Materia oscura y sólida, impenetrable a la razón, la Shoah, el extermino industrializado de judíos y otras minorías practicado por los nazis durante la segunda guerra mundial, nunca se termina. Jamás será totalmente parte de la Historia. En 2001 Odisea del espacio del infatuado Stanley Kubrick, un monolito acerado y brillante se alzaba frente a los humanos para empujar cada etapa de su evolución como especie; un agente externo y bienintencionado era el responsable de nuestra inteligencia y progreso. El Holocausto es el reverso metafórico del blando optimismo kubrickiano; un monolito negro enfrentado a la humanidad que devora toda esperanza de bien y evolución. El mal inevitable que nos espera a la vuelta de la Historia. Hubo y habrá otros genocidios, ninguno será capaz de igualar la vertiginosa y perversa atracción maligna de la Shoah, esa macabra perfección plástica, esa inagotable capacidad de puesta en escena del mal que renueva su horrorosa atracción cada vez que el arte o el testimonio la evocan.
El hijo de Saúl es una síntesis y otro escalón en ese tortuoso camino. Desde el primer encuadre se abre al espanto y al dolor con una intensidad que deriva de las elecciones de puesta que toma Nemes. La cara de Saúl emerge inexpresiva de un marco de oscuridad destacándose contra un fondo fuera de foco y una banda de sonido desbordada de voces que gritan órdenes, golpes, castigos, ayes de dolor, llantos, todo mezclado u ocupando el primer plano sonoro simultánea o sucesivamente, casi permanentemente disociado de la imagen. Luego sabremos que Saúl Auslender es un sonderkommando, un judío prisionero de un campo de concentración destinado por los nazis a la logística más miserable: acompañar a los condenados a los hornos, ocuparse de su ropa y pertenencias, limpiar los restos y trasladar los cadáveres luego del gaseo. Este privilegio les permitirá sobrevivir un tiempo, luego también serán asesinados y reemplazados por otros. La cámara en mano siguiendo el trabajo de Saúl, cerrándose sobre su cara pétrea, se instala desde el principio en el centro del horror: la antesala del horno. El trabajo de los sonderkommando es rápido y eficaz, en pocos minutos todo queda limpio y desinfectado, listo para recibir otro cargamento. El peso del relato está cargado casi exclusivamente en ellos y su trabajo, los nazis ocupan casi siempre un segundo plano de brutalidad omnímoda. Los sonderkommando replican en escala las conductas de los nazis; no hay idealización, ni sentimentalismo ni sentimiento alguno. Solo se trata de sobrevivir, un día, unas horas, como sea, golpeando, insultando, sirviendo al verdugo; la fuerza que empuja a estos hombres es el egoísmo, el grado más bajo del instinto vital.
Saúl es parte de ese sistema hasta que descubre entre las víctimas a un niño que sobrevive agonizante a la salida del horno. Su inmediata muerte (ayudada por un médico nazi) es un giro narrativo que demora en manifestar su sentido; Saúl ha creído reconocer en el niño muerto a un hijo suyo. Sin que su expresión cambie un milímetro ni se altere el tono o el ritmo del relato –siempre alto, insoportablemente intenso, sin un momento de respiro- emprende un camino inverso al de sus ¿compañeros?, que preparan una rebelión para huir del campo y de su muerte ya programada. A Saúl solo le interesa encontrar un rabino para que rece el kaddish, la oración fúnebre judía, y luego enterrar al niño según la tradición. Obsesivo, indiferente a todo, su conducta resulta una doble traición, al conjunto de prisioneros al actuar como komanndo, y a estos mismos al desligarse de la rebelión. Una fuerza centrífuga impulsada por un grupo de canallas por necesidad que buscan la libertad y la vida, se opone a una fuerza centrípeta que quiere recrear los ritos del duelo judío, sumergirse en ellos como en un horno fúnebre, alimentar la muerte. Locura en un infierno loco, empeño sin sentido en un universo –el campo- que no lo tiene.
Esa locura tiene sin embargo otro nombre y una tradición milenaria que El hijo de Saúl recrea sin mentarla: Antígona, la que arrastra el cadáver insepulto de su hermano por la llanura de Tebas. Antígona es más que una obra de arte clásica, es una categoría universal, un primario reclamo de justicia que se encarna una y otra vez a lo largo de los siglos, tanto en cientos de recreaciones artísticas como lo es esta mezquina y grandiosa obsesión de Saúl, como en gestas de la Historia: el heroico giro de las Madres de la Plaza es el mismo y milenario cuento de dolor, coraje, dignidad y justicia que Sófocles contó, para siempre, desde la llanura helena hasta la ciudad bonaerense.
Honrar a los muertos es para Saúl tan legítimo como escapar hacia la vida. Sus idas y vueltas seguidas por una cámara cruel de tan objetiva, su vigilia de ojos abiertos balbuceando «¿rabino?» frente a cada pobre víctima que camina hacia su muerte, lo asemejan a otro mito judío: el Golem, un robot de carne y hueso errante en la judería (el campo es una inmensa judería de muertos vivos); siempre en dirección contraria al conjunto, siempre con los ojos inquisidores y la cara sin expresión.
Que Saúl fracase en su objetivo es una impresión errónea. En la fuga involuntaria, luego de apurar el kaddish y perder el cadáver, ya en la cabaña, en medio del bosque junto al resto de los kommandos prófugos, el niño reaparecerá, revivido, auspiciando la sonrisa, la única en toda la película. ¿El mismo niño? ¿Otro llevado al bosque por el azar? ¿Su hijo? ¿Existió alguna vez un hijo de Saúl? Ya no importa, su presencia revela el oculto objetivo (aún para él mismo) de la obsesión fúnebre de Saúl: honrar la muerte, exaltarla y respetarla allí en donde está numerada como un producto industrial, allí en donde todos –carceleros y cautivos- están muertos sin saberlo, es un acto de justicia y humanidad como el de Antígona, capaz de recrear la vida, de salvar a Saúl y a todos los que van a morir con él.
El hijo de Saúl (Saul fia, Hungría, 2015), de László Nemes, c/Géza Röhrig, Levente Molnár, Urs Rechn, Todd Charmont, 107′.
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