En el comienzo, Rock de la cárcel presenta, desde un formato documental, a un émulo de Elvis Presley. La voz en off del personaje alterna con entrevistas a amigos y conocidos. El mundo de la persona se confunde con el del personaje, al punto que algunos ni siquiera conocen su nombre real, aunque sean amigos desde la infancia. No solo hace shows cantando canciones de Elvis, sino que toda su vida aparece marcada por el nombre y el personaje. Trabaja en un taller de compostura de calzado que se llama Elvis, decorado en exclusividad con fotos y discos de Presley. La camioneta en la que se moviliza tiene la leyenda “Elvis-Auxilio mecánico de motos”. Tiene una lancha bautizada como “Elvis Presley”. En algún punto, el documental recupera una dimensión perdida, la de la transformación. Como si se tratara de una especie de superhéroe –de algo parecido al conurbano-, Ricardo se convierte en Elvis cuando va a la peluquería y le arman el pelo; cuando se pone la ropa con la que sale al escenario. “Cuando hago un show, me vuelvo más Elvis que nunca”, dice. “Cuando soy Elvis no me asusta nada, no le tengo miedo a nada”. Transformado, sale a escena en un bodegón, en un club, en algún pequeño local donde parece indestructible.

Es un Elvis con conciencia de que no puede ser como Elvis. Por eso insiste en que lo suyo no es una imitación. “El que imita, fracasa. Yo no imito. El motivo es que se acuerden de Elvis”. Ser vehículo y no copia, una ilusión. Las imágenes de su visita a Graceland en 2001 lo reafirman: la distancia entre Ricardo y Elvis se mide en el momento en que saluda a los imitadores, jóvenes prolijos que eternizan el Presley juvenil como una repetición sin vida propia. Ni siquiera hay una banda que lo sostenga, esa intención se frustró con la muerte de su primo músico (Prisioneros del Rock’n’Roll se iba a llamar). Ahora Ricardo/Elvis canta sobre pistas grabadas. Una ilusión que se multiplica, un artificio que sostiene otro artificio.

Hay algo, sin embargo, que desconcierta. En la película no hay música. No hay canciones de Elvis interpretadas por este Elvis que no es. La esencia se reduce al personaje saliendo al escenario. No hay voz ni música de los shows. Una elipsis que enmudece el relato y que no concreta el crescendo que propone la presentación con la música de 2001 odisea del espacio. La realidad entra en el territorio de la ilusión: un productor le habla de lo que hay que pagar por las canciones, por el uso de la figura. Habla de trámites y documentación: la burocracia entra en la historia para sacar al personaje de la ilusión de ser Elvis. El último golpe proviene de la voz del director desde fuera de campo: como no les otorgaron el subsidio, no hay dinero para pagar por el uso de las canciones. El conjuro de la realidad contra la voz y el recuerdo de Elvis hasta silenciarlo.

El otro elemento desconcertante es la irrupción de la ficción. Atravesada por ciertas referencias oníricas –el desdoblamiento del personaje en el mismo espacio, por ejemplo-, entra en el relato cuando el documental como forma queda abandonado. Da la sensación que ya no hay más que dar a conocer del personaje y que en ese punto solo queda sumergirlo, como tal, en una trama ficticia. Algunos indicios aparecían en el tramo inicial, a partir de esa llamada en la cual el mensaje era que Elvis estaba muerto. Ese elemento será retomado en el tramo final para organizar un giro que lleva a la persecución de parte de una organización no identificada y la huida de Elvis por los techos del lugar de su última representación. El hotel extraño en el que se refugia por la noche, el amigo que lo lleva hasta el Tigre para que escape en la lancha y el refugio en la casa del Delta cuyo nombre no puede ser otro que Graceland, completan un panorama que remite a ciertas formas narrativas del cine argentino de la década del 70. Pero sin ironizar sobre él, ni rebuscar a partir de sus estructuras para decir otra cosa.

El desdoblamiento de la trama entre documental y ficción no termina de encontrar un rumbo, como si estuviéramos en presencia de dos películas que se oponen no solamente por el formato genérico sino por el tono que adoptan para su narrativa. El registro documental  logra un retrato de un personaje a partir de retazos en los que predomina la mirada enrarecida sobre un objeto que parece no poder abarcarse en su totalidad –acercándose en ese punto a las formas de Néstor Frenkel, por ejemplo-. La ficción utiliza el mismo método desmechado pero no consigue decir nada sobre el personaje ni sobre ese entorno que parece querer retratar, perdiendo en el camino parte de la empatía que despierta el personaje. Lo único que queda en esa ficción es la reafirmación de la frase indicada al comienzo del texto: cuando lo vemos con el arma en la mano en los alrededores de la casa del Delta, Ricardo pone en acción el hecho de que cuando es Elvis no parece tenerle miedo a nada. Ni siquiera a la ficción.

Rock de la cárcel (Argentina, 2022). Guion y dirección: Juan Manuel Varela. Fotografía: Nicolás E. Farina. Elenco: Ricardo Contente. Duración: 66 minutos.

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