César (Mariano González) trabaja en una fábrica de globos. Fuma cinco atados de cigarrillos por día, al mismo tiempo que entrena su cuerpo consecuentemente. Se nota que evita los impulsos de una adicción latente manteniendo la cabeza en el trabajo. Se hace cargo de sí mismo. Vendió el auto, compró una moto para ahorrar. Va y viene casi sin detenerse. Transita un presente centrado, sin muchos escapes; del trabajo al auto, del auto a la casa, fumando, persiguiendo breves lujurias con mujeres que no trascienden, tomando cerveza, fumando luego un poco más. Durmiendo poco y enseguida embistiendo nuevamente su cotidianeidad, cargando un peso que palpita, resquebrajando progresivamente los bordes de su marco pasivo.
La luz mortecina rebota desde algún lugar sobre un cuarto saturado de objetos de obra en construcción y baldes con pintura seca, tamizados todos por el polvo. César vive encapsulado en un cuarto mugriento. Su amigo y compañero de la fábrica es un drogadicto activo que va pasado de rosca a trabajar. César mantiene la cabeza en el trabajo, aunque precisamente lo que fabrican son piñatas, los globos son más pequeños, se atan a un hilo para decorar, generalmente se utilizan para entretener a los críos en los cumpleaños. Las piñatas son más grandes que los globos, se las puede rellenar con cosas sólidas, más pesadas. Al ser más grandes y más resistentes, es muy agotador inflarlas a fuerza de pulmón. En cualquiera de estos casos, globos o piñatas, César comparte un vínculo de alienación con estos objetos de goma: se lo ve robusto aunque es volátil, y a pesar de poseer una apariencia sólida, carga con una fragilidad a punto de explotar. La interpretación de Mariano González, cargada de vitalidad y con un soberbio manejo de los silencios, contiene a un personaje elaborado a partir de una marcada economía de recursos que sugiere toda su complejidad con apenas algunos silencios, con algunas miradas.
César tiene que hacerse cargo de Alfonso, su hijo de dos años, debido a la muerte de su madre, otra mujer con la que mantuvo una relación pasajera. Este hijo, que no planeó, pone en crisis su paradigma ya inestable.
César tiene dos teléfonos, una adicción latente y un pasado que parece haber dejado sus marcas indelebles. Tras dos años de estar internado, tener que hacerse cargo de un hijo no deseado es algo que de entrada no quiere ni evaluar. Este suceso arremete contra su presente aislado, contenido, e influye sobre sus sentimientos de irresponsabilidad, sobre sus dificultades para hacerse cargo de los demás y de sí mismo.
Los elementos que desnudan el argumento se configuran a lo largo de un ritmo narrativo que tiende a disipar la atención, en el que todo se revela gradualmente, con precisión, sin insistencias. En estas dispersiones, mientras César conduce su auto, o mientras espera, es donde más se pone de manifiesto el desasosiego que lo oprime.
En las idas y venidas para dar a su hijo en adopción a una pareja de gente más grande, César comienza a conocer a su hijo. Alfonso (Alfonso González), dotado de una inteligencia perceptiva, no requiere muchas explicaciones para entender qué es lo que está pasando mientras se lo pasan de mano en mano en autos y en casas. Alfonso es el hijo real de Mariano González, el director, quien aprovecha el vínculo para jugar con las distancias, creando espacios cargados de sentido y conversaciones deliciosas, como cuando el chico le cuenta que su pasión por explorar requiere de su acompañamiento para no perderse. La aparición de Alfonso, además de ser notable, intensifica el lazo entre ambos y acelera el drama, aclarando los puntos oscuros. Esta vitalidad llega para reanimar el esqueleto estructural del film, comienza a promover la identificación con el protagonista, removiendo profundamente los cimientos emocionales que lo llevan a afrontar sus nuevos sentimientos, al mismo tiempo que se quiebra su presente centrado y egoísta.
César comienza a fallar en su trabajo: toma mal los pedidos, su cabeza, como un globo, flota en indecisiones inminentes. Finalmente, tras una soberbia escena en la que acompaña a su hijo a explorar un bosque, explora sus propias cavilaciones y decide rechazar la adopción. Intentar, al menos, quedarse en la cercanía de Alfonso. Continuar fabricando globos es la única cosa que parece tener sentido ahora; a pesar de contener cierta trivialidad, fabricar globos es la forma de luchar y es ahí donde se contiene todo el complicado drama del mundo: la fábrica de globos es un lugar donde todo es simple, lo único que falta es aire.
Los globos (Argentina, 2016), de Mariano González, c/Mariano González, Alfonso González Lesca, Juan Martín Viale, 65′.
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