Algo en el cine de Petzold se vuelve signo: su ética del montaje. Todo empieza, casi siempre, por la precisión del guión. En la fina sutura de lo argumental, y en el comentario sobre cierto(s) estado(s) de las cosas en un lugar y tiempo determinados, se adivina la mano firme de un autor. Uno al que no le tiembla el pulso para sumergirse en situaciones límite, como puede ser la muerte, pero también la desigualdad, los privilegios obscenos de unos sobre las privaciones de otros, y en el caso de Wolfsburg, además y en particular, la responsabilidad con la que se encaran (o no) las consecuencias de nuestros actos. Hay entonces una resonancia ética que se derrama en cada encuadre, en la tonalidad de la luz y en los espacios que habitan los personajes: los poderosos con sus autos deportivos y sus privilegios de clase, sus casas suburbanas y la placidez del paisaje; los otros, en este caso Laura -granítica tarea de Nina Hoss- y su amiga, en la vigilancia permanente que sufren en el trabajo, la descortesía por parte de los guardias de seguridad, y la marcada hostilidad de un mundo obstinado en explotarlas y volverlas mercancía (su belleza será un marcado “bien de uso” al que deberá enfrentarse Laura).
Precisión del guión, entonces, que delimita una ética y una estética. Y la perfección para definir personajes y situaciones, siempre con el hilo de la intriga (los contornos del thriller o el género policial como andamiaje subalterno) tensando la trama. Philip es un tipo que parece tener todo: una vida sin sobresaltos, un trabajo estable y una mujer que lo quiere. En el plano inicial, su auto rojo desanda el camino de los suburbios hacia la ciudad. Todo parece en armonía, los árboles al costado del camino y la plasticidad de un paisaje que parece dibujado por un naturalista; pero al fondo ya se adivina el humo de las fábricas, el recorte de lo urbano que acecha esa idea de la calma asociada a los espacios abiertos, y cuando el auto cruza el horizonte, ya se puede esperar una inminente conmoción. Pronto sabremos que las cosas no andan bien en la pareja, y una conversación trunca será el motivo para que en la ruta suceda un accidente. Se vuelve inevitable convocar a la “La mujer sin cabeza” y ese universo endogámico de poder provinciano que teje Martel entre la niebla de una clase social, y hay aquí un uso similar del fuera de campo para contar los sucesos. Pero Petzold no deja margen para la sospecha, y la trama se pondrá a andar en función de este suceso, que altera para siempre esa (falsa) sensación de equilibrio. Lo hace otorgando el tiempo justo a cada plano, con una disciplina ejemplar para no regodearse en la tragedia ni para el chantaje sentimental. Todo se encadena, para dar forma a lo arbitrario (todo guión lo es, la clave está en cómo darle organicidad y cuales son las intenciones detrás de esas arbitrariedades. Si algo demuestra Wolfsburg con la maestría de su puesta en escena es que Petzold no es Iñarritu).
Philip huye del accidente que provocó, y toma prestado un auto familiar de la concesionaria en la que trabaja; tal vez sea el mismo que le querían vender a una familia que entró un rato antes y a la que él importunó por estar fumando un cigarrillo. Tanto el auto como el cigarrillo serán funcionales al resto de la historia, y Petzold se toma el tiempo para justificar cada una de las situaciones que dan solidez a una ficción sin fisuras (salvo, claro está, las fisuras morales de sus protagonistas). Se podría pensar en ese auto como una evidencia de clase (Laura se mueve en bicicleta, al igual que su hijo y su amiga) y como la demostración silente de que Philipp, si así lo quisiera, podría formar una familia y permitirse el lujo de un vehículo como ese. Y tiempo después, la excusa del cigarrillo permitirá que Laura conozca a un Philipp atormentado por sus actos, pero que no termina de asumir sus responsabilidades.
El montaje reafirma esa ética delineada en el guion, y marca con sutileza el instante preciso de los cortes, para que la película nunca abrace la banalidad ni se convierta en un postulado vacío sobre los males de este mundo. Cada instante cuenta, dirían un mal político o un mal cineasta, aún cuando la frase sea cierta. Petzold hace de cada segundo de sus planos una superficie múltiple: construye personajes, delimita su accionar y les imprime la tiranía del contexto (medio en el que se mueven, posibilidades y libertades, o falta de ellas). Cerca del final, todo vuelve al espacio naturalista y algo bucólico del inicio, ahora rasgado para siempre por lo que conocemos de los personajes. Y si todo parece volverse circular, el accionar de Laura vendrá a abrir una grieta en ese espiral de dolor y falsas redenciones. El último plano, detenido en un instante de incertidumbre que quedará abierto para siempre, congela el devenir del tiempo; para Laura -y para el espectador- ya nada será igual.
Wolfsburg (Alemania, 2003). Guion y dirección: Christian Petzold. Elenco: Nina Hoss, Benno Fürmann, Antje Westermann, Astrid Meyerfeldt, Matthias Matschke. Dirección de Fotografía: Hans Fromm. Montaje: Bettina Böhler. Música: Stefan Will. Duración: 90 minutos.
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