Atención: Se spoilea bastante, están advertidos.

Hay algo de justicia divina. Durante las últimas décadas varios cines de la ciudad de Buenos Aires desaparecieron. En su lugar, en muchos de esos edificios en los que alojamos recuerdos hermosos, hoy se yerguen oficinas evangelistas. Y, aunque sus propietarios prefieren llamarlas templos, si los observamos un poco, más que un lugar espiritual conservan ese aura de espectáculo. Gigantografías, anuncios en sus fachadas, horarios para sus funciones, imagen y música al servicio de los sentidos, todos detalles que, para el que vive en un termo, pueden ser una gran trampa. Y, por supuesto, dinero a cambio. Como en los viejos cines, hay modos de entrar y salir sin gastar dinero, pero lo más probable y correcto es que a nivel económico te retires con menos de lo que entraste.

Aunque sobre este reciclaje nefasto nada se mencione en la recién estrenada serie El Reino, y aunque el espectador curtido sabe a lo que indudablemente se expondrá, es muy lógico sucumbir en su expectación. En algún sentido, de acuerdo a una mirada marquetinera de ver el cine, esta serie dirigida por Marcelo Piñeyro y escrita por Claudia Piñeiro es algo grande. Empezando por su director, del que todos habremos visto aunque sea una película, siguiendo por la escritora y sus best sellers, llegando al reparto repleto de caras recontra conocidas, como los televisivos Mercedes Morán y Diego Peretti a la cabeza; pero, por sobre todas las cosas, por su temática. Antes de estrenar, antes de sentarnos a verla, todos sabíamos que hablar de religión y política generan quilombo, revuelo. Y eso es lo que finalmente ocurrió. A pocos días de estrenada, y con casi nadie hablando de lo mala que es la serie, la batalla religiosa y política se libró.

Un poco lejos de ese debate chistoso, vergonzante, nos metemos en lo fílmico, empezando por esa primera escena que nos arranca la primera cara de orto. Como anticipamos, un espectador curtido necesita tres o cuatro minutos de El Reino para saber que se enfrenta a otro producto malo. Hay cosas que no se entienden. ¿Por qué un actor de renombre participa de cosas así? ¿Por plata? ¿Si le preguntamos esto a ese actor diría que le parece una buena serie? ¿Podemos inferir en tal caso que si ese actor no se da cuenta que es una bosta entonces no es un buen actor? Aunque definir en términos de bueno o malo es la subjetividad al máximo, estas son preguntas que nos hacemos los que nos golpeamos la cabeza una y otra vez contra estas cagadas. ¿Qué necesidad hay de hacer las cosas así?

La serie se presenta con una escena protagonizada por un pibito que es de madera. Su caminata interminable, desesperante por lo artificial, nos deposita en una acción que da más bronca. Nos adelantamos mucho en la narración, y benditos sean los spoilers para esta bosta: si el pibe hace milagros, y tenemos elementos sobrenaturales: ¿mostrarnos algo de ello no sería mejor? Sino, como pasa en este arranque, solo vemos a un pibito lavando a otro, y resulta un embole total, no se entiende nada, y crea esa paz fingida, sólo creíble por los necios que todavía asisten y son engañados en los templos. ¿Por qué un pibe que hace milagros se tiene que transformar en un opa o en un pelotudo? Gracias a dios, de milagro no le calzaron sandalias.

Luego de ese comienzo que da para apagar y huir, empieza el desfile de actores reconocidos. Esta vez no por esta crítica, sino spoileada por la síntesis que ofrece Netflix como descripción, sabemos que los primeros momentos de la serie se dirigen al asesinato de un candidato a presidente. Todo lo que ocurre hasta ese momento exacto también pasa lento, muy lejos del lenguaje del cine, o de la serie si se quiere. Los tiempos de El Reino, comprobamos en el primer capítulo, son los de culebrones pedorros como los de Adrián Suar, de Canal 13 o Telefé a las nueve de la noche. Esos donde la acción se suplanta casi únicamente por diálogos. No son los tiempos de Hermanos y Detectives o Los Simuladores, por citar ejemplos que alguna vez honraron pagar el cable para ver sin lluvia los canales de aire. El Reino podría ser una película (mala) de dos horas, o en el peor de los peores casos una serie de tres capítulos, y no de ocho.

La serie de Piñeyro y Piñeiro es una mezcolanza grande. A tal punto que da la impresión de haberse comenzado a filmar sin saber para dónde iba. O quizá de haber nacido para una temporada, y en medio o en su transcurso de filmación haber sido avisada de que tendría segunda parte. Lo peor que tiene El Reino es que quiere abarcar muchos temas y ninguno se profundiza. Tenemos a Diego Peretti como pastor evangelista, en una actuación que no cautiva ni conmueve, y por momentos incluso distrae. Un ejemplo, la escena que protagoniza con Morán en el templo, cuando ella le copa la parada en una situación cómica, resulta un guiño para el seguidor aficionado a las mierdas televisivas, lejos del drama o el thriller que El Reino pretende construir. Un pastor pedófilo, o un cura pedófilo, es algo trillado en la realidad misma. En la serie, no resulta sorpresa para nadie, menos con los primeros planos constantes del hematoma en el ojo que vemos desde el inicio. Y lo peor de todo es que esa liviandad del personaje parece más una indicación del director en pos de no enojar a evangelistas que otro escalón hacia abajo de Peretti.

