Gustavo (Jorge Marrale) no ve. No es un hombre ciego, pero hay en él una incapacidad notable para ver lo que no está en su mira, como ocurre en la escena inicial de la caza. En el camino de regreso, su hijo Facundo (Matías Mayer) establece un rasgo más de lo que implica la visón de su padre: “Es cierto, sos médico y para vos el cielo solo puede ser celeste y las nubles blancas”. El artista que interpela la visión plana, estructurada del profesional.
Pequeños indicios van derrumbando la capacidad de visión real de Gustavo. Algunos de esos elementos son situaciones puramente físicas. La ciclista a la que casi atropella en la calle. El camión al que logra esquivar cuando sus ojos se entrecierran en la ruta. Otros son más inquietantes porque se despegan de la visión puramente ocular para entrar en otro territorio: negarse a ver. Una primera señal está en la escena banal en la que intenta recomponer uno de los instrumentos de trabajo de Cristina (Mercedes Morán), su esposa. Ella, que además es oftalmóloga, puede ver: le advierte, casi como una premonición que terminará de romper lo que quiere arreglar.
El centro narrativo de la historia se despliega a partir de esa idea de lo que se ve físicamente y lo que no se quiere ver. Cuando Gustavo regresa a su casa, una noche, percibe un sonido inconfundible: el jadeo de una voz masculina que proviene del cuarto de su hijo. La presencia de la compañera de Facundo dormida en el sillón del living genera la inquietud. Pero Gustavo duda. Sube la escalera mientras sigue escuchando los jadeos. Pero en un punto deja de avanzar: se niega a comprobar lo que ya sabe, hasta que la imagen va hacia él bajo la forma del compañero de estudios de su hijo, saliendo semidesnudo del cuarto.
La noche siguiente a la de ese descubrimiento –que nuevamente Cristina, aunque no lo diga explícitamente, sí había podido ver-, Gustavo recae en su imposibilidad. Sale a dar una vuelta después de cenar. Al regresar, y aunque lo vemos girar su cabeza para mirar, no puede ver a los dos encapuchados que lo encañonan para entrar en su casa.
La ceguera de Gustavo, sin embargo, tiene esos destellos que le permiten ver en momentos de tensión. Advierte –a partir de un par de gestos, de alguna palabra- que los ladrones son padre e hijo. Ve también los ojos del chico, el único rasgo que deja al descubierto la capucha. Y es que Maracaibo juega continuamente con la idea del mirar como el punto alrededor del cual gira todo el relato. Cuando Gustavo va a la comisaría porque el asesino de su hijo ha confesado, le dice únicamente “Mirame”, para comprobar que se trata de él. Al volver a la casa, Gustavo le cuenta a Cristina lo que vio en Ricky (Nicolás Francella): lo define como “una mirada sin alma”. Cristina le recrimina luego que la noche previa al robo no miró a Facundo durante la cena, planteándole que “si no hubieras huido para no ver, Facundo estaría vivo”. Para remarcar esa situación, la cámara se vuelve subjetiva de la mirada de Gustavo en varios momentos. Cuando persigue a un hombre al salir del penal creyendo que es el padre de Ricky, golpeándolo al alcanzarlo, para descubrir que sus ojos lo han engañado y que no es el hombre que busca. Cuando, después de la muerte de Facundo, en medio de una operación no ve el lugar donde debe cortar con su bisturí y termina cortando su propio dedo. Y cuando va a buscar al padre de Ricky a su departamento, y ve venir una sombra difusa por el pasillo ante lo cual prepara el revolver que ha llevado.
En esa puesta centrada casi exclusivamente en un solo sentido corporal, se desprecia una línea paralela que es mucho más interesante: el tacto, el contacto de los cuerpos. Véase que las tres situaciones sexuales del relato están fuera de nuestra visión. En la primera, queda sumida en una elipsis que nos hace pasar sin transición de la salida del hospital donde trabajan Cristina y Gustavo al momento previo a marcharse del hotel al que han ido. En la segunda, la escena mencionada más arriba, la relación sexual está marcada únicamente desde lo sonoro. En la tercera, lo sexual está específicamente fuera de campo: la cámara se concentra en los rostros de Cristina y Gustavo, vestidos, de pie en la cocina de la casa, dejando totalmente de lado cualquier tipo de contacto corporal.
Tras la muerte de Facundo, la puesta parece encontrar cierto rumbo en el progresivo distanciamiento de los cuerpos. Los planos que comparten Cristina y Gustavo los muestran cada vez más distantes corporalmente (en la escena del día posterior ambos están sentados junto a la mesa de la cocina; en la última previa a la separación, Cristina es casi una sombra desdibujada al fondo del cuadro) hasta la escena de la presentación del corto animado de Facundo en la facultad, donde no pueden compartir el mismo plano y donde el cuerpo de Cristina en un momento se desmaterializa a la mirada de Gustavo.
Y ese planteo encuentra su punto de mayor intensidad en las dos escenas en las que el contacto de los cuerpos hace eclosión. Cuando Facundo cae al piso, herido de bala, sus padres se abalanzan sobre su cuerpo, tratando de aferrarlo a esa vida que se le está yendo de a poco, mientras la angustia creciente de ambos deja intuir la inutilidad de ese esfuerzo físico final. La otra escena es la que ocurre en el auto de Gustavo, cuando el padre de Ricky (Luis Machín) se sube, y lo que empieza como diálogo, termina en una sucesión de puñetazos que se propinan uno al otro. Los cuerpos dejan de ser en ambas instancias pura mirada, para ser cuerpos en acción.
Tal vez sea esa escena cercana al final, en la que Gustavo llega a dar por fin con la contraseña que le permite ingresar a la computadora –al mundo- de su hijo, sintetiza esa contraposición de los sentidos que la película no termina de resolver: lo primero que encuentra, lo primero que ve de ese mundo oculto es una foto en la que padre e hijo están juntos y abrazados.
El problema de la película de Rocca no es tanto la elección narrativa distanciada, ni la composición de colores que invariablemente va fluctuando de los ocres a los azules, ni la elección contraclimática de la columna musical. En todo caso, lo que la perjudica hasta cierta obviedad es la decisión del subrayado sobre la idea de la mirada como centro de ese mundo narrativo. Tal vez si se hubiera dejado llevar por esas intuiciones alrededor de los cuerpos como totalidad que aparecen por momentos, el resultado pudo haber sido mucho más interesante que el conseguido.
Maracaibo (Argentina, 2017), de Miguel Ángel Rocca, c/Jorge Marrale, Mercedes Morán, Nicolás Francella, Luis Machín, Matías Mayer, 95′.
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