No hay deseo más urgente, cuando se llega a la playa, que el de descalzarse. En cuanto superamos el médano abrasador que se interpone entre nosotros y la arenas lisa, sujetamos las ojotas con la punta de los dedos de la mano más desocupada y ahí sí, cuando finalmente nuestros pies frotan la superficie suave y seca, sentimos que la espera (del día, del año) terminó y nos disponemos a disfrutar de esa sensación que tiene sabor a promesa.
Un bello haiku del poeta japonés Yosa Buson dice: “Es un placer atravesar el río, con las sandalias en la mano”. El poema evoca el goce que produce ese modesto ejercicio de comunión con la naturaleza que es descalzarse. En su estructura pequeña, amable y desnuda anida, además, una sutil recomendación: hay que animarse a atravesar el río, hay que arriesgarse a caminar descalzos. Porque descalzarse puede vivirse como libertad, placer, el despertar de lo sensible, pero al mismo tiempo como desprotección, inseguridad ante lo desconocido, la posibilidad de lastimarse.
En Sueño Florianópolis, quinta película de la directora Ana Katz, hay mucho de todo aquello. Sus protagonistas deben quitarse el calzado para cruzar el riacho de agua marina que los separa de su ansiada casa de veraneo. En ellos está presente esa sensación ambivalente de andar descalzos. A su manera, cada cual acusa la mezcla de curiosidad y vértigo que supone abandonar lo conocido y adentrarse en lo inexplorado. El resultado es una película sencilla y profunda como ese haiku. Amable y mordaz a la vez. Por momentos divertida y liviana, pero en otros espesa e incómoda. Todo narrado con esa habilidad característica de su directora de no marcar cuándo es momento de cada cosa. O, mejor aún, de que varias cosas sucedan a la vez. Las partituras de las películas de Ana Katz no se componen de una sucesión de notas, sino de acordes. En Sueño Florianópolis, cada escena preserva una cuota de hibridez que le da ese tono indefinido a su cine. El estado de turbación y embriaguez de las vacaciones resulta el hábitat perfecto para Katz. Y el vínculo entre personajes en un momento de inflexión, su ingrediente predilecto.
Lucrecia y Pedro (Mercedes Morán y Gustavo Garzón) son un matrimonio en crisis que, en plena convertibilidad menemista, realizan el viaje de veraneo insignia de la clase media que sobrevivió al derrumbe económico y la desocupación. A bordo de un desvencijado Renault 12 “rural” viajan a Florianópolis junto a sus hijos adolescentes Flor y Julián (Manuela Martínez y Joaquín Garzón). Todos los elementos que componen el folclore de ese periplo están presentes: el viaje agotador, un repasador en la ventanilla para tapar el sol, la noche en algún hotelito mal provisto, hablar portuñol y, finalmente, llegar y confirmar que la morada alquilada por teléfono es un asco. Además de la mueca que nos brota al ver representados nuestros propios viajes en la pantalla, lo que se va plantando es uno de los ejes temáticos de la película, que referiere a los reflejos de esa clase media presuntuosa que veranea en el exterior pero se roba la comida del desayuno para ahorrarse un almuerzo. A la clase media, como al monito de Los Redondos, “cuanto más alto trepa…, el culo más se le ve”. Habiendo sorteado el cuco de la proletarización, los que lograron subir al arca antes del diluvio ensayan sin demasiada elegancia el yeite de la burguesía: convertir la crisis (ajena) en oportunidad (propia). Como dice Pedro, “Aprovechamos que el cambio e bon para venir”.
El buen recuerdo que tienen de unas vacaciones en la ciudad, ocurrido diez años atrás, los lleva a intentar, en ese lugar, recomponer los vínculos familiares. La precariedad del plan se huele de lejos. Según Pedro, con Lucrecia están “tecnicamenchi separados”. Para ella, lo de “tecnicamenchi” está demás. Como sea, lo cierto es que ambos están con muy pocas ganas de atizar el fuego de la relación. Más bien se los ve con modorra para hacerse hacia nuevas aventuras.
La aceptación de “los filhos” a sumarse al viaje le permite al matrimonio sostener el ritual benvenutezco de la comida familiar y los planes de a cuatro. Uno de los aspectos más logrados del film es el retrato de ese momento en el que los padres reaccionan ante las decisiones de hijos ya adultos con el freno de mano puesto, tragándose el reflejo censor que aún aflora, cual sheriff en condado ajeno.
La mímica de famiglia uñita se interrumpe en cuanto cae la noche. Mamá y Flor van a la cama matrimonial. Papá y Julián, a las cuchetas. Cuando las cosas se ponen sobre la mesa, son los chicos los que tienen una reacción más adulta. Ellos sí están atentos a lo que les pasa y no tardan en virar la atención hacia sus propios asuntos, dejando a la pareja sin sombra bajo la cual ocultar su crisis. Si esperaban que los chicos colaboren en ese “hacer como si”, Flor lo rechaza de forma lapidaria: “Las vacaciones no son para colaborar”, le espetará a su madre. Julián reflota la idea de irse a otra playa con amigos y Flor explora su romance de verano. Entonces, Pedro ya no baja a la playa con el gomón, sino solo, con la sombrilla y un libro, mientras Lucrecia se queda en la casa, pendiente de lo que ocurre en la casa de al lado con su vecino locatario.