De igual modo, los evangelistas manifestaron su enojo. La serie muestra el entramado mafioso de un templo evangelista en particular, y lógicamente estos chantas se vieron reflejados. Es que sólo un ciego no puede ver cómo estas sectas, al igual que catolicismo y todas las religiones, han sido funcionales al poder o, mejor dicho, parte de toda la mierda que gobierna el mundo. Así, en algunas escenas de El Reino podemos advertir cómo se recrean escenarios, frases y ademanes que nos recuerdan el avance de la derecha en nuestro país en estos últimos tiempos, más precisamente las campañas del delincuente de Macri o de su par nefasto y brasileño, Bolsonaro. Claro está que si uno habla con un evangelista quizá vea todo diferente, y hasta vincule esta serie a otras tendencias políticas. Eso en parte será justificado por la tibieza de la propuesta, que sí genera algunas comparaciones posibles con referentes populares, pero también, y más que nada, porque razonar con un evangelista es imposible, a la par de cualquier charla lógica que intentemos con un empleado de cualquier call center.

Jesús era carpintero, y creó al Chino Darín, a Peter Lanzani y Joaquín Furriel (entre otros). Sus papales, con leves diferencias de nivel, resultan molestos, pero son necesarios para sostener una trama “alocada”. El Chino Darín interpreta al hijo de un mafioso, que para vengarse de éste, se mete con otro. Ese otro es Peretti, el pastor, que se viola pendejos y Darín no se da cuenta, ni sospecha. En definitiva el Chino Darín hace de galencete bueno. Peter Lanzani sintetiza la intención de los creadores de quedar bien con dios y con el diablo. Interpreta al evangelista bueno. Lo más sorprendente de su actuación es el tartamudeo aleatorio que manifiesta. A veces sí, a veces no, todo a un ritmo que genera desconfianza. Lo de Furriel es más complejo. Es el vínculo de la política argentina con la política yanqui. Interpreta a un tipo oscuro, de las sombras, pero en su caso siempre está en offside. Siempre sale en la foto, le cagan el plan. Así como Nancy Dupláa parece haber estudiado a la fiscal Fein en el documental (también de Netflix) sobre Nisman, a Furriel le habría venido bien imitar un poco a Jaime Stiuso. Su personaje es una intrincada vuelta de rosca del guion, un intento de mostrar una serie inteligente, profunda, dramática y, en contraposición, su actuación y la construcción de su personaje lo vuelve todo burdo.

Mientras tanto, la trama se alarga para que El Reino dure ocho capítulos. Escenas inverosímiles, detalles de más, momentos sobrenaturales de pésima resolución y papeles secundarios para tramas secundarias bien livianas y “graciosas” que podrían mirarse durante la cena.

Volviendo al inicio, gracias a dios Netflix te da la opción de saltear la intro, y así evitamos sufrir la canción de la presentación, que los desprevenidos no sabrán si se trata de una de estos cachivaches de moda, o los sufrimientos de algún mártir clavado en la cruz. Lo cierto, y en un paralelismo asombroso, es que se trata de Cazzu, un equivalente al evangelismo: destructivo, estupidizante y funcional al sistema. El Reino elige estar bien a la moda, llamar la atención, como el cine de Piñeyro que está bien lejos del placer.

Seguramente los templos evangelistas seguirán sirviendo a la captación de desprotegidos que con su voto nos hundirán aún más. Netflix en la suya, una plataforma de entretenimiento y finanzas que pareciera no molestarle bandera alguna, todas bienvenidas si suman. Esta producción argentina, por lo menos estos representantes, bien lejos de cuestionarse algo fuera de agenda, fuera del marco estándar.

En último orden, en la otra mejilla, es necesario mencionar que quizá la única de El Reino que vaya al cielo sea Vera Spinetta. Aunque su papel es otro engranaje telenovelesco, y aunque no tenga profundidad ni razón de ser, la hija del flaco salva la toga.

Ahora sí, algunos habiendo puesto el diezmo, y otros habiendo robado la clave, nos podemos ir en paz.

Puntaje: 2,5/10

El Reino (Argentina, 2021). Creadores: Claudia Piñeiro y Marcelo Piñeyro. Dirección: Marcelo Piñeyro, Miguel Cohan. Guion: Claudia Piñeiro, Marcelo Piñeyro. Fotografía: Cristian Cottet. Música: Nicolás Cotton. Elenco: Diego Peretti, Chino Darín, Mercedes Morán, Nancy Dupláa, Joaquín Furriel, Peter Lanzani, Vera Spinetta, Nicolás García, Victoria Almeida, Alfonso Tort, Patricio Aramburu, Sofía Gala Castiglione, Santiago Korovsky, Alejandro Awada, Daniel Fanego, Ana Celentano, Daniel Kuzniecka. Disponible en: Netflix.

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