La astucia de J’accuse es la de producir desplazamientos de lo esperable. No se trata de una película que se enfoca, como parece preanunciarlo el título, desde la perspectiva del famoso artículo de Emile Zola, ni tampoco implica un seguimiento exhaustivo del llamado “proceso Dreyfus”, ambos hechos ya utilizados por el cine para denunciar el antisemitismo. Ni siquiera este último elemento está puesto en el centro del relato de la película de Polanski. La decisión es la de moverse por los territorios y los tiempos que se encuentran entre medio de esos hechos, como si en ellos encontrara una necesidad de completar lo que los otros relatos parciales dejaban fuera de su registro narrativo. Dreyfus aparece en los primeros momentos cuando se lee en público el veredicto y es degradado, mientras sigue clamando por su inocencia, y poco después, cuando ya cumple su destierro en la Isla del Diablo. Volverá solo en el final, cuando el proceso se reabra. Zola es apenas un personaje secundario que hace explotar todo por los aires cuando su artículo toma la portada de L’Aurore, y que sigue permaneciendo en ese lugar, incluso en el juicio que se le sigue más tarde. El antisemitismo aparece cifrado apenas en un par de diálogos, en especial el que el coronel Picquard recuerda con Dreyfus, en la academia militar. Subyace en toda la película, pero no es el texto que la sostiene: Polanski entiende que ese hilo debe recorrer toda la historia, pero lo pone por detrás, como un sustrato inevitable, lo que pone en movimiento el andamiaje completo de lo que quiere registrar.

Lo que aparece como centro es una oposición que se manifiesta entre dos elementos incompatibles. Por un lado, la idea de la puesta en escena como parte de la realidad. Por el otro, el rearmado de lo real a partir de la recuperación de las piezas sueltas que quedaron obviadas en la puesta. Una tensión que se simplificaría bajo la admonición de criterios de mentira (puesta en escena) y verdad (recuperación y rearmado) que atraviesan a todo relato y que se relacionan con su entorno desde una apuesta hacia la aceptación como verosímil y rechazo del relato opuesto.

La primera secuencia de la película constituye una primera puesta en escena. No porque en ella se conozca la sentencia en el juicio contra el oficial Dreyfus, sino porque se produce la exposición pública: allí están los rituales militares que se siguen con precisión y que terminan con la degradación de Dreyfus, que es despojado de todos los símbolos de su pertenencia a la casta militar. Pero lo que parece apenas la ejecución de un acto puramente militar, en el movimiento que hace el personaje una vez degradado, adquiere otro peso: del otro lado de las rejas, una multitud -eso que podría denominarse como “pueblo”- exige la condena a muerte del traidor (la escena se repetirá, con variantes, en el momento en el que Zola publica su artículo, que genera grandes fogatas públicas para acabar no solamente con los ejemplares del diario que lo publicó, sino también de sus libros). Es el lugar del público el que lleva a una noción clarificadora de la puesta en escena, gesto que volverá a repetirse cuando se produzca el juicio a Zola: expone la idea de actuación, de una pose que el involucrado exagera (como cuando llega a declarar Boisdeffre) pero que se torna verosímil. Sin embargo, la escena que pone en tensión esa verosimilitud es la que desnuda la noción de puesta: el recuerdo de Picquard sobre el momento de la detención de Dreyfus. No es casual que en ese momento el propio Picquard esté del otro lado, desde el atrás de esa escena en la que participará. Alguien distribuye a los personajes en un espacio, les indica cuáles deberán ser sus acciones y reacciones, anticipa que esa puesta debe terminar con la detención de Dreyfus. Entonces, la película sale de ese espacio, se concentra en el rol de Picquard que es solo quien lo espera y conduce hasta la reunión en la que es esperado. Hay un momento, sin embargo, antes del ingreso de Dreyfus a la reunión -que no vemos, porque ya sabemos qué ocurrirá y cómo- donde ese verosímil se pone en duda: el propio Dreyfus nota el silencio extraño en ese pasillo a esa hora del día y lo expone, como si entendiera que allí hay algo inhabitual, extraño, pero sin poder resistirse al propio impulso de la institución.

Después de ese inicio, todo el peso narrativo se desplaza no solamente hacia Picquard, nombrado director de estadísticas del área de inteligencia del Ejército, sino hacia la puesta en tensión de esa escena armada con la reconstrucción de lo real. El paseo al que lo lleva el mayor Henry por las instalaciones, en el primer día de Picquard en su cargo, pone esa tensión en primer plano: los empleados sorprendidos en su tarea parecen necesitar esconder lo que están haciendo, revelando esa tensión de manera explícita (el archivista Gribellin, el “recuperador” Lauth). La tarea que coordina Henry -un espionaje basado en la recuperación de correspondencia destruida y robada de las embajadas- se convierte en la metáfora perfecta para el trabajo que emprende Picquard. Si el inicio de toda la revisión del caso Dreyfus proviene de la permanencia de aquello que debió ser descartado -la carta que incriminó a Dreyfus, expuesta como trofeo, pero también a la manera de “La carta robada” de Poe, a la vista de todo el que pudiera contrastarla; el expediente secreto que revela la endeblez de las pruebas-, lo que emprende Picquard es la tarea de remontar la historia para reconstruirla desde sus fragmentos, a partir de la comparación con la carta del verdadero traidor. Lo que le interesa a Picquard pasa por la esfera de lo moral antes que por lo institucional: se trata de conocer la verdad y no condenar a un inocente, independientemente del lugar que ocupa el antisemitismo en su propia historia.

El problema de J’accuse no es el juego entre esos polos, sino que la forma que adquiere su exposición se sostiene sobre la construcción de un film canónico, que expresa su idea desde una limitación marcada tanto por las líneas del film de época como del cine de juicios -el último tercio de película no es más que eso, por cierto. En todo caso, Polanski se permite algunos pequeños riesgos que parecen estar reclamando más espacio en la construcción de la película: el encierro y la sensación de sofocación de la oficina de Picquard, su relación con Mme. Mannier vista como el pasaje de la puesta en escena a la verdad en su propia vida, parecen elementos que podrían potenciar la historia. Pero quizás sea el velado enfrentamiento con el mayor Henry lo que aparece como el elemento más desperdiciado del relato, incluso al punto de hacerle perder peso real al duelo de espadas entre ambos. Puesto en el rol de una especie de detective dentro de la propia fuerza, Picquard  y su historia se pierden en los laberintos de una corrección de la que la película parece no poder -¿o no querer?- salir. De allí que J’accuse en su apuesta por llegar a un público amplio y diverso, en su pretensión algo aguada de funcionar como representación actualizada del odio como marca política y social, resigne las propias potencialidades de la historia y no pueda, como su personaje, asumirse completamente del lado del rearmado de la realidad en lugar de sostener, todavía, su propia estructura como puesta en escena.

Calificación: 5/10

J’accuse: El affair Dreyfus (Francia/Italia, 2019). Dirección: Roman Polanski. Guion: Roman Polanski, Robert Harris. Fotografía: Pawel Edelman. Montaje: Hervé de Luze. Elenco: Jean Dujardin, Louis Garrel, Emmanuel Seigner, Luca Barbareschi , Stéfan Godin, Grégory Gadebois, Wladimir Yordanoff. Duración: 132 minutos.

Si te gustó esta nota podés invitarnos un cafecito por acá: