Un arquitecto y un estudiante de arquitectura, pero sobre todo un adulto que podría ser padre y un joven que podría pasar por su hijo, charlan entre sí durante un viaje propiciado por la esposa de aquel y la hermana de este. El segundo le dice que lo que hace un arquitecto es crear espacios; los espacios son vacío, lo interrumpe el adulto, ya escéptico; pero esos espacios son para llenarlos de gente y, más que nada, de luz, afirma el joven.
La película de Eugène Green (Una religiosa portuguesa, El mundo viviente) es un espacio destinado a sus cuatro personajes principales y a la luz, que es simbólica -“la sabiduría, que está más allá de la ciencia y de la belleza”- tanto como física: la diurna es diamantina sobre un lago suizo y mineral sobre Roma. Durante la única escena que transcurre en el siglo XVII la luz nocturna es llama de vela, claridad espiritual. El ámbito hospitalario de La sapienza también está destinado a ser habitación de un fantasma, el de Francesco Borromini.
El doble estructura toda la película: por un lado, un matrimonio que debe reencontrarse a sí mismo para sobrevivir tras diecinueve años de vida y muerte; por el otro, una pareja de hermanos que deben desprenderse para nacer a la vida individual. El par histórico está compuesto por los dos más grande arquitectos rivales del período: el citado Borromini y Gian Lorenzo Bernini, barroco místico el primero, barroco racional el segundo; artista puro, sacrificial, dedicado enteramente a su arte el primero, funcional y adaptado al poder el segundo, según la enseñanza límpida y amena del protagonista y del director.
Eugène Green invoca el fantasma del arquitecto olvidado desde el punto de vista de este otro arquitecto, racional y exitoso como Bernini, pero con el alma muerta. Levanta una estructura fílmica para Borromini desde un punto de vista “francés”, acorde a la nacionalidad y cultura de su personaje, que es también la propia. Green es un estadounidense radicado en Francia, donde fundó en 1977 el Théâtre de la Sapience dedicado al Barroco, que en la película sólo aparece en una escena para hacer de refugiado iraquí que no duda en llamar bárbaros a los “libertadores” del país, sus compatriotas fuera de la diégesis.
El pulcro edificio sólo aparentemente frío que es La sapienza nos recibe con una frase de Rabelais que invita a desterrar toda malicia, e incluso resistencia, para acceder al conocimiento, además de un plano general del lago de Lugano en Bissone, donde nació Borromini, y un magnificat de Monteverdi en la banda sonora. La solemnidad latente en toda puesta en escena ritual se ve subvertida por el sentido del humor (entre la ironía culta de Manoel de Oliveira y la dulzura impertérrita de Aki Kaurismäki), el ánimo curativo y la presencia de Fabrizio Rongione, redentor de Rosetta y marido de Sandra en las películas de los Dardenne.
Para ver La sapienza no es necesario poseer un saber, sino la alegría de presentirlo inminente. La película de Green, que por momentos parece un preciso documental, pide una disposición moral libre de sospechas y el olvido de toda impostura. Solicita, incluso, la ignorancia como punto de partida gozoso y desvergonzado (eso que Nino Manfredi representa anuente y pícaro en Nos habíamos amado tanto cuando Stefania Sandrelli le explica las convenciones teatrales de O’Neill) para devolvernos al asombro de una ilustración espiritual que se sabe histórica.
La sapienza (Francia/Italia, 2014), de Eugène Green, c/Fabrizio Rongione, Christelle Prot, Ludovico Succio, 101’.
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