En el comienzo de La chica nueva, Jimena (Mora Arenillas) despierta en el local donde ha pasado la noche. El ruido de la persiana la alerta y alcanza a esconderse entre los objetos, para tratar de escapar en cuanto pueda. El dueño del local la descubre y forcejea con ella. De sus palabras queda claro que Jimena trabajó en esa peluquería, que la echaron y que no debería haber pasado la noche allí. La escena siguiente permite intuir los motivos, cuando la vemos vender en otras peluquerías lo que robó del que fue su trabajo. Más adelante sabremos que no tiene dónde vivir “desde que pasó lo de mamá”, como le dice a su hermano Mariano (Rafael Federman). La escena inicial se replicará en el tramo final, de manera más compleja. Jimena se esconde ahora con su hermano, el escenario ha cambiado -de una peluquería en un bario de Buenos Aires al depósito de una empresa de ensamblaje tecnológico en Río Grande- y el aire está viciado por los gases lacrimógenos que ha arrojado Gendarmería. Lo que diferencia a una escena de otra es que en la segunda no hay intención original de escapar, sino un forzamiento para terminar con la toma de la empresa por parte de los trabajadores. El cruce de las dos escenas repone la posibilidad de establecer entre ellas un hilo conductor: el capitalismo ejercido por los dueños de los recursos, tengan una cara visible -el dueño de la peluquería- o no -la empresa de la que nunca se ve a ningún responsable-, es excluyente y exclusivo, en tanto los trabajadores son expulsados primero del sistema y después del espacio físico en que éste se desarrolla.
En principio, el viaje de Jimena a Tierra del Fuego se ve como una búsqueda de refugio, el único posible que le queda. Su hermano Mariano vive en Río Grande desde que los padres de ambos se separaron. Sin embargo, el desplazamiento se revela doble. Por un lado, se estructura como una forma de reconocimiento. Hay una sola observación desde afuera hacia ella y su hermano, realizada por Denis (Luciano Cazaux) y es suficientemente despectiva y superficial (“los dos tienen la misma cara de rata”). Superando esa descripción básica y el reconocimiento de los lazos de sangre, hay en la película una disposición de elementos que tienden a resaltar lo que los une. La atracción que ejerce en ambos Martina (Jimena Anganuzzi) señala esa comunidad que llega a su punto de tensión en la escena del bar en la que Mariano rompe el diálogo cómplice entre las mujeres. Pero, sobre todo, lo que une a los hermanos es una matriz similar de enfrentamiento a la situación de subsistencia. La escena del supermercado en la que Mariano descubre que su hermana ha robado una planchita para el pelo pareciera imponer un distanciamiento entre las acciones de ambos. Sin embargo, la mención que hace Mariano es sugestiva (”Estás loca, ¿cómo vas a robar acá donde todos me conocen?”), en tanto parece poner el acento más que en la acción realizada, en el lugar donde se comete, que puede afectar su respetabilidad, antes que el conflicto ético que implica robar. El desarrollo de la historia acerca las acciones de los personajes. Cuando Mariano dice que su trabajo es “traer cosas que me piden” no está siendo elusivo en su descripción algo vaga, sino manifestando la imposibilidad de definir su trabajo sin hacer explícito su carácter marginal e ilegal (que la escena con Denis revela en toda su magnitud, tanto por el lugar elegido para el encuentro como en el hecho de que el intercambio de las cajas y el dinero se produce desde el interior de los autos). El procedimiento de Mariano, en definitiva, no es tan diferente del que usaba Jimena. Si el viaje a Chile para comprar celulares para revender puede ser una actividad legal, se volverá algo ilusorio cuando se observen sus estrategias para evitar la aduana (esconderlos en el tubo del gas) o para satisfacer el pedido urgente de su cliente (sacar celulares de la fábrica catalogándolos como defectuosos y robar el token que le permita activarlos).
