Apología de la paradoja: una pasión sin pathos. ¿Puede existir una pasión sin pathos? Rossellini lo logra. Su Cristo es inmune a la emoción. Y exaspera precisamente por esa carencia de compromiso emocional. No hay fervor, no hay arrebatos, no hay ardor en su prédica. Discurre en tono monocorde prescindiendo de todo énfasis dramático, desinteresado en conmover a su interlocutor o al espectador. Son palabras desgranadas al viento, arrojadas con indolencia, indiferentes a su destino.
Todo está dicho sin otro propósito más que el de exponer didácticamente un conjunto de nociones emitidas en un momento de la historia por un rabino llamado Jesús. La cotidianeidad modesta de este hombre es lo que le interesa resaltar a Rossellini. Cristo predica entre su puñado de seguidores mientas arregla una barca, arrastra con ellos una red de pesca o talla una madera. No hay estertores. No hay grandilocuencia ni en sus gestos ni en su verbo. Vive esa simple y monótona existencia sin ninguna tribulación.
A esta decisión de mostrar desde un supuesto verismo –casi con intención documentalista– cómo discurrió la vida real de Cristo, se le añade la decidida depuración de todo hecho sobrenatural. Rossellini elude los milagros, elude la Pasión y la Resurrección, elude la profecía del fin del mundo. No le interesan los aspectos que avalarían una condición divina del personaje. Se centra en su costado humano, en el valor de su tarea como hombre.
La premisa no lo priva de ciertas contradicciones. Por momentos desconcierta el contraste de un personaje dotado de tamaño espesor intelectual limitado a compartir una simplicidad rupestre junto a un modesto grupo de seguidores. Pero extraña más aún que, pese a su estricto criterio objetivista y su apartamiento taxativo de toda alusión a los prodigios, decida como elección narrativa presentar a una María que no envejece. La misma joven que da vida a su hijo en Belén es la que lo sostiene muerto en su regazo. El mismo rostro lozano que atiende la Anunciación se mantiene intacto hasta la Crucifixión, como si el tiempo no hiciera mella en su figura. Ese desliz mueve a perplejidad. Pero también insta a un acto de fe. Porque entre su vocación por advenir un cronista fiel de la realidad y su intransigencia frente a todo ornamento sobrenatural se filtra una grieta donde aparece lo inconmensurable.
Fuera de eso, la propuesta de una lectura ósea del Evangelio según Marcos, despojada de toda sacralidad, da como resultado un relato llano y lineal, un frío documento centrado en un interés exclusivamente fáctico o reflexivo sobre el tenor del ideario cristiano. Pero dado el exasperante tono parsimonioso, la palabra de Cristo más que motivar un efecto pedagógico acaba diluyéndose en una agobiante insipidez discursiva. Ni el Bautista, que supuestamente es “la voz que clama en el desierto”, es capaz de quebrar ese sopor. También su palabra carece de brío. Ningún personaje en ningún pasaje del film se atreve a imponer algún vigor al verbo. Todo transcurre en un registro parejo. Todo tiende a un homogéneo letargo.
Si bien el integrismo objetivista de Rossellini busca abjurar del mito para ahondar en la dimensión humana del personaje, el propio relato le repone un marco mítico al inscribirlo en la profecía hebrea de su nacimiento. Jesús es el Mesías aguardado por su pueblo. Viene a cumplir un vaticinio ancestral. De hecho, toda la etapa preliminar del film se remonta a la instalación de esa predicción mesiánica en la génesis del pueblo judío.
Al contrario de otras narrativas que contextualizan la aparición de Cristo en el marco político de la invasión romana, Rossellini lo instala como una derivación propia del pueblo hebreo a partir de su ingreso en la tierra de Caná. El sometimiento de la patria por un imperio extranjero y la instauración de un monarca foráneo y vasallo como Herodes no es sino el colofón de una cadena de abusos y divisiones fratricidas dentro del propio Reino de Israel.
Ante esa creciente decadencia de las instituciones político-religiosas hebreas se alza la figura de Jesús como un joven rabí dotado de una agudeza que escande con mansa retórica. En su vida espartana y en la trascendencia ética de su enseñanza radica para Rossellini la verdadera ascesis de Cristo. Su espiritualidad se asienta en ser apenas el modesto protagonista de una vida ejemplar.
El trayecto de esa vida está signado por un marcado sentido de pertenencia a la cultura hebrea, para lo que Rossellini trama una escena clave: su bar mitzvá, el rito de pasaje mediante el cual el joven judío asume los derechos y obligaciones de los adultos de la comunidad. Pero –tal vez por el énfasis mariano del film– incurre en una atipicidad: quien lo prepara es la madre y no el padre. María arropa a Jesús para entrar por primera vez al Templo, donde dedicará su primer sacrificio a Dios. Le pone la kipá y el talit y le enseña las razones de ese vestuario. Le cuenta que el pueblo judío había sido esclavo en Egipto hasta que Moisés lo liberó y que durante 40 años caminó bajo el sol y la lluvia teniendo como único reparo un abrigo blanco de algodón. Y remata: “Por eso cada hombre de Israel tiene su talit, y ahora que tú también eres un hombre, con tu cabeza cubierta por la kipá y tu talit, hablarás con doctores y maestros que estudian la Ley. Desde hoy perteneces a la Ley, hijo mío”.
Escenas por el estilo se repiten. En Nazaret le avisan a María que su hijo ha vuelto al pueblo y que se halla en la sinagoga para el rezo del shabat. Ahí se ve a un Jesús adulto, envuelto en su talit, besando los rollos de la Torá e interpretando el texto para la grey tras una menorá, el candelabro ritual de siete brazos. Es el momento en que finalmente lo echan disgustados con su prédica porque, entre otras cosas, afirma que la profecía de Isaías sobre el Mesías se refería a él mismo. De ese rechazo proviene su célebre apotegma “nadie es profeta en su tierra”.
La simbólica judaica vuelve a aparecer en la Última Cena, la cena de Pésaj, en cuya mesa Rossellini introduce el cordero sacrificado –a la usanza de la antigua tradición hebrea– y cierra el ritual con todos los discípulos entonando el Dayenú, un canto de agradecimiento a Dios por todos los regalos y todos los favores dados al pueblo judío. En esta obsesión por reconstruir el entramado sociocultural veraz del pueblo hebreo radica la única cuota de pasión de la película. Todo lo demás queda sumido en la más insoportable levedad.
El Mesías (Il Messia, Italia/Francia, 1975). Dirección: Roberto Rossellini. Guion: Roberto Rossellini, Jean Gruault, Silvia D’Amico Bendicò. Fotografía: Mario Montuori. Montaje: Jolanda Benvenuti, Laurent Quaglio. Elenco: Pier Maria Rossi, Mita Ungaro, Carlos de Carvalho, Fausto Di Bela, Antonella Fasano, Jean Martin. Duración: 140 minutos.
El texto es parte del libro El rosto de Cristo en el cine. Una lectura cinematográfica del Evangelio, de Gustavo Bernstein. Se puede conseguir en librerías de la ciudad de Buenos Aires y en MercadoLibre para el interior de la Argentina.
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