La película por momentos sucumbe a la tentación del costumbrismo, escurriendo el vademecum de tics vacacionales. Pero recupera su centro cuando desgrana la situación de la pareja. “Este Florianópolis es otro. Radicalmente diferente al Florianópolis anterior”, le dice Lucrecia a Pedro. Y allí van los dos, como empujándose uno a otro para ver quién abandona primero el primer Florianópolis, en el que no era un problema tener una cama matrimonial, y se lanza a la búsqueda del nuevo Florianópolis que, como una bomba centrífuga, los expulsa hacia destinos diferentes. Marco (Marco Ricca), dueño de la casa que alquilan, y Larissa (Andrea Beltrão), su ex mujer, son sus anfitriones en ese nuevo Florianópolis. Con su separación ya asumida y la disposición de ambos a abrirse a nuevas aventuras, son los serafines que van animan a Lucrecia y Pedro a sacarse las sandalias y atravesar el río. ¿Se armó la comedia de enredos y parejas cruzadas? No, no. La directora, tal como ocurrió en todo su cine, especialmente en La novia errante (2006) y Mi amiga del parque (2015), no corre la mira y saca a relucir su pulso para indagar en las flaquezas de los personajes, sin contemplaciones pero también sin saña. Esto define una estética y también una ética. Katz, a diferencia de tanto cínico que anda por ahí con una cámara a su alcance, no sondea las miserias íntimas ajenas desde el otro lado de la tapia y con afán de burla, sino con la proximidad y humildad de quien se reconoce parte del universo presentado.
¿Es confortable su cine, entonces? En absoluto. La incomodidad surge a cada instante de forma palpable. Nadie exhibe mejor esos momentos raros, en los que uno no sabe cómo responder o de qué forma interpretarlos. Y no hay corte de montaje ni chiste fácil que te ayude a evadir esa situación embarazosa. La escena del “juego” en la playa entre Lucrecia y Pedro describe el rigor con el que la directora se zambulle en la extrañeza. Luego de que Lucrecia despierta a Pedro de un baldazo, comienza una guerra de agua en la orilla. Las risas y salpicaduras amistosas del comienzo van mutando a una disputa que termina en gestos serios y forcejeos bruscos. Katz sostiene el plano hasta el final, mucho después de lo que hubiera indicado el canon y lo que esperábamos nosotros. Finalmente, la escena no es ni la simpática representación de la reconciliación ni un físico pase de facturas, sino el intento de aproximarse a la experiencia sensible de ese momento en toda su complejidad. Porque Katz no quiere dar a entender, sino hacer sentir.
La excelente fotografía y un trabajo fino del sonido, particularmente en su construcción del espacio off, colaboran para montar ese ambiente difuso y sugerente. Párrafo aparte merecen las interpretaciones protagónicas. Morán y Garzón construyen de maravillas a esa pareja que, aunque lo que habla no es poco, se expone en lo insinuado, en esas tres palabras que le faltana cada frase para completarse.
En la astucia para hendir la cuchara en esos vínculos agridulces, hay que incorporar la decisión de no traducir los diálogos en portugués. Los personajes piden a cada momento que se repita lo dicho, más lento, y nosotros estamos atentos a esa nueva chance para completar la idea. “Te entendí la mitad, pero te acepto la cerveza”, le dice Lucrecia a Marco. Ella sabe que con lo que entendió es suficiente. Después de todo, nadie allí termina de comprender del todo al otro. Quizás por estar demasiado aturdidos por el retumbar de sus propias dudas y dilemas. Por eso, a pesar de que Marco, en el karaoke, le dedica Castelhana solo a Lucrecia, todos entendemos a qué se refiere cuando dice “Larga todo y vem comigo. Vamo a encarar o perigo”. Ese clásico de la música gaúcha nos invita, como aquel haiku japonés, a atravesar el río con las sandalias en la mano.
Acá puede leerse otra crítica de la misma película.
Sueño Florianópolis (Argentina/Brasil/Francia, 2018). Dirección: Ana Katz. Guion: Ana Katz y Daniel Katz. Fotografía: Gustavo Biazzi. Música: Maximiliano Silveira, Beto Villares, Erico Theobaldo y Arthur de Faría. Edición: Andrés Tambornino. Dirección de arte: Gonzalo Delgado. Sonido: Jésica Suárez. Elenco: Mercedes Morán, Gustavo Garzón, Marco Ricca, Andrea Beltrão, Manuela Martínez, Joaquín Garzón y Caio Horowicz. Duración: 106 minutos.
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