Por otro lado, el recorrido de los personajes parece seguir una línea inversa. Mariano, que puede verse como un emprendedor independiente, irá volviéndose cada vez más obsesionado con ese trabajo paralelo de supuesto importador -y que termina ligado al contrabando- y Jimena pasará del robo como método de subsistencia a la necesidad de un trabajo estable. Un pasaje entre lo legal y lo ilegal en donde el punto de cruce de los hermanos es esa escena con Denis, único instante en el que parece coincidir la visión de ambos. Ese proceso de intercambio de posiciones supone, por otra parte, un posicionamiento ante la realidad que los circunda. Si los movimientos de Mariano lo llevan de la perspectiva colectiva hacia una acentuación de la individualidad -lo que se manifiesta en la escena de la asamblea, cuando su interés por convertirse en importador se sobrepone a su trabajo en la empresa de ensamblaje-, en Jimena el proceso es inverso y su primera manifestación aparece en la misma escena mencionada. Jimena participa de la asamblea y vota por la moción del paro. El resultado es el desencuentro entre las visiones de los hermanos, que se resuelve en el planteo que hace Mariano cuando le retacea derechos por su tiempo de pertenencia a la fábrica (“No hace un mes que trabajás y ya votás en una asamblea”) y por la ironía con la que se refiere a actitudes que considera impropias de su hermana (“¿Qué te hacés, la peronista?¿Te hacés la compañera?”). La tensión que implica la visión contrapuesta se mantiene hasta el final, cuando se produce la toma y Mariano solo está preocupado por robar de la empresa los televisores y celulares que impedirán que Denis vuelva a amenazarlo y golpearlo. La resolución vuelve a unir a los hermanos en el desalojo de la fábrica. En ese punto, la salida individual fracasa -Denis es detenido por la Gendarmería en la puerta trasera del depósito, como se intuye por las voces de los gendarmes en fuera de campo- y lo único que le queda a Mariano es sumarse al canto colectivo de los trabajadores de la empresa ya desalojados.
El valor adicional de La chica nueva no es solamente mostrar las divergencias entre las posibles salidas ante un conflicto, sino contar una historia situada en el mundo del trabajo, un tema que no suele aparecer en el centro del cine argentino con asiduidad (recientemente pueden rastrearse esas huellas en películas como Tomando estado o Planta permanente, aunque ambas refieren al trabajo bajo la órbita del Estado). La perspectiva colectiva que asume el relato a través de Jimena permite explorar tanto las condiciones laborales como las relaciones horizontales y verticales que se generan en el entorno laboral. Lo cual implica una lectura sobre los moldes del capitalismo, que la película dispone en primer plano -la referencia a las paritarias que no se resolvieron, la decisión empresarial de producir más por el mismo salario por la cercanía del Mundial- como en segundo plano -el control permanente sobre la producción, la ausencia de responsables de la empresa-. De allí deviene un modelo en el que el capital ordena desde su propia invisibilización y en el que la delegación de funciones hace que la organización laboral ya no descanse siquiera en jefes de planta, sino en secciones en las que no solo se fragmenta la estructura de la empresa, sino la laboral. Por otro lado, las relaciones horizontales son las que restablecen los elementos de humanidad que se intentan borrar con el capital y que terminan constituyendo la única base de resistencia. Si en el tiempo de trabajo la segmentación impide el diálogo y devuelve a cada trabajador al lugar del operario como engranaje que repite procedimientos y acciones, la salida de ese espacio implica una relación que busca su equilibrio entre las tensiones laborales (es interesante, aunque por momentos aparezca demasiado declamado y forzado, el cruce de visiones individuales respecto del paro y la toma y que confluyen en la resolución colectiva) y el espacio de convergencia extra-laboral (el partido de fútbol, el campamento de las chicas). Esos elementos terminarán confluyendo en el conflicto inevitable: el paro, los despidos, la toma de la fábrica son episodios en los que se cruzan el capital deshumanizado y los trabajadores que buscan sostener sus derechos colectivos.
La resolución de ese conflicto muestra otra arista interesante y habitualmente no bien resuelta en las ficciones sobre el mundo laboral. La irrupción de la Gendarmería arrojando gases para retomar la posesión de la fábrica instala la relación evidente entre los medios del capital y los de la represión estatal articulados en la defensa de la propiedad privada como motor esencial. Implica también que la represión como método se sobreimpone a cualquier instancia de diálogo, señalando que en este modelo capitalista no hay con quién dialogar (el capital no tiene rostro ni cuerpo), que no hay interlocutor posible. En el otro lado, los trabajadores solo pueden enarbolar lo que tienen, que es justamente lo que el otro niega: el cuerpo -gaseado, golpeado, reprimido- como fuerza de trabajo y la voz, esa que sigue sosteniendo la unidad de los trabajadores como desafío -y única posibilidad- frente al individualismo capitalista.
La chica nueva (Argentina, 2021). Dirección: Micaela Gonzalo. Guion: Micaela Gonzalo, Lucía Tebaldi
Fotografía: Federico Lastra. Montaje: Valeria Racioppi. Música: Fernando Bergami. Sonido: Nahuel Palenque. Elenco: Mora Arenillas, Rafael Federman, Jimena Anganuzzi, Luciano Cazaux, Laila Maltz, Marta Salinas, Juliana Simones, Stella Maris Maidana, Mariela Gutierrez. Duración: 78 minutos.
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