
Distancia. Hay comedia cuando hay distancia. Cuando protegidos por la oscuridad de la sala o el living observamos que el mundo se rompe y gozamos con esa ruptura, ahí hay comedia. Cuando el tono de eso que oímos y vemos se aleja del sonido cotidiano de la rutina y el movimiento del cuerpo no se corresponde con lo que dicta el deber cívico, ahí hay comedia. Cuando la falsedad se hace ostensible, cuando los roles se invierten y todos puede ser todos porque todos entienden que todo es un juego, ahí hay comedia. Cuando el absurdo irrumpe de manera inesperada, cuando no hay destino ni reglas infranqueables para el hombre, cuando no hay un orden superior que se vuelva en su contra, ahí hay comedia. A diferencia de la tragedia, o del drama, que tiene asegurado su funcionamiento porque lo más natural es que tarde o temprano algo malo suceda, la comedia habla de lo humano demasiado humano, del defecto y del error, de la debilidad y la torpeza. Por eso es tan compleja. Porque depende del tiempo, de la forma en que se logra lo cómico y, sobre todo, porque la risa no está garantizada nunca. Porque representa lo contrario de esa aparente liviandad o ligereza que suele adjudicársele: en la comedia el gag se vuelve tal gracias al proceso que uno hace mentalmente con todos los elementos que están a la vista. La emoción y la risa son efectos intelectuales, no reacciones automáticas.
La comedia funciona a partir de una doble perspectiva en la cual lo trágico está presente pero no de un modo determinante. Quiere decir que todo lo malo que pueda suceder, en el fondo no será para tanto. Valga como ejemplo las incontables muertes y resurrecciones del Coyote en su batalla infinita por atrapar al Correcaminos. Valga como ejemplo lo que hace Hitchcock en la escena posterior al asesinato en la bañera de Psicosis: después de mostrarnos algo terrible, acentuado por el vértigo del montaje y lo incisivo de la música, Alfred arma una secuencia llena de chistes donde el uso del tiempo es central: Norman Bates limpia en silencio la escena del crimen mientras en paralelo se nos muestra el dinero envuelto en papel de diario por lo menos cinco veces. Cuando está a punto de marcharse, Bates revisa por última vez el cuarto y encuentra el paquete sobre la mesa de luz, lo agarra y, restándole la importancia que director y espectadores le habíamos dado hasta entonces, lo tira en el baúl del auto junto al cadáver -también envuelto- de Marion Crane y se va. El hundimiento del auto en el lago también es otro chiste, porque el tiempo se dilata y porque parece que el auto no se va a hundir más. La semisonrisa de Anthony Perkins cuando el auto finalmente se hunde, es el gesto donde el director nos hace saber que también nosotros somos unos paquetes.
Aun así, lo más notable es que no hay una sola película de Hitchcock a la que se pueda encasillar dentro del género comedia, pero sin embargo el humor y el tono de comedia asoman todo el tiempo en su cine. Lo mismo podríamos decir de Orson Welles -otro gordo tramposo- y su ópera prima: en su momento, antes de la política de los autores, del consenso crítico y del respeto con el que hoy se aconseja abordarla, El ciudadano fue entendida como una comedia. La razón es simple: todo lo que en la película parecer ser una cosa, termina siendo otra. El capítulo “News on the March” no es otra cosa que un noticiero absurdo en el que, lejos de agrandar la figura de Kane, se la termina ridiculizando. Todo allí es falso y grotesco. Todo es actuado y fingido. Todo es juego y distancia. Y si esto es así, es porque tal vez convenga pensar que la comedia no es un género sino un modo, un tono, un matiz. Porque no hay tipos de humor sino variaciones sobre el humor. Por esta misma razón es que la comedia puede aparecer en cualquier lado, en cualquier momento y lugar y bajo cualquier forma. Hay comedia en el slapstick y en el cartoon. Hay comedia en lo romántico y en lo anárquico. Hay comedia en lo surreal y en el amour fou. Hay comedia en lo paródico y en lo animal. Hay comedia en lo inglés y en lo italiano.

