“Quién es el monstruo” canturrea Minato (Soya Kurokawa) cuando su madre lo encuentra en el túnel abandonado en medio de la noche. Lo mismo canta Yori (Hinata Hiiragi), cuando el maestro Hori (Eita Nagayama) lo encuentra encerrado en uno de los baños de la escuela. Las dos escenas no tienen una relación aparente -no hay contiguidad ni continuidad entre ellas-, algo que establezca un lazo que permita comprender sus referencias. Esa desconexión establece la singularidad de la frase pero que se reconecta con la idea central que desarrolla la película. Hay un nivel de monstruosidad latente que atraviesa una serie de hechos: el incendio de un edificio, el maltrato a Minato en la escuela, su intento de tirarse del auto en movimiento, las reuniones institucionales que pretenden encauzar el enojo de Saori, la madre de Minato (Sakura Ando). En ese camino, el realismo de lo monstruoso se intersecta con lo fantástico, con la inyección de lo ficticio en ese mundo real con pretensión de verosimilitud. Porque el otro elemento que se repite en el relato es la combinación de lo humano con lo animal. El humano al que le trasplantaron el cerebro de un cerdo resume lo monstruoso como formulación de un terror que excede lo cotidiano y por tanto, se potencia desde la perspectiva de lo desconocido. La frase circula, se replica, se dice de un personaje a otro (se vuelve verosímil cuando parte de una relación vertical de poder: padre/hijo, maestro/alumno), lo asumen los dos niños como una enfermedad (impuesta sobre uno de ellos para justificar la ausencia de la madre; asumida en el otro por los sentimientos confusos que le genera su compañero). Lo interesante es que la película propone al espectador una duplicidad de opciones. Por un lado, pensar lo monstruoso como la fantasía inculcada, represiva, sobre el cuerpo de los hijos. Por el otro, las manifestaciones de lo monstruoso (pensar, por ejemplo, en las amenazas que recibe el profesor Hori o la forma en que la madre de Minato se refiere a la directora de la escuela) que se solapan en las acciones de los personajes.

Parte de esa concepción reside en la mirada de Kore-eda sobre las instituciones. La familiar, siempre centro de sus historias, aquí aparece como señal de algo que en la fragilidad de los vínculos, sugiere un espacio deshecho. Lo que en Hori parece manifestarse como imposibilidad -del antecedente de su madre soltera a la relación inestable con la chica del bar- en los demás personajes se ve como resquebrajamiento de la unidad. De la muerte del padre de Minato -y el altar privado en el cual se intenta reponer esa ausencia en el monólogo del chico y en el festejo del cumpleaños – que plantea a la madre esa promesa de cuidarlo hasta que se case -aunque no puede evitar que se escape de sus manos- a la del nieto de la directora de la escuela, las familias son unidades atravesadas por una fisura que parece irreparable. Donde ese carácter se manifiesta de manera más contundente es en Yori, el compañero de Minato. La primera vez que lo vemos en su casa (el contraste con el espacio visual de la casa de Minato es tan evidente como la síntesis que ambos parecen lograr en el vagón abandonado) la percepción es que el niño vive solo, que es él quien maneja ese espacio sin necesidad de otras presencias. La recuperación de la historia familiar que incluye una madre que se fue del hogar, un padre que señala al hijo como responsable para transferir su carga de violencia, señala el quiebre total, aunque se lo subsume bajo una mascarada, como se refiere en la escena de la visita de Minato: no hay responsabilidad ni culpa y a cambio de los otros  núcleos sumidos en la angustia y la tristeza, aquí hay una ilusión, una ficción que se resuelve en el desplazamiento (a otra ciudad, al cuidado por otra persona).

