Andar en jogging puede revelar comodidad o abandono. Jaji no futari vincula el uso de estas prendas al pasado. Los personajes de la película de Nakamura, en realidad, visten equipos de gimnasia de esos que usábamos para las clases de educación física, pero que ya no utilizan por una cuestión de edad, o que incluso nunca utilizaron, dada la cantidad y variedad que tienen para elegir (no hay nostalgia plañidera en ese uso, sino una sensación de abrigo y bienestar). Vale decir que pasan el tiempo uniformados, limpios y pulcros, pero el tiempo que pasan vestidos de esa forma es un tiempo de ocio veraniego. Estos dos tipos son un padre y un hijo, de cincuenta y pico y treintitantos años respectivamente, uno diverciado y el otro a punto, que se van de vacaciones juntos a la casa deshabitada pero limpia de la madre del primero y abuela del segundo. Huyen del calor de Tokio, de esa ciudad vacía y ese calor insoportable que en Fish Story anunciaban o eran ya el fin del mundo, para trasladarse a un lugar definido por un denso bosque verde, un valle abierto, y la ausencia de señal. Pues hay un sólo punto en esa isla desde el que se puede hablar por celular, y allí van todos los que necesitan hacerlo, que no son muchos y nunca más de tres a la vez, mano alzada hacia el cielo en un gesto que oscila entre la apariencia del saludo y el intento por alcanzar algo que está demasiado alto. La película consiste en seguir el desplazamiento de una prenda roja y una prenda verde por el plano, antes que el de unos personajes, a las que se sumarán episódicamente una prenda azul y una prenda naranja, cuando a los hombres en cuestión se les sumen fugazmente la mujer del hijo y, más tarde, la hija de un segundo matrimonio del padre. La emoción proviene de constatar que un tono de voz, ciertos modismos, el alargamiento de una vocal, se contagian entre generaciones, sin que esto signifique otra cosa que la perseverancia de un hábito que nunca llega a ser discurso. Esa marca de habla es el alargamiento de una vocal que deja en suspenso la pronunciación de la palabra del padre, cuya mayor elocuencia proviene de estar ahí con su hijo, haciendo nada. La ingenuidad infantil de ciertas representaciones culturales japonesas está ceñida por esa economía de las buenas costumbres que evita cualquier tipo de golpe bajo. Pero tampoco estamos ante el conflicto de gente que no puede expresar el afecto, sino todo lo contrario. Por eso la secuencia de montaje con recuerdos emotivos del final es una convención fallida. Remarca innecesariamente el cariño que ya estaba en el aire. Y es en el aire donde queda toda posible clasificación de esta película, por la que circula un sentido del humor que no coagula nunca en gag, como sucede en varias ‘comedias’ japonesas, y que en sus planos exhibe una construcción espacial que participa simultáneamente de la abstracción plástica nítida, y de la asociación simbólica juguetona, frontal como el de la foto que encabeza esta entrada y reproduce los signos que indican en la pantalla de un celular cuando hay o no señal.

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