Lunes 18 de abril: Carne, como casi toda película de Armando Bo, tiene cuatro o cinco planos, escenas o secuencias que pueden ser consideradas como “hechos cinematográficos puros” (son muy pocos los directores argentinos que lo han conseguido sistemáticamente), combinación de hallazgos conscientes e inconscientes, tanto por parte del autor como de la maquinaria cinematográfica. Justo antes de que la mujer se acerque a la puerta, ha puesto un disco de Gardel en un combinado para que lo escuche su abuelo. Con el cambio de plano dejamos de ver la fuente del sonido y, a pesar de que nos alejamos de ella, seguimos escuchando Arrabal amargo al mismo volumen. Pero el movimiento de la mujer, vuelta silueta y acercándose al umbral que separa la sombra de la luz, intensifican el sonido. Después vendrá un paneo de la cancha de tierra asentada y las casas de la villa en subjetiva y tendremos una emoción que se anticipará en un lustro a la que nos dará el cine a colores de Leonardo Favio.
Domingo 17 de abril: Konopielka es una película sobre una aldea separada del mundo por unos pantanos a la que llegan unos funcionarios socialistas y una maestra, y con ellos la promesa del progreso, que sólo al ser comparado con el mito de un caballo de oro escondido en la tierra es comprendido por los paisanos. La película es de 1982, pero su blanco y negro es de la década del 60. A fines de ella su director había filmado Los días de Mateo. Ambas importan por motivos que exceden los formales, pues hay algo que las películas suelen mostrar cada vez menos: «la casa grande» rural en la que llegaban a convivir simultáneamente varias generaciones y, de ese modo, una clase de organización social, de vínculos, relaciones, sentimientos y modos de ocupar un mismo espacio; una noción de hogar que se ha perdido y podrá perdurar en las cinematografías conectadas con sus raíces campesinas; una mezcla de creencia, crueldad, ternura y promiscuidad de la que el cine a menudo ha sido testigo: formas de lo sagrado que acaso sólo puedan perdurar en el cine mientras haya directores que sean sensibles a ello. A una y otra película las une también Franciszek Pieczka, que fue el Mateo –el loco-retardado del pueblo que vive con su hermana- de la película de 1967 y pasa por Konopielki haciendo de un mendigo que tanto puede ser Dios como ser el Diablo, pero también fue dirigido por Kawalerowicz (Madre Juana de los Ángeles), Skolimowski (Walkover), Hess (El manuscrito encontrado en Zaragoza), Kieslowski (La cicatriz) y Zanussi (Maximilian Kolbe), entre otros que incluyen a Wajda y Kolski, así que parece ser uno de eso actores que vertebran la cinematografía polaca.
El despliegue ritual militarista del «mundo libre», que ahora es todo el mundo, en Londres bajo fuego, sólo me da ganas de ver rituales análogos opuestos, como en los tiempos de la Guerra Fría, aunque más no sea para resistir la fácil tentación de tildar de fascista al orden global vigente. Supongo que nadie defenderá a este bodoque por su utilización de la parodia (que puede ser lisa y llana grosería), pues la parodia incluye el homenaje. Si al menos fuera una buena película, pero es puro cine de propaganda que solidifica el mito de la indestructibilidad imperial filmando destrucciones para seguir inoculando políticas de invasión y control. Descuella una frase dicha por el protagonista, guardaespaldas del presidente de EE.UU.: «Dentro de mil años vamos a seguir aquí». Esa primera persona del plural es igualmente ambigua; parece responder menos a un Estado o a un bloque de naciones que a otro tipo de poder concentrado, acaso análogo al «terrorismo internacional» que hace las veces de villano.
Por suerte van a estrenar 45 años: no sólo veremos de nuevo a Charlotte Rampling. También será la segunda versión de La cosa estrenada en el mismo año.
