Hace unos años, cuando empezaba por este camino del cine, recuerdo haber escuchado repetidas veces que se decía que el mejor director de la historia es Jean Renoir. En su momento incorporé la idea, pero no fue sino hasta años después que me di cuenta de que no entendía realmente en qué sentido se podría decir que Jean Renoir es el mejor director de la historia del cine. Hoy podría decirlo yo también, y en su momento podía intuirlo por el placer que me producían sus películas al verlas una y otra vez, pero, en definitiva, ¿no hay directores que filman mejor? ¿No hay (muchos) nombres más fundamentales para la historia de este arte? ¿Hay algo particularmente extraordinario en el cine de Renoir? ¿Algo que se pueda señalar o medir? ¿Algo que haya hecho que haya cambiado para siempre el cine o cómo lo vemos? ¿Es Renoir lo que podríamos llamar un director importante?
El azar de la distribución de cine en la Argentina ha hecho que este año se estrenaran una cierta cantidad de películas que me han conmocionado profundamente pero que, en realidad, se produjeron en años muy diferentes. Hace poco se estrenó Taxi, otra gran película del más prolífico director prohibido, cuya fecha es 2015, pero Mr. Turner, que vimos este año, tiene fecha oficial, por ejemplo, de 2014, y hay casos un poco más extremos, como la maravillosa Rabo de peixe, que figura con fecha de nacimiento en el 2003. En nuestras salas y en nuestra experiencia estas películas se acumulan y articulan, aunque se hayan producido con más de una década de distancia. Pero, en definitiva, el azar de la distribución no es demasiado diferente del azar de la producción y lo que tuvimos fue un 2015 lleno de películas maravillosas (la lista de películas buenas se podría ampliar, pero en el fondo ya tres es un número exuberante).
Una y otra vez me encuentra yendo de una a otra de estas tres películas que, en realidad, no tienen demasiado que ver entre sí: ni por su forma ni por sus circunstancias de producción, procedencia geográfica, recorrido en salas/festivales ni ambiciones. Comparten otra cosa.
Es muy posible que uno empiece a ver Taxi, la última película de Jafar Panahi, conociendo por lo menos algunos datos mínimos sobre las circunstancias de su producción: la prohibición del gobierno iraní que pesa sobre Panahi, el cine que el director viene desarrollando estos últimos años, las implicaciones políticas y cinematográficas que suponen la mera existencia de esta película. Pero, a diferencia de lo que pasaba, por ejemplo, en This is not a film, en la que las propias circunstancias de producción de esa película clandestina tenían un papel central como tema y como estética, Taxi arranca ya con una estrategia muy inteligente que anula todos estos temas al exponerlos brevemente y dejarlos atrás.
A los pocos segundos de película comprendemos cuál va a ser la forma: una cámara (en realidad, dos o tres) pegada en la parte delantera de un auto, Panahi como taxista y una serie de personajes/pasajeros que pasan por el auto y por la película en diferentes circunstancias. Pero, a diferencia de lo que pasaba en Ten, por ejemplo, otra película iraní de referencia directa, Panahi no usa el mecanismo de la cámara en el auto como propuesta estética (la reducción de la puesta en escena al mínimo absoluto) sino como recurso práctico necesario y suficiente. Digamos: ahí donde Kiarostami elige la cámara en auto como propuesta rígida, Panahi recurre a ella posiblemente como último y único recurso posible para hacer una película, dadas sus circunstancias. Vamos a ver una película que transcurre en un taxi. Empieza la película y vemos a Panahi (a quien el espectador puede no conocer de antemano), que levanta a diferentes personas en la calle. Los personajes se suben al auto y se largan a hablar con una espontaneidad extremadamente fluida, y no parecen reconocer el hecho de que una cámara (que tiene que ser necesariamente visible en el espacio reducido de un auto) los está filmando. Panahi hace de taxista y con ese mecanismo de narración mínima nos va a armar una nueva película. Pero al poco tiempo sube al auto un personaje que inmediatamente lo reconoce: “Vos sos Panahi, yo te conozco”. Así, al doblar la ficción sobre sí misma y poner en evidencia lo que todos sabemos (ese que está ahí es Panahi, esto es una película que se filma en circunstancias muy particulares, lo que vemos está embebido de una gran naturalidad pero no deja nunca de ser una ficción), Taxi se libera de sus propias falsedades y limitaciones y puede entregarse sin complejos a lo que es: cine. Con un mecanismo puramente iraní, Taxi se permite ser una película.
Probablemente lo más llamativo de la última obra de Panahi sea que, a pesar (o tal vez gracias a) la gran limitación de la forma, esta película está llena de vitalidad. Sin un centro preciso, sin un tema o un curso claro, Taxi fluye con el correr de sus personajes, que la llevan de la comedia al comentario político, del retrato costumbrista al cine feminista, pasando por una cantidad de recovecos en los que, más allá de algunos juegos referenciales, la película se carga de contenido político (en el sentido más amplio), pero se carga sobre todo de un ritmo y un fluir inusual, libre y, podríamos decir, feliz. A pesar de las tragedias y las injusticias que desfilan junto a Panahi (que parece guiar el auto como guía la película, concentrado en el camino, casi como si la cosa ocurriera sin él), uno no puede evitar sentirse lleno de un encanto infinito después de ver Taxi, probablemente en gran medida por el personaje de la sobrina de Panahi, pero sobre todo por la sabiduría con la que el director logra hacer fluir una sucesión de situaciones que podrían ser una multiplicidad de películas en sí mismas (si hablamos de películas de esas que tienen un solo centro, un solo tema, una forma moldeada según el mensaje que se desea transmitir) para componer un todo que las incluye y las supera. Taxi es mucho más que una película, porque incluye esas posibles películas y las eleva a la simple categoría de cine.
