En una cacería no hay lógica. Hay un objetivo, pero ese objetivo aparece indiferenciado de otros: no tiene nombre específico, sino a lo sumo una pertenencia a una especie, que puede ser intercambiable, de acuerdo a lo que se encuentre. Cuando se caza de noche –como en la escena de Implosión– se trata de una especie de caza a ciegas, apenas iluminada por un par de potentes faroles que buscan hasta que encuentran algo que se mueve. Darle a lo que se mueve, a lo que se escapa de la luz y de los disparos. Hasta darle caza. Y arrastrar el cadáver animal hasta la camioneta –que no se ponga en pantalla como presa para una comida, no deja de ser relevante para la construcción de la totalidad de la historia: se reduce al ejercicio de la cacería por sí misma.
En esa escena de caza participan Pablo y Rodrigo con otros amigos varones. La escena se reproduce como un contrapunto de lo que nos muestra el inicio de la película: las imágenes tomadas de los noticieros de la época de la llamada “Masacre de Patagones”, en la que un adolescente abrió fuego sobre sus propios compañeros de escuela. Por un lado, porque replica la irrupción de las armas como un elemento de poder sobre la vida del otro. Los hombres de ese grupo, ya no adolescentes, irrumpen en el territorio de otras especies animales para reproducir la masacre: focalizan, disparan y matan. Por el otro, aparecen como una primera culminación de la forma en que la violencia se pone en recirculación a partir de quienes fueron víctimas. Del momento en que dan la charla a los actuales alumnos de la escuela donde ocurrieron los sucesos al encuentro con el grupo de amigos a la vera del río se produce un pasaje interesante que define la construcción de la película. De las víctimas que intentan crear conciencia y que replican que “los pibes no saben nada de lo que pasó”, a su reconstrucción como victimarios en la cotidianeidad de la relación de amistad. Como si la masculinidad debiera ser expuesta una y otra vez, terminan reproduciendo el mismo esquema violento: la denigración del otro a partir de la construcción de una imagen de mujer configurada en las hermanas, las escaramuzas corporales contra uno de los miembros del grupo, los piedrazos que los que están fuera del agua arrojan a quienes están dentro. La secuencia de la caza, que sobreviene inmediatamente después, es la que cierra el círculo de esa violencia que logra salir encapsulada en la forma de una bala que necesita dañar, matar, eliminar.
Esa escena deriva en el inevitable pasaje de relajamiento: el regreso, llevar al compañero borracho hasta la tranquera de su casa. Pero Rodrigo y Pablo están de cierta manera todavía embebidos de la adrenalina del ejercicio anterior. Se despegan del grupo de pertenencia para restringirse a ese subconjunto que solo pueden formar ellos dos, los sobrevivientes. Puestos en el camino, la incitación a avanzar surge casi de inmediato. Hay una referencia a los comentarios que circulan por Patagones, que dicen que Junior ha vuelto, que lo vieron en el auto familiar en la casa de la abuela. Ese comentario que recupera Rodrigo no es solamente el combustible necesario para emprender el viaje, el fósforo que enciende la mecha para la detonación final: es la forma en que se decide construir a ese personaje. Junior es un fantasma a lo largo de todo el relato. Una forma congelada quince años antes, reducida a una foto conjunta, a un dibujo que se replica en un espejo, al recuerdo de Pablo y Rodrigo. Ocupa siempre ese espacio pasado y en cada mención en el presente, parece escaparse una y otra vez de las manos y de las miradas –los chicos de Ensenada que no lo conocen, los que lo conocen de vista, el que sabe que su hermano suele verlo. El carácter fantasmal del personaje se ahonda cuando llegan a la casa de puertas abiertas en la que no hay nadie, en la aparición de alguien que podría encarnarlo pero que nadie mira para certificar si se trata de él o no –la cámara reproduce ese distanciamiento: nunca alcanzamos a ver bien esa cara-. Ponerle un cuerpo al fantasma, derribar el cuerpo, traerlo de una vez del pasado al presente, para que en el mismo acto, el presente vuelva hacia el pasado. Cazarlo, llevarse la presa.
