El cine de Garrel es un loop diminuto y continuo, relatos cortos que dan la sensación de continuidad, con personajes confundidos, disconformes, que parecen vivir en la desilusión perpetua, en la insatisfacción infinita, y con una inseguridad que por momentos parece ridícula. El constante drama que viven sus criaturas es afirmado por las pinceladas de Garrel en la puesta en escena, ya que el blanco y negro esplendoroso tiñe el aire con un aroma lúgubre.
A la sombra de las mujeres, su última película estrenada, nos permite ver una nueva contemplación sobre de la vida en pareja y sobre cómo se tejen ciertas ligaduras entre sus integrantes. Clotilde Courau es Manon, una mujer simple, sentimental, comprometida y casada con Pierre, interpretado por el gélido Stanislas Merhar. Viven una vida dedicada a las películas documentales de bajo presupuesto, habitan en un cuchitril despintado de un solo ambiente con libros por aquí y por allá. Por momentos parecen ser felices, en otros parece que no, y ahí mismo es donde Garrel convierte todo en una tragicomedia minúscula, reflexiona sobre la fidelidad, llega a la conclusión de que la monogamia es imposible y, a su vez, nos dice que no se puede estar siempre comprometido emocionalmente con tu amante, solamente con tu pareja.
En La jalousie (2013), su película anterior, un relato intenso y refulgente de 77 minutos, Garrel desplegaba ese tono fúnebre, grave y desconsolador bajo el que todos sus personajes parecen estar sentenciados al desamor y a la infelicidad tanto como a ese soplo constante de pesimismo que emana de su naturaleza, que tanto se disfruta, que parece embriagarlo todo, dejando siempre algún lugar en el cuadro para una calle vacía, para un bello lugar suburbano de una ciudad que nunca se revela, aunque siempre se aclara que no estamos en París. La cámara es siempre un testigo oculto que guía nuestra mirada y nunca busca la pretensión estilística, los cuadros son locaciones interesantes que brillan y funcionan disueltas dentro del relato, mientras que la cadencia de su cine, el compás, me remite al jazz de medio tiempo o a las baladas, a esos ritmos que llenan el ambiente de humo y que los bateristas ejecutan con escobillas. El descomunal pianista Bill Evans, el más melancólico de todos los jazzeros, parece ser una influencia desasociada a las bandas de sonido de sus películas.
Mientras que Pierre y Manon realizan una película sobre la resistencia francesa durante la Segunda Guerra Mundial, se inicia una crisis entre ellos cuando él conoce a una pasante y de la nada comienzan una relación. Un derrotero de supervivencia amorosa, de decisiones impulsivas, abrigan un sintético relato con varios gags con acento adusto que funcionan porque van en busca del absurdo incondicionalmente. Pierre en plano mira a Manon detrás de una puerta que nos deja en off el discurso profundo, sentido, jugado de ella, mientras él ni pestañea. El recurso tiene efecto en la medida en que Manon suspira, piensa y reflexiona antes de cada palabra, y el tiempo muerto y los silencios son los que arrastran la gracia.
Sus personajes residen en el mundo del arte y transitan ese camino en la búsqueda de la felicidad, con planos vacíos, silencios, miradas y una voz en off imparcial que trabaja la mera descripción de los asuntos de Pierre, sus idas y vueltas, y que nos remite a lo mejor de la Nouvelle Vague; es como si Garrel se hubiese quedado pegado a ese universo, a esas formas que trabaja de manera mínima en pos del desarrollo de una obra con una poética consistente en observar ahí, un área mínima de la vida cotidiana de esos artistas, de esos bohemios clase B. Su puesta es austera al igual que la vida de sus personajes. Esta gente que dialoga y parece sufrir relámpagos de una gran inocencia sin medir las consecuencias de sus actos, que circulan, que hablan por teléfono, que lloran y casi no ríen, todos ubicados en una especie de clase social garreliana que viene a hacer algo así como pobres europeos, trabajadores de la cultura que no esperan el estrellato. Encuentros y desencuentros con aire a melancolía y un anacronismo radical.
Sus películas parecen filmadas en otra época, o parecen no tener época alguna salvo por algún detalle mínimo que demanda la trama. Su intención es clara: unificar, delimitar un universo a secas, cinematográfico, palpable y obediente; elástico, riguroso, severo y siempre amoroso. Sus trazos juegan y evocan la angustia, con la disposición de una ejecución formal que tiene una circularidad profundamente triste. Cada película suya es un oasis entre tanto cine mediocre que nos toca ver semana a semana.
A la sombra de las mujeres (L’ombre des femmes, Francia, 2015), de Phillipe Garrel, c/Clotilde Courau, Stanislas Merhar, Lena Paugam, Vimala Pons, 73′.
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Me gustó la crítica! Yo creo que la película busca desmantelar esa Fabrica de Sueños que es cierto tipo de cine que tod@s conocemos. Pensandolo desde el afiche, este remite a las peliculas de la Nouvelle Vague, París en blanco y negro, dramas amorosos, etc. Ya dispara un imaginario sobre París que está implantado de tantas veces que fue reproducido: París es la ciudad del amor, de las luces, del jazz, de los artistas, de la bohemia, la nostalgia, etc. Medianoche en París de Woody Allen es un rejunte de todos estos lugares comúnes. Sin embargo Garrel deconstruye bastante notoriamente todo ese espacio, y de ahí el desconcierto que pueden experimentar muchos espectadores a lo largo del filme. Un París vacío, austero, frío, donde el amor parece imposible, donde lo que queda son mendígos buscando unas migajas de amor. Donde falta la plata, donde es muy jodido hacer arte, donde no hay muchas posibilidades, etc.
Les mando un saludo y sigan escribiendo que me devoro todos sus artículos.