Pero, viendo la limitada (y más bien fea) variedad de planos que componen Taxi, uno no puede evitar preguntarse: ¿qué es lo que hace que esta película brille tanto? La puesta en escena casi desaparece en esta película, no como minimalismo esteticista, sino como simple circunstancia fundadora. Y, sin embargo, Taxi respira cine por todos lados. Tendrá sus fallas, sus limitaciones, pero el viaje es completo.
¿Qué hace que Taxi sea lo que es?
Rabo de peixe, el documental de Joaquim Pinto y Nuno Leonel, respira un encanto infinito que, sin embargo, resulta más escurridizo que un pez fuera del agua. ¿Qué es lo que hace que cada plano, cada secuencia, cada detalle de Rabo de peixe sea tan fundamental, tan hermoso, tan pleno de algo que podríamos llamar cine? En la película no hay, ni de lejos, un trabajo cuidado y meticuloso sobre el plano, la composición o la calidad plástica de la imagen. Filmada hace más de 10 años, vaya a saber uno con qué cámara, las imágenes que componen la película son más bien precarias. Es probable (aunque no hice la prueba) que si uno toma cualquier imagen aislada del documental, no encuentre en ella nada particularmente interesante. No hay grandes planos en Rabo de peixe. Y, sin embargo, a la película no le sobre ni un plano y las secuencias, los momentos, los rincones que la componen rozan lo inolvidable. ¿De qué está hecha Rabo de peixe?
El arte de Pinto y Leonel no está tanto (o únicamente) en el saber que les permite ubicar la cámara y, sobre todo, intuir qué filmar, sino fundamentalmente en aquello que en definitiva podríamos llamar el montaje. El material que compone Rabo de peixe es, en alguna medida, la filmación casera de unas vacaciones extendidas. Quienes filman saben de cine pero, por ejemplo, la película incluye también una secuencia en la que los propios pescadores de Rabo de Peixe tomaron la cámara y decidieron filmar lo que ellos querían filmar. Esta secuencia, en la que ni Pinto ni Leonel tocaron la cámara, comparte también ese encanto mágico que hace a la película toda. El saber mirar de los directores no tiene que ver con un preciosismo visual (que la precariedad parcial del material tampoco permitiría) sino simplemente con el saber poner la atención donde hay algo que merece ser filmado y, luego, en permitir la duración necesaria en el metraje para que aquello que merecía ser filmado pueda desplegarse con total naturalidad. El encanto de Rabo de peixe es precisamente esa sabiduría que permite reconocer lo filmable en aquello que podría parecer descartable y permitirle el tiempo que requiera en pantalla para alcanzar la dignidad que merece, y que una narración estructurada jamás hubiera permitido. Ninguna estructura le hubiera servido a Rabo de peixe porque las estructuras proceden de ideas previas y lo que puebla esta película es precisamente aquello que está vivo, aquello que ocurre frente a la cámara pero más allá de la cámara, un flujo de vitalidad que no está exento de artificialidad (todo el cine es siempre mentira) pero que encuentra su justificación y su forma en algo que excede a esa forma.
¿Hay algo que Panahi nos esté intentando decir con Taxi? Hay algunas de las historias y personajes que pueden leerse como mensajes políticos más o menos claros sobre el régimen de Irán y el estado de la sociedad en la que vive, pero en buena medida esas historias y esos mensajes tienen sentido porque Panahi las sumerge en un mural amplio y complejo que incluye también señoras con peces supersticiosos y gordos traficantes de DVD pirateados.
¿Hay algún mensaje político en el documental de Pinto y Leonel? Por supuesto, pero ese mensaje importa (mucho) menos que cualquier otra cosa en el documental: un chico que aprende a nadar, familias que van a pasar el fin de semana al mar, un pez destripado o redes infinitas.
Las intenciones y las circunstancias de filmación se vuelven explícitas en estas dos películas, pero importan mucho menos que lo que permiten capturar. Como redes echadas al mar, estas películas traen consigo mucho más de lo que uno hubiera esperado encontrar. En Taxi, como en Rabo de peixe, la política está más en la forma (abierta) de este cine que en su contenido. Lo que importa, en definitiva, es otra cosa.
Más allá de la gracia o el encanto, lo que se respira en estas películas (como también en Mr. Turner y en todo el cine de Renoir) es un amor infinito por los personajes que las pueblan. Ya sean pescadores reales o falsos pasajeros de un taxi, o actores en una película de época, lo fundamental y más vital de estas películas es que una y otra vez remiten a aquello que está más allá del cine. El verdadero cine ama aquello que lo excede. Y solo las películas que aman son las que podemos amar verdaderamente.
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