Hay una mujer que nació en otro mundo. Esa mujer llega un día del año 1937 a un país llamado Argentina. Tiene apenas diez años y el único recuerdo que parece aflorar de esos tiempos no refiere a su familia ni al viaje: es el de sí misma empeñada en dibujar el mundo que la rodeaba. Dice, en el presente en que es retratada para un documental, que los recuerdos son inconstantes. Que se mezclan con los recuerdos de los otros. “Los recuerdos propios no serían más que un videoclip de un minuto”, dice, como si el presente fuera borrando continuamente el pasado.
Una división inevitable de la vida en dimensiones que parecen transcurrir de manera paralela. La vida como transcurrir en el que el personaje no sabe de qué se trata, y que nunca lo sabrá. Pero también la idea de que “toda la vida es como un sueño”. En el sueño está el arte. En la vida que no se sabe, lo que hay es ese mundo de instituciones sociales respetadas.
La niña que quería dibujar, en ese país desconocido, cuando ya era joven, fue a aprender. En esa escuela que no se nombra, el relato plantea una imagen que hemos visto repetidas veces: un modelo desnudo que posa en el centro de un espacio, mientras un grupo de jóvenes o no tanto desarrollan sus trazos en la hoja en blanco. Pero la escena tiene un cambio. Es el pasaje de la joven, del lugar de observadora a convertirse a sí misma en objeto artístico, al reemplazar al modelo desnudo que no llega a la clase. El arte se convierte en el rito de pasaje de la observación a la participación.
La joven que fue Heuser ahora es Hirsch. Y entra en los 60 como en ese ritual de transposición. De la pintura al happening hay un camino lógico que es una repetición de esa escena de la escuela de arte: se trata de cambiar la perspectiva y poner el cuerpo en el centro de la creación. “La marabunta” se convierte, visto desde hoy, en un signo de época. No se trata solo de un happening: es prohibido por la policía, finalmente autorizado y realizado en el lobby de un cine donde se proyectaba Blow Up y filmada parcialmente por Raymundo Gleyzer. El esqueleto revestido de comida y palomas que se soltaban, definición de la puesta del cuerpo en el centro, pero también del carácter efímero de la obra y de la necesidad de intervención de otros sentidos además de la vista –sobre todo el tacto y el gusto. Una estrategia que se repetirá una y otra vez. Primero con muñequitos de celuloide que se reparten en la calle en Nueva York, en Londres, en Buenos Aires. Más tarde, en la calle Florida, regalando manzanas a la gente que pasa. Finalmente, el cuerpo vuelve a ser el centro, convertido en manos que deambulan por las calles.
Si Hirsch con sus amigos Marie Louise y Walter Mejía encontraban un espacio en el no-espacio de lo artístico, situados en un lugar equidistante del arte popular y de la moda imperante en el Instituto Di Tella, el pasaje al cine repite los procedimientos. Poner distancia con la narrativa convencional y, a la vez, con la experimentación más radical y abstracta. Hacer cine como “una manera de hacer poesía”, para generar sensaciones. En el cine, Hirsch encuentra ese no-espacio que está desocupado y que solo parecía poder llenar con sus propios experimentos, distanciados de otros que parecían similares y sin embargo no. Basta ver la comparación interesante con la obra de Michael Snow en la que plantea la diferencia al narrar no lo que se ve, sino lo que no se ve fuera del plano de la pared de su estudio (“La mía es más entretenida que la de él” dice después, remarcando la diferencia en otros planos).
Si hay algo que Narcisa consigue es colocar a su personaje en la dimensión de ese no-espacio, lo cual implica la carencia de un linaje previo reconocible del cual deriva, como así también de una descendencia artística que pueda articularse con su trabajo (de hecho, la obra permaneció como una especie de secreto del que la “rescató” hace unos años una hermosa caja de DVDs de edición bastante limitada). La concepción de Narcisa Hirsch como única ya se vislumbra en el título, en el que el nombre funciona como definición. Pero se completa en el relato que recupera la forma de trabajo en donde lo “casero” va de la mano de la necesidad de trabajar sobre una poética personal. Narcisa volviendo a poner el cuerpo, desnuda, como en el episodio de la juventud, acostada en una playa junto a un grupo de elefantes marinos. Narcisa filmando en la Patagonia con una cámara de 16 mm subida en el capot de un auto. Filmar las proyecciones de algo ya filmado para trabajar con sobreimpresiones. Filmar en Super 8 porque era lo que se podía trasladar con facilidad. La tecnología disponible al servicio de la experimentación personal.
Hay algo más que logra el documental en el retrato de su personaje. Ante la limitación que le impone la propia Narcisa respecto de sus recuerdos, más la ausencia de relaciones artísticas más allá de sus colaboradores cercanos, Narcisa narra a su personaje desde la obra. La recorre estableciendo una línea de desarrollo que recupera desde allí lo que no se recuerda, sin correrla de esa descentralización en la que se ubicó siempre. Desde ese lugar, replica el documental ese carácter discreto que observa en el personaje. No la sitúa en otro espacio que no sea el de su pertenencia. La misma distancia física que implica el lugar en el que vive el personaje es la que replica el documental para poner en relación a esa obra que recupera con esa especie de entelequia llamada arte argentino. Y así como entra en el personaje casi pidiendo permiso, se va alejando de él con la misma delicadeza, mientras la proyección en la casa se acaba y todo comienza a desarmarse, como si allí no hubiera una artista singular y única.
Calificación: 6.5/10
Narcisa (Argentina, 2021). Dirección: Daniela Muttis. Guión y Montaje: Daniela Muttis. Fotografía: Daniela Muttis, Rubén Guzmán S. Música: Nicolás Diab . Duración: 61 minutos. Disponible en Puentes de Cine.
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