
En The Cars that Ate Paris los primeros minutos anticipan la irrupción del capitalismo como catástrofe. Antes de los títulos asistimos a la felicidad de la ostentación representada en la pareja que viaja en un convertible y se dedica al consumo suntuario. El recorrido está planteado con todos los tics de la publicidad de los años 70, desde la presentación de un mundo en armonía -ver el momento en que frenan el auto para permitir el cruce de las cabras- hasta la puesta en primeros planos de los productos -gaseosas, cigarrillos- que señalan una pertenencia social. Después de los títulos, el escenario varía radicalmente. Incluso el sol ha desaparecido cediendo lugar a la bruma, las nubes, al agrisamiento de todo el espacio. Ahora ya no vemos a una pareja glamorosa, sino a dos hombres de aspecto desaliñado que circulan en un auto con una casilla rodante. En un momento se detienen en la oficina de empleo rural. La cantidad de hombres que hacen fila y la imposibilidad de conseguir trabajo, reafirman lo que se ve en la portada de un diario: hay una crisis que se expresa en contraposición al modelo publicitario. Sin embargo, es interesante que ambos eventos, aparentemente inconexos se unen por la forma en que se cierran: tanto el auto con la casilla como el convertible terminan cayendo por barrancos en sendos accidentes. Uno y otro reafirman la ruptura inevitable de esa armonía que entonces se revela inexistente y a pesar de las apariencias.
Antes del accidente, los hombres que van con la casa rodante -más tarde sabremos que son hermanos- se desvían del camino principal. Una serie de carteles señalan la existencia de un pueblo donde alojarse y comer algo. El pueblo se llama París y, más que ironía, en el nombre parecen resonar los ecos del peso simbólico del otro París, el de Francia. París es, en el mundo capitalista, un faro cultural, un centro que indica otra forma de pertenencia. París como meca, como una atracción que no puede defraudar, aunque no se trate más que de un pueblo de la Australia profunda que solo parece existir en virtud de esos carteles de la ruta. El pasaje de la ruta asfáltica al camino de tierra es una señal del retroceso que implica el desvío. De la misma manera que esa imagen curiosa de los hombres que cargan un ternero en el baúl de un auto antiguo, más que configurar otra señal de la crisis, anticipa lo que hay en el final de ese camino.
París se vuelve entonces, más que un pueblo de costumbres algo exóticas, la representación de un pasaje más profundo que el que implica desviarse de la ruta principal. Es un pasaje a las formas pre-capitalistas. Algo hay ya en el momento en que vemos, antes del accidente, a un hombre en una colina agitando una lámpara. Algo de eso se sostiene en la visión horrorífica de las luces en el instante previo a perder el control del auto. Esa cualidad del pueblo se vuelve palpable cuando se procede a invertir la mirada respecto de los accidentes. Si en el primero observamos lo ocurrido desde la perspectiva de los accidentados -que sostiene la posibilidad de la aparición de lo sobrenatural-, en el segundo lo vemos desde el pueblo. Cada auto que quiere ingresar al pueblo pone en marcha un sistema en el que cada miembro de la comunidad tiene un rol determinado. La sirena que suena en el bar, disuelve la tranquilidad de la reunión para que cada cual ocupe su puesto. Todo lo involucrado en el “accidente” -el auto, las personas, los objetos personales- son captados por el pueblo: todo se desguaza y tiene valor, se trate de un cuerpo para un experimento o de las autopartes que servirán para comerciar. Esa perspectiva no solamente borra el rastro de lo sobrenatural, sino que revela la trampa. El pueblo es una comunidad que vive de la caza -aunque adquiera formas particulares- y donde todo intercambio se resuelve mediante el trueque. Los objetos se vuelven valor en sí mismos en un espacio en el que no parece circular el dinero -apenas vemos las monedas que pagan al entrar al baile-. La comunidad de París, como la de los tiempos pre-capitalistas, sobrevive de lo que le quita a los demás, de lo que se constituye como resto o descarte del camino principal.