Hay comedia en el modelo primitivo y farsesco de la Keystone, con sus películas de golpes y caídas (slapstick), con esos mundos paralelos donde nadie muere ni sale lastimado (Amor, velocidad y emociones, Mack Sennett, 1915). Después vendrían Chaplin (The Rounders, 1914) y Keaton (The Butcher Boy, 1917) a mejorar esos golpes y caídas y a demostrar lo que puede un cuerpo cuando se estira a través del celuloide, construyendo cada uno por su lado universos tan disímiles como encantadores. El trabajo con lo gestual y el uso de primeros planos en Chaplin, tienen que ver con lo que le sucede a sus personajes, con el dramatismo social, ausente en Keaton, en donde lo que importa es el contexto, lo que sucede alrededor. Por eso la abundancia de planos generales y por eso la ausencia de sonrisa en su rostro. El enemigo de Chaplin será siempre el sistema, su cine hablará siempre del mundo real, mientras que la lucha de Keaton será siempre contra el universo, contra la naturaleza. Los elementos, en el cine de uno y otro, tendrán también diferentes sentidos. Al estar con los pies sobre la tierra, en Chaplin cada cosa vale por lo que es (The Vagabond, 1916). En Keaton, por el contrario, la funcionalidad puede ser múltiple, aunque no siempre efectiva (The Electric House, 1922). A diferencia del mundo inocente de la Keystone, en Chaplin y en Keaton la muerte se hace a menudo un lugar.
En el medio, al lado de ellos e incluso antes que ellos, con menor suerte o reconocimiento pero con igual gracia y rapidez, están Roscoe “Fatty” Arbuckle (mentor de Chaplin y Keaton) y sus Keystone Cops hechos para Sennett; Mabel Normand -esposa de Sennett- y su serie de cortos junto a Arbuckle llamada Fatty and Mabel; está Harold Lloyd con Safety Last (1925) y su representación de personajes standards, sin ninguna característica particular, que lo convirtieron en el arquetipo del americano medio, y está también Harry Langdon, interpretando siempre a niños metidos en cuerpos de adultos, como sucede en The Strong Man (1926). En todos ellos, como en tantos otros cómicos de la época, hay comedia y hay farsa.
Y ahora habría que seguir por algún lado más o menos razonable, señalando por ejemplo los subgéneros que hay dentro de la comedia, aquellas películas en donde la historia gira en torno a las relaciones de pareja y las identidades (Lo que sucedió aquella noche, Capra, 1934) y en donde la pregunta por el destino de los protagonistas tiene que ver con saber si van a terminar juntos o si se van a casar, o aquellas otras historias que tienen que ver con los enredos de alcoba (cualquiera de Lubitsch), donde las parejas ya están casadas y la pregunta pasa por saber si se van a engañar mutuamente. Pero también habría que hablar de la Screwball Comedy y de su efecto hipnótico y demoledor, generado tanto por la velocidad de los diálogos como de los hechos. Por el papel activo de la protagonista femenina expresando sus deseos y llevándose puesto al hombre en el afán de hacerlos realidad. Por la carga de doble sentido sexual que tienen los guiones (gracias Hays) y porque lo que importa allí no es el sentido de lo que se dice sino el código propio de entendimiento que se genera entre los protagonistas (lectura obligatoria para este pasaje del texto: La búsqueda de la felicidad, de Stanley Cavell). En la Screwball Comedy, también llamada “comedia de rematrimonio”, la pregunta, justamente, pasa por saber si la pareja se divorcia y si ese divorcio se va a sostener a lo largo de toda la película. Sí, habría que hablar (siempre) de La adorable revoltosa (Hawks, 1938), de lo alocado y vertiginoso de las secuencias, de Hawks pensando el guion a partir de situaciones y no como un texto literario, de los eternos Cary Grant y Katherine Hepburn y de la irresponsabilidad con la que se manejan sus personajes al comportarse y jugar como niños. Habría que decir que por todas estas razones la película fue un fracaso rotundo de taquilla, cosa que Hawks intentó corregir -y consiguió- luego con His Girl Friday (1940) y Ball of Fire (1941), dos obras igual de desmedidas y veloces, concebidas en un mundo demasiado ralentizado para soportar tanto vértigo.

