Una época buena o mala, una gran noche, una risa desaforada de antaño, una borrachera vergonzosa y tantas otras cosas más quedan fijas en nuestros recuerdos en imágenes. Casi planos fijos, fotografías duraderas que reflejan el espíritu de un momento que viaja por nuestro organismo motorizado por la memoria y transforma las sensaciones en certezas. Todo vuelve como un cuadro obtenido desde un momento transitado, y muchas veces algo se puede divisar en la búsqueda del recuerdo, que inclusive puede ser uno mismo desde un punto de vista diferente, un ángulo que se invierte para desnudar una emoción disímil con el paso del tiempo. El cine que perdura deja imágenes, retratos inequívocos grabados a fuego que pueden no ser un fotograma exacto de la película en cuestión, sino una compilación de impresiones nacidas de lo que la película proyecta en uno a partir de sus elecciones poéticas. Todo queda alojado en la cabeza y se manifiesta como un resumen viciado de subjetividad, de placeres o disgustos, de pasión o indiferencia.
A través del tiempo Una novia errante me dejó cuatro imágenes:
1. Inés (Ana Katz) camina por un extenso bosque tupido de árboles altos y finos tratando de superar el shock del abandono, sumergida en el desanimo que se refleja en el andar cansino. Su figura describe el descalabro; no puedo ver más que su espalda; sólo la veo ir.
2. Inés está sentada en el locutorio, boyando entre la desazón y la ilusión. En un efímero gesto su ofuscación se convierte en esperanza de recuperar a Miguel (Daniel Hendler) o, mejor dicho, las emociones del amor, la seguridad aparente del cariño.
3. Inés va y viene desde el pequeño hotel a los diferentes lugares donde ocurren un traspié tras otro, donde trata de relacionarse con altibajos graciosos y enredados.
4. Su padre, su hermana y la foto de la familia disfuncional en la playa.
Inés y Miguel pelean en un micro rumbo a un fin de semana de descanso compartido en Mar de las Pampas. De repente sobreviene un acento grave y podemos percibir que es mucho más que una simple bronca. El cansancio de Miguel, que parece negarle la posibilidad de la confrontación, deja a Inés sola en la pequeña localidad. Ella queda a la deriva en un paraje donde todos parecen preguntarse qué hace esta mujer sola, sulfurada, culposa y despistada que va y viene. El relato tiene una modulación íntima, como de balada acústica, que nos lleva de las narices a la profunda angustia del final del amor, del desconcierto que ocasiona la certidumbre de una ruptura. La película proyecta a la perfección la inestabilidad dinámica de Inés, que circula por la negación, la ira y el despecho. La desesperanza que sobreviene parece ser un flash apenas perceptible en una montaña rusa de sinsabores. Aturdida, se lleva puesto a Germán (Carlos Portaluppi), que representa a un soltero habitual, residiendo en un paraje con pocas opciones de conocer gente.
Katz elige una puesta en escena que amplifica las idas y venidas, ese alejamiento traumático y ese crispado trastorno que parece abatirnos junto a Inés, quien se acondiciona para volver a morder la banquina y regresar al asfalto desarropada, con la mirada fija en un tiempo estancado. Sólo con imágenes y diálogos, en apariencia rezagados del verdadero atolondramiento, Katz logra poner en ejercicio un estado abrumador sin recurrir a la descripción literal ni al flashback como sostén para alcanzar narrar un estado de ánimo presente, un trance invariablemente grotesco en la vida de cualquiera. Melodramática es la imagen de Inés bebiendo de más o discando una y otra vez en esa cabina claustrofóbica donde lucha con la abulia de Miguel, que perece no tener conflictos a solucionar.
La separación después de los treinta años ya no es lo mismo que a los veinte. He visto a gente perderse en un vacío existencial debido a una ruptura claramente curadora, pero que los obliga a examinarse en busca del saneamiento. Es que al estar en pareja casi dejamos de ser uno para ser dos, los límites se van diluyendo con el paso el tiempo y no sabemos si nuestras tristezas o alegrías son nuestras o del otro. Qué espinoso exponer el momento en que ocurre la soledad física completa, ese cambio íntimo, sin apelar a frases explicativas, sino afirmándose en el tránsito junto a nuestros demonios. Caigo en la cuenta de que Katz es mi directora argentina preferida porque toma y disecciona transversalmente algunas cuestiones de la clase media a la que pertenezco, y lo hace con ironía y un amor muy poco habitual en el cine nacional. Me gustan todas sus películas porque está atenta al lenguaje sutil de las acciones cinematográficas y por el cariño que demuestra por sus personajes. No la inhiben las contradicciones de sus personajes, no desea impostar control.
Katz despoja a Inés de toda posible referencia y la ubica en un lugar físico totalmente impersonal, esa habitación de hotel que es igual a un millón, y le niega al espectador esas referencias posibles donde se apoyan miles de relatos para construir sus personajes. Tanto Inés como nosotros quedamos a merced de las acciones presentes. Su cine no es pomposo ni discursivo, no le tiene miedo al vacío, al silencio, a la pausa, y refleja la exaltación desmedida por la narración ligera que logra establecer, por acumulación, un peso dramático singular.
Recuerdo haber recibido el VHS de El juego de la silla en el video club donde trabajé hace muchos años. Su particular y simpática portada llamó mi atención: una familia usualmente anómala, como se encuentra de a cientos en el Río de la Plata, parece la traslación en sordina de Esperando la carroza, con altas dosis de realismo social post noventas que refleja como muy pocas películas una época y una sensación social precisa. Es una película que abraza la herencia del grotesco criollo, prácticamente marginado por el cine reciente; que se le anima a esa mezcolanza entre lo gracioso y lo trágico en una misma línea, ese italiano comportamiento de ciertas familias; la falta de guita y la apariencia social sostenida con perseverancia hasta llegar con hidalguía al núcleo del patetismo. Todo esto también habita en Una novia errante pero de forma tenue, en pequeños trazos, casi adyacentemente, como un ejerció de mínima expresión.
Aquí puede leerse la primera entrega del Especial Ana Katz.
Una novia errante (Argentina, 2006), de Ana Katz, c/Ana Katz, Daniel Hendler, Carlos Portaluppi, Érica Rivas, Arturo Goetz, 2006.
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