Hay un trabajo que consiste en remarcar el desfasaje temporal. París no parece un pueblo situado en la década del 70, sino parte de un pasado en el que las capas se van mezclando. Weir construye el pueblo como si extrajera la superficie de los tradicionales pueblos del western americano, cuyo eje es la calle central alrededor de la cual se articula toda acción. Pero su imaginario visual se relaciona a su vez con el cine clásico americano de los 40 y 50, tanto desde el aspecto de los personajes -en especial el alcalde, pero también remarcable en la escena de la misa o del baile- como desde la arquitectura de planos –con énfasis en los planos medios- y el trabajo sobre los colores sobre los que se apoya -esa paleta de colores pálidos, apagados, en todos los interiores-. Pero a la vez, ese modelo clásico es puesto en cuestión por dos vías. En primer lugar, desde la irrupción de una violencia explícita que conecta con géneros más ligados al trash e incluso el gore y que implica la puesta en pantalla de cuerpos mutilados, cerebros a punto de ser trepanados y una profusión notoria de sangre -que además sirve para que por contraste, el rojo rompa con los colores apagados-. En segundo lugar, desde la irrupción de los “jóvenes ociosos” como los nombra el alcalde. Su aparición remite más a la deformación de los usos del cine americano de esa misma década: lo que del otro lado del mundo eran persecuciones callejeras -en ese abanico que va de Contacto en Francia a las series del estilo Las calles de San Francisco– aquí se profundiza como placer gozoso de la destrucción como hecho en sí mismo. Los choques y vuelcos no obedecen a una lógica narrativa -ni de la película ni del propio pueblo- sino que tienden a quebrarla: son imágenes que parecen entrar como inserts en un segundo plano del relato central, señales inquietantes que apuntan a la centralidad del pueblo. De esa manera, The cars that ate Paris puede entenderse como el choque entre el clasicismo del pasado y la modernidad que augura un presente formulado como hecho de descartes del pasado, en tanto los autos de los jóvenes son antecesores de la saga de Mad Max, tanto como los autos desguazados en la colina son el futuro que el pueblo ha decidido convertir en cementerio.
A la vez, ese choque puede verse como la aparición del conflicto de clases que permaneció larvado en la tensa tolerancia mutua. Si la tensión inicial se establece a partir de la participación en las actividades “beneficiosas” para esa sociedad -de allí que los jóvenes sean “ociosos”, en tanto permanecen ajenos a la organización- rápidamente el conflicto deriva hacia lo clasista. Los jóvenes, como marginados; los adultos como centro de la sociedad: todo tiende al enfrentamiento. El punto de partida roza lo absurdo pero es parte de esa ruptura del sistema: un grupo de jóvenes en sus autos avanzan contra la casa del alcalde, destruyendo la cerca –símbolo de una clase media instituido por el modo de vida americano traficado en su cine- y un aborigen de cerámica del jardín –lo cual presupone una ironía en un pueblo tan alejado de semejante origen. La escalada se propicia como forma de venganza que lleva al crecimiento espiralado de la violencia y que solo puede resolverse en la eliminación mutua. El enfrentamiento de clases –postulado desde la imagen nuevamente a partir de la iconografía del western, especialmente en la forma en que los autos avanzan desde la colina- no aparece como una revolución, en tanto los desclasados no buscan hacerse del poder, sino como la exposición de una violencia que no busca el cambio de la sociedad, sino que postula la continuación del sistema con la eliminación del otro. El choque entre pasado y futuro, entre marginados y sistémicos, de esa manera, se limita a la generación de un caos que supera el límite de lo tolerable y del que no hay retorno. Como si el enfrentamiento fuera de otros, el pueblo elige el éxodo –en un nuevo retroceso que parece llevarlos a la etapa del nomadismo-, el abandono de ese espacio en el que ya no parece haber formas de subsistencia. Los autos, que fueron el motor dinámico de esa sociedad pequeña, se vuelven el motivo de su disolución. Ni ellos parecen sobrevivir a lo que han sembrado. La imagen final no solamente pone en escena el caos definitivo –el alcalde insistiendo con la frase, ahora vacía, de que de Paris no sale nadie, pero ya no hay quien lo escuche-, sino que revela la fragilidad del sistema. Los que lo tenían todo, hasta la organización, se marchan con lo puesto, dejan todo atrás, desorganizados, caminando en medio de la noche por el mismo camino que les garantizaba su sustento. Desposeídos de todo, son sombras de las que escapa el único auto que parece haber quedado en pie: el de ese extranjero que finalmente logra irse del pueblo, rompiendo sus propios temores y las barreras que imponía ese entorno.
The Cars That Ate Paris (Australia, 1974). Dirección: Peter Weir. Guion: Peter Weir, Keith Gow y Piers Davies. Fotografía: John R. McLean. Música: Bruce Smeaton. Reparto: John Meillon, Terry Camilleri, Kevin Miles, Rick Scully, Max Gillies, Danny Adcock, Bruce Spence, Kevin Golsby, Chris Haywood, Peter Armstrong. Duración: 88 minutos.
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