Sábado 16 de abril: “¿Viste Right now, wrong then?”, me preguntan por mail. En realidad lo que me preguntaron fue: “¿Viste la de Hong Sang-soo?” Como si hubiera una sola y fuera fácil distinguir una de otra. Los fanáticos del director coreano me dirán indignados que estoy sugiriendo algo tan nefasto como decir que todos los chinos –vale decir también los japoneses y coreanos- son iguales. Pero ya decía Ozu, otro cuyas películas se confunden porque todas tienen títulos parecidos, que lo que él hacía era tofu, y andá a distinguir entre un tofu y otro. Lo cierto es que vi la de Hong Sang-soo hasta los cuarenta minutos, después todo me chupó un huevo, como me pasa con casi todas sus películas o con las pocas novelas de Aira que he leído. Supongo que puedo ponerme a discutir sobre las empresas conceptuales de ambos que, al margen de las obvias diferencias, incluyen lo serial, lo aleatorio y lo azaroso, pero terminan importándome poco y nada, lo cual de seguro debe estar contemplado dentro del sistema de ambos. Para colmo, ahora ni siquiera hay escenas de sexo, tan presentes que estaban en las primeras (mi preferida, por el sexo y por un hiato milagroso, es Turning Gate), así que es como mirar una carrera de coches y que ninguno choque. Por supuesto que ese desprecio por las convenciones cinematográficas –si se quiere, deportivas- deja en claro que son otras cosas –de procedimientos, temporales, perceptivas- las que les importan, pero esas otras cosas también las encuentro en películas en las que alguien gana o pierde, así que en general las prefiero porque en ellas tengo los dos elementos -historia y relato- al precio de uno, o en otras que, para apartarse de la teoría del conflicto central –eso contra lo que Raúl Ruiz filmaba-, no construyen un sistema prolífico basado en variaciones mínimas sino en desbordes. Sistema que, por otra parte, tiene toda la intención de ser un interminable laberinto, encanto cuya arrogancia estriba en no pedirnos otra cosa que dedicarle nuestras vidas a perdernos pura y exclusivamente en él. Ni Fellini, gran pajero cinematográfico (pero circense), nos legó tantas horas de sí mismo.
Viernes 15 de abril: Sospecho que la tierra y el fuego (acaso la madera) no tienen lugar en el repertorio de imágenes cinematográficas acompañadas de música barroca: sus elementos dominantes suelen ser el agua (incluso congelada) y el aire. Ella puede unir los mundos aparentemente distantes de Werner Herzog (de Gasherbrum: La montaña luminosa a Gesualdo: Muerte a cinco voces) y Eugene Green; tal vez también la luz, que oscila entre ser un fenómeno físico y un orden simbólico.
En Los días de Mateo (1982), de Witold Leszczynski, el director que terminó La pasajera tras la muerte de Andrezj Munk, hay un fabuloso falso raccord sin corte gracias a un travelling que une dos habitaciones volviendo obsoleto el tabique como separador espacial de los dormitorios de los hermanos para transformarlo en signo físico del montaje en plano.
Dos ejemplos de aviones a reacción como intrusiones –primero, sonoras- agoreras: Los días de Mateo y Yella, de Christian Petzold.
