina. Plantear como héroes a un polimorfo grupo de “emprendedores” que esconden detrás de una empresa beneficiosa el aprovechamiento y la estafa de sus pares, no es una cortedad de miras, sino una concepción de un modelo de sociedad. Estado ausente, autoridad inexistente, iniciativa privada potenciada, beneficencia como derrame del dinero de los que más tienen: cualquier parecido con la realidad no es coincidencia, en tanto es allí donde La odisea de los giles se afirma como una película que debajo de la aventura solo se interesa por sostener su ideología como visión cristalizada e incuestionable de la sociedad que ansía.

Calificación: 4/10

La odisea de los giles (Argentina/España, 2019). Dirección: Sebastián Borensztein. Guion: Sebastián Borensztein, Eduardo Sacheri. Fotografía: Rodrigo Pulpeiro. Montaje: Alejandro Carrillo Penovi. Elenco: Ricardo Darín, Luis Brandoni, Verónica Llinás, Rita Cortese, Chino Darín, Daniel Aráoz. Duración: 116 minutos.

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