Habría, entonces, que seguir ahora por Lubitsch y su Ser o no ser (1942), por su parodia a Hitler y por los chistes sobre los campos de concentración que hay en esa película. Habría que decir que fue el primero en hacer reír a Greta Garbo (Ninotchka, 1939). Habría que hablar de la perfección con la que trabajaba el fuera de campo y todo aquello que no se podía percibir, fuera esto visual o auditivo, pero también con lo que se daba por sobreentendido, con el sexo y las puertas cerradas de las alcobas, que sugerían pero nunca mostraban, con las mujeres yendo siempre a contramano de la sociedad de su tiempo (ver -y disfrutar- a Miriam Hopkins en Desing for Living, 1933) y de la molestia que causó una película como Ser o no ser (“una comedia de alcoba”, justamente), banalizando un tema serio e invirtiendo las identidades, tanto de los personajes como de los géneros. Habría que decir, como toda respuesta y para volver de algún modo a Hitchcock, que para Lubistch la comedia era “tragedia más tiempo”. Una ley que sigue siendo rotunda y eficaz.
Habría que hablar, por lo tanto, de Preston Sturges, el gran satírico del cine clásico, y de sus ironías constantes sobre todos los aspectos de la época. Habría que decir que Historia de Palm Beach (1942) es también una screwball en donde la idea del rematrimonio se reformula por el vínculo en sí, no por la legalidad que lo establece como tal. Que el matrimonio en este tipo de películas es el punto de partida, no la llegada, como suele ocurrir en las comedias románticas. Y que no debe haber escena de reconciliación más graciosa y emocionante (por los movimientos y los gestos de ella, por la canción que suena en simultáneo, por lo que se dicen antes de besarse) que aquella en la que Claudette Colbert, cerca del final, le pide ayuda con el cierre del vestido a Joel McCrea. Habría que decir, a modo de sentencia caprichosa, que para ser feliz hay que ver las doce películas que dirigió Preston Sturges.
Para ser feliz (también, aunque de otro modo), hay que ver las películas anárquicas de los hermanos Marx, esos comediantes que se atrevieron a combatir el mundo con ideas delirantes. Hay que decir que el anarquismo, en su cine y en general, no tiene que ver con el caos sino con otro tipo de orden. Un orden modernista en el sentido de ruptura, que nada tiene que ver con lo moderno. En términos narrativos, la comedia anarquista de los hermanos Marx propone un personaje individual o colectivo con una idea revolucionaria en donde la polifonía y la diversidad de voces cómicas nunca está jerarquizada: no hay una por encima de la otra, sino que todas son iguales y a la vez distintas. Si Groucho es el falso aristócrata (nunca nadie objeta su bigote pintado), el de la verborragia sin centro pero con sentido de la musicalidad, el del gag verbal que mucha veces se vuelve intraducible por la rapidez con la que habla, Chico es el inmigrante que engaña y que quiere “hacerse la América”, es el que se ríe de sus propios chistes, es el más social y costumbrista de los hermanos. Por su parte, Harpo es el personaje cartoonesco por excelencia, el que nunca habla sino a través de sonidos y balbuceos (jamás palabras), el que nunca abandona su bastón y el que hace cosas tan inverosímiles que son difíciles de resistir. Es, sin embargo, el que sale siempre ileso.

Hay que decir, también, que la clave de la inverosimilitud y el surrealismo en el cine de los hermanos Marx tiene que ver con esa no pertenencia a lo institucional, con esa apropiación provisoria -nunca definitiva- del territorio que llevan adelante en cada película, con ese estar siempre entre una cosa y otra, con la idea del okupa, del colado que interviene de manera inesperada en un espacio determinado para destruirlo y luego marcharse. A diferencia de Keaton, donde los elementos adquieren un uso inédito pero siguen siendo funcionales a la narración, en los hermanos Marx es la falta de objetivo lo que hace que no haya progresión dramática alguna y que el sentido no sea otro que el de la destrucción por la destrucción misma. Todo terreno es habitable y todo terreno es abandonable en este cine “marxista”. Todo es huida y sinrazón: el humor negro de Animal Crackers (1930), con Harpo entrando a los tiros a una fiesta que termina con una masacre y un suicidio, el amour fou con el que se manejan en todas sus películas -ninguno busca casarse-, dejando de lado los rituales convencionales de las normas amorosas y dirigiendo su deseo tanto a una mujer como a un caballo o a una muñeca. Incluso la animalización de sus conductas, la manera primitiva y la libertad con la que se mueven por la escena, todo habla de un cine que, aun cuando fue concebido dentro de lo que se considera el período clásico, resulta ser su antítesis, tanto en lo formal como en la mirada sobre el mundo que hay en él.