Si la cacería puede ser vista como la reducción a un proceso de animalización –quizás bestialización sería la palabra más adecuada- lo que ocurre con el pasaje de los personajes de una ciudad a la otra –de Patagones a Ensenada- es una situación similar. Vigilar, perseguir, alimentar el deseo obsesivo por la presa –primero exacerbado en Rodrigo, después, expuesto de manera más visceral en Pablo-, plantearse en la dualidad entre el recuerdo permanente y la pretensión de un olvido que resulta finalmente imposible. Esa dualidad hecha carne en el cuerpo de Pablo, especialmente. De la idea inicial de que ya pasó el tiempo (“Ese chabón para mí está muerto, ya pasó, ya está” dice al comienzo) pasa a embarcarse en la persecución azuzada por su amigo. Pero el momento en el que ese pasado se revela en toda su complejidad en el personaje, es en una doble escena en la casa de Emma. En la primera, oculta sistemáticamente las cicatrices que quedaron del hecho a la curiosidad de Emma. En la segunda, cuando narran el episodio entre los dos en el living de Emma –con los signos de una representación, con ellos parados y los espectadores sentados en el sillón; pero también con el peso que cargan representado en el dibujo de la cara de Junior en el espejo al que le dan la espalda- cuando se produce la disociación por la presunta acción de Pablo de tratar de proteger a un compañero. La memoria y el recuerdo aparecen como elementos tan complejos como inexplicables en la forma en que se cruzan en un mismo cuerpo.
La escena de la caza se replica en el tramo final. Es otra forma de cacería, pero involucra a todos los que pasaron esa larga noche de vigilia regada de alcohol, movilizándose como se puede –algunos van en la camioneta, otros en bicicleta, otros en skates-, hasta que queda señalado el lugar, aparece un posible sospechoso y todo se agita. La adrenalina de la escena en la que Pablo persigue a alguien por el bosque de Punta Lara es un reflejo de la escena en la que corre con el karting en el autódromo de Patagones: correr y correr, pero en una y en otra, no para llegar a la meta, sino para derrapar, hacer un trompo sobre sí mismo y quedar desubicado y fuera de carrera. Pero también es la representación de algo que se va tanteando una y otra vez a lo largo de la película: la posibilidad de pasar los límites. Si la representación más clara es el momento en el que Rodrigo se mete en el psiquiátrico siguiendo esa otra sombra fantasmal que cree que puede ser Junior, cada hecho que hace avanzar la acción es un avance en el cruce de los límites: ir hacia otra ciudad, seguir a un auto por las calles de Ensenada y a un hombre por los pasillos de un complejo de departamentos, entrar en una casa ajena, golpear a alguien indefenso en el piso. Es la escena final la que establece un límite, la sensación de haber llegado más lejos de lo que la fuerza les permite. La implosión real de los personajes, ese desmoronarse hacia adentro, se registra solo en ese instante, cuando Pablo dice que ya no puede avanzar más y los dos deciden volver a casa.Implosión consigue un resultado notable porque logra transmitir a la narración, la intensidad en la que se mueven los protagonistas de su historia, poniéndola en primer plano, generando un crecimiento que por momentos parece imperceptible –pienso en las escenas en el bar por la noche, o en las del amanecer en casa de Emma- pero que la sostiene para no generar un anticlímax. Y por sobre todo, porque esa intensidad de los personajes está compuesta de claroscuros, de un borramiento de cualquier dimensión heroica en pos de rescatar la obsesión creciente, el resurgimiento de un dolor que no se pudo borrar: convirtiéndolos en aquello de lo que alertaban a los chicos de la escuela en la charla, remarcando ese lado oscuro que los lleva a traer desde el pasado la violencia que el tiempo y la distancia parecían haber contenido. Hasta que la presión terminó acabando con todo dique posible de contención.
Calificación: 8/10
Implosión (Argentina, 2021). Dirección: Javier Van de Couter. Guion: Anahí Berneri, Javier Van de Couter. Fotografía. Federico Lastra. Elenco: Rodrigo Torres, Pablo Saldías, Julieta Zapiola, Nina Suárez Bléfari. Duración: 80 minutos.
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