Es interesante la forma en que Kore-eda pone en relación esas reacciones familiares con los mecanismos que utiliza la escuela. En las reuniones con la madre de Minato aparece de manera evidente el recurso a la articulación del formalismo. La disculpa reverenciada y ejecutada de manera uniforme construye una escena que entra en contacto con la repetición de la respuesta oficial a las preguntas de la madre. Esa retórica empleada desde lo institucional se vacía de contenido porque no se empeña en investigar ni en dar respuesta sino que se limita a su propia formalidad, que ni siquiera la creciente alteración que provoca en la madre logra atenuar. El cambio de perspectiva revelará con posterioridad aquello que se intuye: que la escena es una construcción cuidada del espacio y las palabras; que lo único que importa es sostener la institución (una velada deshumanización que le señala la madre y que culmina cuando la directora le dice a Hori: “Vas a defender nuestra escuela”). Y que, aunque se lo pretenda disimular, las fisuras institucionales existen y comienzan a aparecer bajo la forma de rumores que circulan entre sus miembros.

La película se inicia con un incendio -y cada punto de vista retoma desde ese comienzo-; el del bar en el piso de un edificio. La reacción de los personajes ante el hecho es similar: observan, desde una posición distante la evolución de las llamas, la lucha de los bomberos por apagarlo. Kore-eda coloca en la trama un whodunit relacionado con el hecho, que funciona como un elemento más que puede ligarse con lo monstruoso (la circulación de un mechero). Pero el incendio está puesto allí como contraste. Como elemento provocado artificialmente, se trate de un accidente o no, se opone con la amenaza de tifón que se desarrolla al final de la historia. Lo artificial invita a mirar, a contemplarlo como un espectáculo ajeno, siempre circunscripto a un espacio limitado y a la afectación de un puñado de personas. La acción de la naturaleza en cambio, aparece como amenaza sobre un colectivo: las acciones se repliegan sobre los espacios cerrados y se trata de interceptar su visualización (los cartones en las ventanas no solo sirven para prevenir la rotura de vidrios sino para que no se pueda ver hacia afuera), quedando lo sonoro pero reducido como potencialidad del temor que puede generarse. Incluso allí, los personajes rompen con esa estructura: el dolor, la culpa y la angustia individual impulsan a salir y arriesgarse, a no negar la dimensión posible del daño (el derrumbe de la montaña, el vagón abandonado de costado y cubierto de barro, lo que sigue cayendo mientras llegan Hori y la madre de Minato). A ver lo que (les) está pasando allá afuera.

Más allá de esos elementos, La inocencia se revela como un trabajo cuya centralidad se encuentra en el cuestionamiento de lo que se percibe como real. Siempre hay algo que queda oculto (un texto en clave, los cartones en los vidrios, los lugares secretos, el barro en la ventanilla, las barreras institucionales ocultan), que no se deja ver. Kore-eda construye un relato que va asumiendo puntos de vista diferentes pero cuyo objetivo no es completar: su decisión no es un artificio destinado a desarmar el rompecabezas para volver a armarlo, sino trabajar la noción del punto de vista para desde allí, cuestionar la percepción sobre el relato. El resultado de esos cruces es la ausencia de certezas, la alimentación de la duda, poniendo en cuestión el encadenamiento de las situaciones a la que tiene acceso cada personaje. Todo relato entonces, se vuelve parcial. No se trata solamente de una subjetividad puesta en juego sino el producto de un recorte inevitable. Ninguno de los personajes puede reconstruirlo en su totalidad y es allí donde se cuestiona la noción del relato establecido. La sustancia de La inocencia está allí en la puesta en escena envolvente que reproduce una y otra vez esos días en la vida de los personajes en los que la verdad se vuelve elusiva y la verosimilitud del relato se subsume a la ficción y sus cualidades como motor real de la película.

Kaibutsuaka (Japón, 2023). Dirección: Hirokazu Kore-eda. Guion: Yuji Sakamoto. Fotografía: Ryûto Kondô. Edición: Hirokazu Kore-eda. Elenco: Soya Kurokawa, Hiiragi Hinata, Sakura Ando, Eita, Mitsuki Takahata, Akihiro Kakuta. Duración: 126 minutos.

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