La narrativa de Jeffrey Eugenides, nacido en la ciudad de Detroit en 1960, combina el peso de su ascendencia griega -sobre todo en la referencia a recursos de la tragedia como la figura del coro- y su formación académica en la Universidad de Brown, presidida por su admiración por la figura de John Hawkes, escritor clave del posmodernismo y la vanguardia de la segunda mitad del siglo XX. Dos de las grandes influencias que ha mencionado son James Joyce y William Faulkner, piezas claves del modernismo literario y del ejercicio de la subjetividad en la escritura. En el caso de Faulkner, es importante no solo la evocación de esa técnica de escritura florida, de oraciones prolongadas y filtradas por el punto de vista de un observador, sino la relación con el lugar de nacimiento. Lo que para Faulkner era el peso del entorno sureño, su historia y sus maldiciones, en el caso de Eugenides se ancla en la ciudad de Detroit y sus alrededores , territorios de una progresiva decadencia y muerte irreversible. El estado de Michigan, donde está ambientada Las vírgenes suicidas, concentra en su geografía una muerte lenta y anunciada, una podredumbre que se propaga como un virus, similar a la decadencia de esa ciudad, antes símbolo del progreso (Detroit fue el emblema de la industria automotriz) y luego de la agonía del sueño americano. «Creo que la mayoría de los hitos de la historia de Estados Unidos se evidencian en Detroit, desde el triunfo del automóvil y la línea de ensamblaje hasta la plaga del racismo, por no mencionar la música, Motown, el MC5, el house, el techno», declaraba el escritor en una entrevista hace algunos años. En Detroit también sucedieron los disturbios de 1967, enfrentamientos sangrientos entre la población negra y la policía de la ciudad. «Siempre me sentí perseguido por las tragedias y el irreversible declive de Detroit».
Si bien Eugenides logró el premio Pulitzer con Middlesex (2002), fue su primera novela la que lo hizo conocido y le brindó la fama. El uso de un narrador-testigo anónimo (uno de los adolescentes de los suburbios de Grosse Point en Michigan) permite que la mirada sobre los acontecimientos se vaya construyendo a partir de voces dispares, indirectas, de recuerdos vagos, de suposiciones y algo de fantasía. La historia del suicidio de las hermanas Lisbon se convierte así tanto en una realidad como en una fábula, cargada de la fatalidad de la anunciación que tienen las primeras páginas, las que dejan en claro que la muerte es el único horizonte. La narrativa circular y fragmentaria permite dar cuenta de las dos historias: la de las chicas sumergidas en ese clima asfixiante de encierro y podredumbre, y la de los chicos fascinados por el ese olor malsano que desprende la tragedia inevitable. La tensión especular que Eugenides consigue entre las protagonistas y sus observadores es la clave del impacto que produjo su obra en toda una generación, y que marcó una notable influencia a futuro sobre el retrato de la adolescencia.
En 1999, Sofia Coppola decide adaptar a la pantalla la novela y escribe ella misma el guion. Es su opera prima y ella tiene menos de 30 años. Desde ese debut su cine se tiñó de un estilo deudor del cine europeo antes que de la fuerte narrativa americana, proclive al seguimiento de personajes y a la creación de atmósferas, antes que al desarrollo de grandes acciones. La elección de la novela de Eugenides fue la puerta de entrada para convertirse en directora: «Realmente no sabía que quería ser directora hasta que leí Las vírgenes suicidas y vi tan claramente cómo tenía que hacerse», dijo en una entrevista. «De inmediato vi que la historia era sobre lo que la distancia, el tiempo y la memoria te hacen, y sobre el extraordinario poder de lo insondable». Uno de los dilemas de la trasposición era cómo transformar el extenso detallismo de las descripciones de Eugenides en un universo visual, etéreo pero tangible al mismo tiempo, dando expresión concreta a aquello que nacía de la memoria, que se desplegaba como un sueño o una fantasía de un grupo de adultos sobre aquello que había marcado su adolescencia.
Coppola decide sostener el punto de vista en el uso de una estratégica voz en off que marca los cambios de escena, que resulta tan subjetiva y fascinada como la del libro, y que nos introduce en los sucesos de ese tiempo mediado por la inestabilidad de las conjeturas y las observaciones indirectas. Los dos elementos claves de la puesta en escena son: la intervención de la imagen a partir de una coloración amarillenta, impregnada de una luz que nace de la evocación y no de la realidad, que asegura el artificio del recuerdo por sobre la objetividad de lo sucedido; y el uso de la música, que se convierte en un recurso clave para la creación del ensueño. Hacia el final, la escena en la que los chicos se comunican con las hermanas Lisbon y se intercambian melodías deja en claro que las adolescentes representan una imagen atesorada en su memoria, una presencia etérea y fascinante que marca para siempre sus vidas. «Nunca vi a las hermanas de Lisbon o sus actos como reales y no creo que estuvieran destinadas a serlo. Las Lisbons son el producto de la memoria, estas hermosas criaturas míticas de la imaginación que son más hermosas de lo que la realidad puede ser, por lo que, por supuesto, no están destinadas a durar».