Deberíamos, entonces (porque sí, o por qué no), seguir por Jacques Tati y su continuación, profundización y perfeccionamiento del cine mudo una vez terminado ese período (otro gesto radical), pero eso nos llevaría a hablar de El regador regado (1895) de Louis Lumière, el punto cero de esta historia, el primer gag de la historia del cine. Y después (porque sí, o por qué no), deberíamos pegar un salto hasta Mel Brooks y su sentido de la parodia que, a diferencia de la sátira (que es inmediata, que trabaja con la experiencia cotidiana pero que no siempre es graciosa), no solo satiriza el uso de un tema sino su forma, que se basa en lo mediato (otra vez la distancia) para reducir al absurdo algo que ya está construido, y que siempre persigue la comicidad. Un ejemplo de sátira sin gracia sería They Live (1988), de Carpenter. Un ejemplo de parodia sería Spaceballs (1987), de Brooks, que se carga todas las películas de ciencia ficción hechas hasta entonces; o Las tres edades (Keaton, 1923), que se ríe de Intolerancia (Griffith, 1916), o El maquinista de La General (Keaton, 1926), que se divierte con El nacimiento de una nación (Griffith, 1915).
Y así podríamos seguir, yendo de un lado a otro (como los Hermanos Marx) y visitar la gestualidad exagerada de Jerry Lewis, heredada de la animación y de la pretensión personal de ir más allá de lo físico, celebrar sus personajes en crisis, siempre desacomodados con el entorno, y sus mundos de juguetería. Podríamos celebrar, también, la comedia cartoonesca de la Warner, reírnos con esos argumentos mínimos donde lo que importa no pasa por la narración sino por la repetición de un mismo chiste, de una misma situación (larga vida al Coyote y al Correcaminos, larga vida a los Looney Tunes), donde la gracia consiste en ver qué les pasa a los personajes con sus cuerpos, con la forma en la que expresan sus emociones. De un salto, podríamos caer en la comedia inglesa, en la ambigüedad de una película como A Hard Day’s Night (Lester, 1964), que cuenta una historia delirante pero que está filmada de un modo absolutamente realista, y en donde una de las cosas que quedan claras es que los Beatles, hicieran lo que hicieran, siempre serían tomados en serio, o en esa maravilla imposible de volver a emular que es La fiesta inolvidable (Edwards, 1968), una película americana con humor inglés (por el “Nonsense” permanente, por el “Understatement” que nunca desaparece) que le debe mucho a Mi tío (Tati, 1958) y que tiene a ese personaje inolvidable de Peter Sellers que, justamente, no tiene por qué estar ahí, en ese ambiente que no puede contenerlo, que le queda chico. Otro salto nos debería llevar a Totò, al primer Mastroianni, a Sordi y a Rissi, a Gassman y a Monicelli, a esa comedia italiana de mediados del siglo XX donde tanto los que la hacían como los que la miraban tenían en claro que, a pesar de la tragedia vivida, era necesario reírse más de sí mismos que del resto.
Pero para no hacerla larga, porque no es la intención de este texto establecer una genealogía de la risa ni convertirse en un estudio histórico del movimiento, y porque de todo lo dicho y mucho más hablarán mis compañeros y compañeras en los textos que siguen, solo resta decir, a modo de conclusión y sin miedo al desorden, que la comedia sopla donde quiere y que habrá de estar (siempre) allí donde la distancia nos permita el goce fuera de toda norma y moral, allí donde la falsedad se vuelva evidente y creíble (y querible) y sobre todo allí donde comprendamos -y aceptemos- que no hay nada más importante en esta vida que jugar y disfrutar del juego.
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