Segunda película de Tomu Uchida que veo, ambas en el plazo de una misma semana. Hishakaku y Kiratsune, una de yakuzas, me sorprendió por el desvío global del policial hacia el melodrama, y por un momento en el que dos prostitutas toman sake tranquilas y solas, tras lo cual una le recomienda a la otra que no se decida por ninguno de los dos mafiosos entre quienes se debate, y decide llevársela de allí, haciéndole faltar a la cita con uno, corriendo a la película del encadenamiento casi fatalista de causas y efectos trágicos. Este instante resulta ser un remanso de sentido común y libertad dentro de un género signado por el destino sacrificial y el culto masculino de la muerte. Una lanza ensangrentada en el Monte Fuji (Chiyari Fuji) parece confirmar que esa impresión no fue errónea. Ahora son dos las películas de acción en las que Uchida socava los presupuestos morales de las mismas, sin por ello dejar de cumplir con las convenciones usuales, como las de un estallido final de violencia, que a esa altura ya se ha despojado de su sentido simbólico apologético para transformarse en juego formal. Chiyari Fuji pudo haber sido la historia de un samurai, pero es la de un lancero, uno de esos tipos que cargan la lanza de su señor y marchan siempre mirándole la espalda. Un sirviente, o un postergado del protagonismo público, como era el caso de los dos actores de la representación de ‘El mercader de Venecia’ en Ser o no ser, de Lubitsch, a quienes el director de la compañía los relegaba por su vena cómica, pero el propio Lubitsch, en tanto director de la película, transformó en piezas claves del final y en héroes que salvan la vida del grupo. Aquí el lancero no salva a nadie, aunque en un acto de coraje desprolijo venga a los asesinos de su señor, pero sí atrapa a un ladrón, aunque por error, y, sobre todo, acompaña y cuida durante un buen trecho del camino a un nene que también quiere ser lancero, rescata a otro sirviente de la bebida y acaba cumpliendo con la misión de su amo, McGuffin de una película cuyo acento se desplaza de lo heroico a lo cotidiano. Tanto es así que la película desbarata toda solemnidad ceremonial en una secuencia hermosa y divertida. Resulta que una carretera ha sido cortada porque dos aristócratas han decidido tomar el té mirando el Monte Fuji desde allí. ¿Qué hace Uchida entonces? Les caga literalmente el ritual aprovechándose del nene, que ya venía con diarrea, y de un cielo que se nubla, cubre la cima del monte, y desata un chaparrón que dispersa a esa variante oligarca del piqueterismo, abre la ruta, y permite el tránsito del pueblo, que nunca deja de peregrinar. Como en Hishakaku y Kiratsune, lo último que vemos es a un hombre -el lancero- que sigue viaje dándonos la espalda y se marcha hasta ‘caer’ del plano como cuando se creía que la tierra era plana y, allende la línea del horizonte, todo lo conocido se desbarrancaba.

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