La novela de Eugenides tiene ese aire de carta de amor embriagada, de diario íntimo de una obsesión, de colección secreta y clandestina de los fetiches que pertenecen a alguien ya lejano y siempre prohibido. Para respetar esa esencia, Coppola depura la escritura de Eugenides de sus recodos literarios y deja su esqueleto: esa emoción asfixiante que despierta lo misterioso, lo indescifrable. Las vírgenes suicidas cuenta la historia de cinco chicas, de entre 13 y 17 años, que se suicidan sin razón aparente. Cecilia (Hanna Hall), Lux (Kirsten Dunst), Mary (AJ Cook), Bonnie (Chelse Swain) y Therese Lisbon (Leslie Hayman) viven bajo la égida de una madre estricta y religiosa, que considera que el hogar es el lugar de la salvación y el cuidado, que ve en la inminencia de la sexualidad el peligro y la caída (puntos de contacto con la novela Carrie de Stephen King , ambientada a mediados de los 70). Coppola retrata en ese encierro y progresivo deterioro de las hermanas Lisbon dos ideas centrales: la violencia que supone el rito de pasaje de la adolescencia y la negación de ser parte de ese mundo de adultos. En la película, los rituales asociados con instituciones establecidas como la iglesia y la profesión médica fracasan debido a la naturaleza vacía e inefectiva de sus acciones (el test que le realiza el médico a Cecilia, la quema de los libros de Lux). Las ceremonias típicas de la «escuela secundaria» estadounidense (el baile de bienvenida, la primera fiesta, el primer beso y la pérdida de la virginidad) se convierten en el preludio del desastre. Parte de la fascinación del narrador y sus amigos por las chicas Lisbon tiene que ver con que ellas parecen haber hecho el pasaje a la vida adulta («ellas entendieron la vida e incluso la muerte […] pero no pudimos comprenderlas en absoluto») y eso les otorga cierta sabiduría. Al adorarlas, buscan una iniciación que se frustra con el suicidio colectivo y que los deja anclados en ese pasado.
Coppola decide situar la enfermedad de los árboles como un elemento omnipresente. Desde la escena inicial se ve a los taladores colgar los carteles y, mucho antes de la escena en la que las hermanas impiden la muerte definitiva del olmo de su casa, ese aire de muerte progresiva se imprime en el ambiente. La enfermedad indefinida que está borrando todos los olmos perfectamente alineados a lo largo de la calle es un síntoma del fracaso del sueño americano de la posguerra. Por ello, el uso de la casa es decisivo: esas paredes convertidas en cárcel son las que albergan el desenlace fatal. Coppola despoja a su película de exteriores concretos: el baile custodiado por el padre, el colegio donde todos se conocen, la casa de las chicas, el tejado donde Lux recibe a sus amantes, son todos territorios internos, nacidos del imaginario del confort y la seguridad doméstica. Contra lo que atenta también la directora es contra la narrativa clásica, que no solamente tiene que ver con la estructura fragmentaria de la película (deudora de la construcción de la novela) sino con la puesta en escena onírica y fuertemente escópica. Las chicas parecen salidas de una fantasía masculina inspirada por la revista Playboy, con sus cabelleras rubias y sus uniformes escolares, con el ralenti y los sobreimpresos que utiliza para presentarlas, con la pasividad aparente que define esa predisposición a ser miradas. Frente a ese gesto que pone en escena una mirada que intenta ser ordenadora y aportar sentido, la película se despliega progresivamente hacia una ensoñación que carece de explicaciones, de últimas razones, de comportamientos descifrables. Ese esfuerzo de entendimiento que ejerce el narrador en la novela es sistemáticamente frustrado en la película al poner más énfasis en las escenas que nacen de la fantasía (el viaje final en auto, los guiños de Lux a cámara) que en todo aquello que pueda nacer de la realidad de un documento (la cobertura en la prensa de los suicidios se revela falsa y ridícula) o de los testimonios (el de la madre sobre su amor y protección).
El éxito de Las vírgenes suicidas no solo lanzó la carrera de Sofia Coppola, sino que marcó una trayectoria en la que su mirada adquirió cierta distinción sobre los objetos en los que se posaba. Aquí, preservar el misterio de las Lisbon sin quitarles presencia y realidad, implica filmar el poder de los sueños, la capacidad de la memoria de hacer visible lo invisible, la grandeza del cine de capturar en sus imágenes aquello que solo podía atesorarse en la imaginación.
Las vírgenes suicidas (The Virgin Suicides, Estados Unidos, 1999). Dirección: Sofía Coppola. Guion: Sofía Coppola, Jeffrey Eugenides. Fotografía: Edward Lachman. Montaje: Melissa Kent, James Lyons. Elenco: Kristen Dunst, James Woods, Kathleen Turner, Josh Harnet, Michael Paré, Scott Glenn, Danny DeVito, A. J. Cook, Hannah Hall, Leslie Hayman, Chelse Swain. Duración: 97 minutos.
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