
El punto de partida y la razón de ser del documental es 1987. En ese año confluyen el cercano asesinato de la abuela de Fito en Rosario, un disco oscurísimo parido a partir de ese hecho (Ciudad de pobres corazones) y la invitación de Pablo Milanés para tocar en Cuba. Una alquimia extraña propiciada por una canción previa (“Yo vengo a ofrecer mi corazón”, que a esa altura adquiría un significado diferente), un cruce en un recital y el comienzo de la relación entre uno de los representantes de la Nueva Trova Cubana (“Nuestro Buda cubano” como lo define Páez en un momento de La Habana de Fito) y la estrella en ascenso del rock argentino.
Ese cruce es el que Páez rescata como fundamental en su vida. En el primer tramo de la entrevista aparece un desdoblamiento que apuntala esa idea. De un lado, está el Fito que no conocía casi nada de Cuba, salvo lo que provenía de ocasionales lecturas de juventud; en el reverso, el que absorbe a Cuba desde su llegada y la recuerda como un constante “bienvenido a la vida” que le prodigaban los cubanos. De un lado, el Páez “roto” por dentro y por fuera, por la tragedia familiar y el manoseo periodístico (que expone de manera cruda en su libro de memorias); del otro, el que consigna que “aquí en Cuba me salvaron la vida”. Es esta admisión la que construye un vínculo que Páez fomentó a lo largo de los años y que es lo que sostiene la particularidad del documental. No se trata, como parece sugerir el título, de una visión de la capital cubana a partir de Páez -algo que, en todo caso, queda reservado para el tramo final, cuando la imagen se vuelve una subjetiva de su mirada sobre la ciudad-. Más correcto sería pensarlo como el vínculo que traza con la isla a partir de ese momento de salvación personal.
Si hay algo que recupera el documental de Juan Pin Villar es la vitalidad de la que se nutren ambas partes y que, para los argentinos, permanecía como un elemento algo difuso. Ese recital inicial en el Festival de Varadero es planteado, tanto por Páez como por el resto de los entrevistados, como un punto de quiebre: un shock cuya medida e influencia solo podría advertirse con el paso del tiempo, pero que podía ir vislumbrándose en los cambios que promovió en la nueva generación de músicos cubanos. Hay algo que las distintas voces recalcan de ese primer encuentro. Se trata de una irrupción inesperada de una figura que habla el mismo idioma pero enmarcado en una sonoridad que provenía de otro lugar (de allí tanto el desajuste que percibe Milanés en un principio como la noción de hito para los jóvenes que ven en Páez una ruptura de “la teatralidad de la Nueva Trova”, como señala Wendy Guerra). Páez se constituye, antes que en una avanzada rockera sobre la isla, en aquel que abre una puerta hacia lo desconocido: el recital y su transmisión televisiva ponen en el centro, como lo sugiere Roberto Robaina, la relación conflictiva entre las instancias gubernamentales y la juventud del momento a partir de lo artístico.
Páez entonces, como el revulsivo. También como el hombre que se aferra a la tabla de salvación que le ofrece la isla, su gente, la sensualidad, el humor, el calor (y aunque no se lo menciona, para el espectador aparece seguramente el efecto que provocó también en Maradona). Un juego que el documental explora con sutileza: empezar a conocer gente y música cubana y después incorporarla a su música. Las idas y vueltas de Páez se desdibujan en el documental: las imágenes reflejan tantas visitas públicas y privadas que se tiene la sensación que nunca se hubiera ido de allí. Como si fuera un cubano más que comparte los escenarios con El Tosco, Santiago Feliú, Pablo Milanés o Los Van Van.
Lo que queda son los gestos. Los que recibe Fito de la sociedad, que ve en su música eso que los expresa sin ser cubano, esa universalidad que se desprende de lo argentino (ver las relecturas que los cubanos hacen sobre “Ciudad de pobres corazones” o “Gente sin swing”) y que, como aquí, se resiste a abandonar a quien lo representa aunque su cenit haya sido hace 20 o 30 años. Los de la complicidad arriba o debajo de un escenario (el abrazo con Feliu, las risas compartidas con Milanés o la confianza con el director en la entrevista). Y los que Páez devuelve como un espejo necesario y que lo vuelven a constituir en hito multiplicador: ya no solo primer artista de rock en español en la isla, sino también el primero en tocar en la Plaza de la Revolución. Devolver en ese recital a quienes carecían de todo en ese período especial, algo de lo que había ganado, compartiéndolo con quienes lo salvaron.
La Habana de Fito es un documental que solo puede hacerse desde Cuba. Solo allí se puede comprender el significado y la importancia del músico en la vida de la isla (como ocurre con otras idolatrías cubanas hacia artistas argentinos, de Niní Marshall a Alberto Olmedo). Porque desde allí se revela lo que aquí se puede percibir apenas como un eco. El lugar que Páez se ganó a lo largo de los años y que el documental refrenda poniendo en escena imágenes de esos conciertos desparramados a lo largo de las décadas -que, entre paréntesis, son el gran hallazgo visual del documental- que aquí eran prácticamente desconocidos y de los que apenas había algunas fotos y menciones de publicaciones especializadas. Y en ese gesto, de nuevo, le rinde su amor a un artista que lo transmite en cada palabra, en cada recuerdo, en cada amistad hecha música.
La habana de Fito (Cuba, 2023). Guion y dirección: Juan Pin Vilar. Fotografía: Raúl Prado. Edición: Marian Quintana. Duración: 62 minutos.
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