El título genera el primer enigma: ¿qué significa para Chile y los chilenos el año 1976? Si se piensa que el golpe de estado de Pinochet fue en el año 1973, no parecería haber una situación que implique un quiebre de la cotidianeidad política. Lo traslado a la Argentina. Es como si alguien aquí hiciera una película a la que titule, de la misma lacónica y contundente manera, 1973. Hay, por cierto, algunas alusiones que hace la directora respecto del origen de la película, pero no dejan de ser referencias personales que sirven, en todo caso, como punto de partida para trabajar una ficción. Saliendo de ello, el desplazamiento es llamativo. No se trata de concentrarse en el momento de la irrupción de la violencia bajo la forma de un golpe de estado que derroca a un gobierno constitucional (la mayor parte de las películas que refieren a la época se concentran en ese momento o en los meses previos o posteriores más cercanos), sino en observar qué ocurría cuando ese quiebre pasa a una etapa de institucionalización, de naturalización.

Correrse de la demostración de la violencia que implica el arribo al poder de los militares implica, a la vez, correr el foco de lo evidente –la persecución a los militantes populares o de izquierda, el secuestro, la tortura, los asesinatos-, para centrarse en otro lugar, en las formas que empieza a asumir lo cotidiano bajo ese régimen con el paso del tiempo. La violencia, en todo caso, persiste en fuera de campo. Asoma en los pliegues. En las consecuencias físicas de quien ha logrado esconderse después de recibir un balazo en la pierna. Incluso en ese momento, todavía la realidad puede (des)dibujarse: Elías es, en el relato inicial del cura, un ladrón que roba para mantener a su familia. Pero ese pliegue que le permite esconderse en una posible representación es desestimado por el involucrado: cuando cuenta que si lo encuentran y se lo llevan va a caer en la tortura y puede delatar a quienes lo protegen, recuerda y pone en primer plano, aunque sea verbalmente, esa realidad que se oculta, como él mismo.

La superficie en la que discurre la película es la vida diaria de la clase alta del Chile de 1976. Carmen, esposa de un médico, se adelanta, junto con su criada, al resto de la familia para llegar a la casa de veraneo frente al mar, donde se están realizando algunos arreglos (no deja de ser inquietante que el arreglo implique cavar un pozo en el medio del living, donde se pondrá una pecera algo desmesurada). Los fines de semana llegará su marido y también sus hijos y nietos. Una postal familiar absolutamente tranquilizadora: familia, lugar de descanso, lejanía de la ciudad. Sin embargo, algunos indicios aparecen aquí y allá, esparciendo una tensión que se tiende a disolver rápidamente. En el viaje hacia la casa, Estela, la criada, dice: “Vamos a ver cuánto va a durar este orden aquí”. Y aun cuando parezca referirse a la guantera del auto (ya veremos más adelante, en la escena del control policial, que el orden ha durado poco), reverbera hacia la situación del país: la idea de orden trasciende entonces la escena doméstica para referirse a algo más amplio. Un segundo elemento aparece durante la comida familiar, cuando uno de los hijos hace referencia al intento de privatizar un servicio público. Cuando parece que la discusión va a desarrollarse entre posturas contrapuestas, una voz impone el silencio, bajo la aparente forma de evitar discusiones en la mesa familiar. En una y otra escena, lo que se advierte es un principio de esa normalización impuesta por el golpe de estado. El orden y el silencio. Una idea derramada desde el poder y aceptada por la sociedad que ve en ello una normalización que confluye hacia la dispersión de cualquier posible conflicto.

De allí que lo más notable que exhibe la película es la ausencia visual del poder militar. De hecho, en las escasas alusiones que hay a la política, no se habla específicamente de militares. Son un “ellos” que deja implícito un lugar que no depende exclusivamente del uniforme, sino de un lugar en el espacio político del país. El orden está implantado en la sociedad como una forma de proceder continua que no requiere de la represión externa. El único indicio que aparece es el de los rutinarios controles policiales en los caminos, nada demasiado alejado de una normalidad posible. Una vez establecido el criterio desde el poder, no es necesario recalcarlo con la presencia continua, viene a decir 1976: la sumisión se vuelve voluntaria, una forma de admisión acrítica de lo que se implanta desde la violencia del poder.

Sin embargo, la historia de Carmen es la de una apuesta por el desorden. Por desoir ya no el mandato de clase a la que pertenece, sino el de la sociedad que integra (y que se revela notablemente en la escena en el paseo en el barco, ante la intervención de la esposa del amigo de su marido). La aceptación del pedido del sacerdote, para curar a Elías, instala al personaje en un doblez que hasta ese momento no tenía. Lo cual no implica una renuncia al lugar que ocupa (que queda recalcado incluso en el momento en que le dice a Elías que “ojalá que ganen ustedes”). En todo caso, lo que hace Carmen es, en su propia medida, actuar como los militantes. Una cara visible, la de la esposa del médico, la de la mujer que trabajó en la Cruz Roja, la que ayuda en una parroquia, la que le lee libros a los ciegos. Y una que permanece oculta: la que miente para obtener medicamentos para curar al militante herido, la que contacta a los compañeros de Elías para que lo rescaten. De alguna manera, Carmen se vuelve, como ellos, una mujer clandestina, que se mueve en lo cotidiano –viajando en el auto o en el colectivo, utilizando la pregunta que sirve de contraseña- pero ocultando su nombre, su pertenencia, hasta sus ideas. Ese doblez implica un desorden, en tanto se corre al personaje principal del lugar que ocupa: el fracaso –previsible- de su “misión”, no tiene que ver tanto con su capacidad, sino con lo que le resulta ajeno, que es la forma en que ese régimen que permanece invisibilizado impone las correcciones en el orden que se subvierte en algunos espacios.

Es entonces en ese tramo final que la presencia ominosa del poder vuelve a instalarse. Sin necesidad de la representación estandarizada del militarismo, sino de esos elementos que trabajan sobre la amenaza, sobre la vigilancia continua. Un cuerpo muerto encontrado en una playa. Un auto que aparentemente persigue a Carmen en la ruta. Un vecino que recupera los documentos que le habían robado del auto, simulando que los había encontrado en la playa. El círculo se cierra en el momento en que vuelve a la casa parroquial para descubrir que se han llevado a Elías y que al sacerdote lo han transferido al extranjero. La culpa que cae sobre Carmen es la misma que antes le había confesado el cura: la culpa de no haberlo salvado. La presencia del poder reinstala el orden perdido. Carmen vuelve a su casa. Allí están los invitados al cumpleaños de su nieto. Nadie ha visto su otra cara, ni siquiera su propio marido. Lleva la torta en sus manos mientras todos cantan el feliz cumpleaños. Vuelve a ser Carmen.

1976 (Chile, 2022). Dirección: Manuela Martelli. Guion: Manuela Martelli, Alejandra Moffat. Fotografía: Soledad Rodríguez. Música: Mariá Portugal. Reparto: Aline Küppenheim, Nicolás Sepúlveda, Hugo Medina, Alejandro Goic, Antonia Zegers, Carmen Gloria Martínez, Marcial Tagle, Amalia Kassai, Gabriel Urzúa, Mauricio Pesutic. Duración: 95 minutos.

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