Jueves 14 de abril: Hace unos años descubrí una película argentina clásica que me sorprendió por su ritmo, la duración de los planos, ágiles y funcionales a la acción, el uso de los exteriores y varias virtudes más. Se llama Donde comienzan los pantanos. La volví a ver meses atrás y confirmé que es una de las mejores películas que se han filmado en este país. Su director es Antonio Ber Ciani. Conozco poco y nada de él porque hay poca información en Internet, no he leído la suficiente bibliografía al respecto y tampoco creo que abunde (1). Uno puede enterarse de que fue actor, filmó una película donde aparece representado un set de televisión antes de que tal cosa existiera en el país, y aprendió a dirigir asistiendo a José Ferreyra, lo que explicaría su predilección por los escenarios naturales, con toda la invaluable potencia documental contenida en imágenes filmadas hace ochenta años, cuando era más usual y cómodo hacerlo en estudios, y lo rural como espacio fílmico de pura invención, fuertemente mítico. La raigambre popular de las únicas dos películas de él que podido ver (hasta ahora me consta que filmó nueve entre 1937 y 1952) se nota en relatos que se toman elementos del sainete, al que libera de la restricción urbana del conventillo, tanto como del melodrama. De la sierra al valle es la otra película que está disponible de este hombre que ocupó un cargo importante en el Instituto de Cine durante la última presidencia de Perón y vale la pena verla porque confirma, además, que debe ser el gran director católico argentino. Lejos de cualquier desmerecimiento, ello implica un gusto por la dimensión ritual y metafísica de la puesta en escena, lo que no excluye un sentido del humor que lo emparenta con el del cine italiano. No sé si Ber Ciani era católico, pero en ambas películas las imágenes de Cristo y de la cruz son centrales y sendos curas gauchos ocupan lugares relevantes en la intriga. Además hay canciones, y esa es una seña particular del mejor cine nacional clásico y/o primitivo, ese que inconscientemente sabía que el valor autónomo del medio no estaba en el cine de arte, en la adaptación de obras prestigiosas de la literatura mundial que lastraría poco después a la industria nacional (tampoco hay hoy quien aproveche cinematográficamente el potencial de espectáculos teatrales y performáticos exitosos como los de Flavio Mendoza). En De la sierra al valle, que está disponible en Youtube, aparece José de San Martín sobreimpreso junto a las ruinas de una torre, invocado por Don Pinto, gaucho pícaro y borracho que es el corazón moral y hasta político de la película (su discurso histórico también incluye a Sarmiento), debido a lo cual la institucionalidad conservadora de la iglesia cede momentáneamente a manifestaciones de justicia social prototercermundista, con uso de las armas incluido pero sin derramamiento de sangre. Pronto espero extenderme en el análisis, porque también habría que hablar del lugar de la mujer rubia en el imaginario popular argentino, con ejemplos tan fabulosos como la pulpera de Santa Lucía o Evita. La de esta película es Aída Luz, que anda con un pañuelo en la cabeza que se adivina rojo y que no es desatinado asociar con el manto de la imagen de la Virgen -notablemente morena- que preside la revuelta final, que es restitución de un orden sagrado frente al del progreso. A todo aquel que sepa de qué manera uno puede ver el resto de la filmografía de este hombre, sobre todo Don Bildigerno de Pago Milagro y El forastero, le ruego que no deje de avisarme.
Miércoles 13 de abril: Hasta no hace mucho pensaba que escribir era lo más importante en mi vida hasta que publiqué por primera y probablemente única vez. Entonces perdí las ganas de seguir escribiendo y me di cuenta de que no era la escritura sino el libro lo único que me había importado (evidentemente más que el árbol y el hijo). Cómo para que no fuera así: nací a un mundo en el que no hubo otra cosa que adoración por el Libro, que es Uno solo y fue escrito una vez para siempre. Todos los que leí después, doctrinarios o heterodoxos, nunca pudieron ser más que reflejos de aquel, más placenteros, hermosos y amables pero fantasmales por culpa de ese que suponían sede de la Verdad y a decir verdad era una reunión de fragmentos cuyo principal efecto, sin embargo, no ha consistido en otra cosa que hacerme pensar que todos los demás, o más bien todos los libros posibles que yo pudiera escribir, carecen de sentido, y que no es posible la escritura más que como mera repetición de Su palabra. Ante tan desalentadora perspectiva, me ha ganado el silencio. O la escritura oral de las clases, que incluyen el cuerpo, la presencia física de los otros y la escena.
No hay cosa más ridícula en el cine de este año que las morisquetas de Eddie Redmayne en La chica danesa -más conservadora que todas las películas de Mel Gibson juntas- cada vez que roza la tela de una prenda de mujer. Ni Batman vs Superman unidos por una (piel de) Marta lo igualan, porque el mainstream nunca puede ser más ridículo que el cine pseudoartístico.
Martes 12 de abril: Sabía que no había solamente un Ford en la historia del cine, pero no que al menos una película del Ford polaco es tan grande como las del estadounidense. La primera secuencia del El joven Chopin sienta las bases del edificio formal y temático de la película con un travelling lateral que conecta las habitaciones de un palacio y, a través de ellas, la música (el arte) y las discusiones de aristócratas y oficiales (la política, de entonces pero también la del presente de la filmación, tratándose de una película polaca sobre el levantamiento de Varsovia de 1830 contra los zares, que en 1952 podía parecer subversiva para el poder soviético) como visualmente contiguas y sonoramente simultáneas. Toda la estructura de la película está allí, empeñada en imbricar ambos discursos, así como puntos de vista, en una puesta en escena clásica pero excepcionalmente geométrica. Los movimientos de cámara se deslindan de la funcionalidad narrativa para bifurcar la percepción y ofrecer un relato, paralelo a la ilustración del argumento, autónomo y abstracto. La luz, sobre todo en exteriores, rinde culto pictórico al romanticismo, pero la reunión de elementos naturales y atrezzo aristocrático rozan la poética combinatoria de las primeras vanguardias del siglo XX. También se vale del Nosferatu alemán para proyectar la presencia mítica de Paganini en una aparición excepcional que además le sirve a Ford para señalar la disyuntiva erótica de Chopin: una mujer de carne y hueso o la sublimación. Los primeros planos del violinista tocando, como los planos generales del Chúcaro bailando con la cabellera suelta en Donde comienzan los pantanos (de Antonio Ber Ciani, también del mismo año), se anticipan al menos una década a la imagen del rockstar. Releo la sucinta biografía de Aleksandr Ford en Vientos del este: Los nuevos cines en los países socialistas europeos 1955-1975 para recordar que es algo así como la figura paterna del cine polaco de posguerra, tanto en su faceta de director activo ya en la etapa muda como también en la de docente y director de la Academia de Cine, desde donde alentó la rebeldía artística y el antiestalinismo que daría a luz el Nuevo Cine polaco. Lo que había olvidado era su final. Desestimado y criticado por sus discípulos, dejó de filmar primero, abandonó Polonia después, y se suicidó en EE.UU. a los 72 años.
Lunes 11 de abril: Un monte en Escania, un hombre tendido en el pasto que sostiene el barrilete de su hija, un banco de niebla cerrando una tarde cualquiera de un domingo sueco en los sesenta. Todos los sitios a los que no iré pero, sobre todo, la conciencia de todos esos presentes cinematográficos puros, inaccesibles por definición, dolosamente dados a la vista por la imagen y al alma por el montaje, sagrados y extáticos, han sido siempre acompañados por la marcha fúnebre de Chopin, acaso nunca mejor usada que en Karlek 65, de Bo Widerberg. Pienso que Heine y el pianista estuvieron entre las mismas cuatro paredes más de una vez, y ese pensamiento me impide seguir pensando.
(1) “Cuando el actor interpretaba y se oía el ruidito de la cámara, porque en ese tiempo no se tenía la cámara insonorizada pero no importaba, el director marcaba y le insuflaba la emoción a la escena. Recuerdo que Edmo Cominetti lloraba detrás de la cámara en una escena de Destinos, donde yo hice de estudiante. Lloraba, marcándome la escena, y yo tuve que llorar, aunque no sabía cómo llorar artísticamente. Cominetti me llevó a un plano de emoción tan grande que yo lloré, marcado por él, llevado en llanto; no un llanto vulgar sino un llanto creativo, que él me estaba transmitiendo. Yo vi la escena y me quedé asombrado, cómo puede haber lagrimeado honrada y artísticamente. De modo que las escenas eran un apostolado del arte. No olvide que Miguel Ángel se encerraba solo y ni siquiera permitía que el Papa fuera a verlo. Era un apostolado. Es el lenguaje del alma con el exterior. Es la divinidad del hombre. Por eso el artista es el hijo dilencto de Dios, porque es recreador de lo que Dios ha hecho en la naturaleza”. (Antonio Ber Ciani, entrevistado por Guillermo Russo el 23 de diciembre de 1977, en Más allá del olvido: Tomo I.)
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