Es notable cómo ciertas construcciones condicionan nuestra visión del mundo. El caso viene a cuento porque cuando se nos habla de un “panelista” pensamos automáticamente en esos individuos que pululan y se multiplican desde hace años en las pantallas de una televisión empobrecida económica y culturalmente. El panelista como formulación de ese medio es alguien que se supone que tiene un conocimiento que cabe llamar “periodístico” -esa pretensión que esconde no más que el saber poco de todo y mucho de nada-, pero que le permite opinar y discutir sobre cualquier tema que se le proponga, ya se trate de las últimas medidas de un gobierno o de la chismografía del decaído star system del mismo medio que los contiene. Que en la enorme mayoría de los casos se derive en el cotilleo, en la opinión que podría formular cualquier hijo de vecino o en la pelea más o menos guionada, más que revelar el estado del medio y del espectador que lo consume, hace alusión directa a la incapacidad real de esos panelistas y del fracaso del sistema en términos de conocimiento.

Pero los panelistas de la película de Juan Manuel Repetto son otra cosa, vienen de otro lado. La primera escena, mientras aún corren los títulos, nos muestra un escenario diferente: nada de luces llamativas ni colores estrambóticos ni poses de estrella en un escenario iluminado. Lo que tenemos es un pequeño pasillo pintado de blanco, con una serie de ventanillas a ambos lados. Al final del pasillo, apenas una puerta. La música de fondo afirma un efecto inevitable: parece un paisaje cercano a las películas de ciencia ficción. No se trata de un set de televisión ni de cine, sino de un espacio de testeo dependiente de un ente oficial, donde se ponen a prueba productos lácteos que serán consumidos posteriormente por la población (digresión: en esta Argentina pauperizada, un espacio como ese parece realmente de ciencia ficción, aunque uno sepa o intuya que existe). El panelismo en el que se centra la película se despega del “no saber” disimulado, para asentarse en el conocimiento (que involucra, por cierto, el aprendizaje). La opinión no proviene del prejuicio sino de la prueba, de la experiencia, y no se contrapone a la de los otros con la intención de predominar, sino para sumarse en una instancia que los excede. El procedimiento de suma en lugar de excusión es lo que diferencia a la evolución del conocimiento de la lucha por el poder.

Juan Manuel Repetto se había acercado en su película previa, Fausto también, a un universo relacionado con la búsqueda del conocimiento planteado desde una dificultad en el acceso que se resuelve por la inclusión de “lo distinto” en el marco de una sociedad. Allí era la posibilidad de Fausto, un joven autista, por desarrollar una carrera universitaria. Aquí vuelve sobre una situación de base similar, en tanto retrata a un grupo de personas ciegas o con una gran disminución visual, insertándose mediante el trabajo a la sociedad. Si en Fausto el formato documental se revelaba algo cercano a lo tradicional, trabajando alternadamente entre el seguimiento del personaje y la entrevista a su grupo de cercanía, aquí aparecen modificaciones interesantes. La familia existe como parte del entorno del personaje central y por las referencias que el mismo hace: las voces de los otros, como parte de la construcción del personaje, se limitan al espacio de lo cotidiano que la cámara intenta captar. Solo dos elementos podrían corresponderse con el modelo de la entrevista. Una, situada al comienzo de la película, refiere a Haydeé, la coordinadora del grupo, pero su voz no intenta dar explicaciones sobre lo que estamos viendo, sino que será utilizada en diferentes momentos del relato como una suerte de voz off narrativa, a partir de algunas situaciones conflictivas que se presentan a Carlos, el protagonista, en su trabajo. La otra es el momento en que tanto Carlos como su amigo más cercano en el grupo, como la nueva incorporación relatan la forma en que quedaron ciegos o con una importante disminución visual, desde los mismos espacios en los que realizan su trabajo. Lo interesante es que la ubicación en esos momentos desplaza a esos elementos potencialmente fuertes desde lo narrativo a un lugar en el que se los puede considerar apenas como informaciones complementarias, laterales. Dejan de ser importantes los motivos para afirmarse completamente en lo que importa, que es el seguimiento de los personajes. Que ese seguimiento se presente como algo dispersivo es otro signo de la película: si bien Carlos parece constituirse en el centro de la historia, el documental se permite desviarse hacia el universo de la chica nueva, y también hacia el reflejo de las dinámicas internas del grupo laboral. Ese aparente descentramiento, vuelve a constituir una afirmación: no es Carlos el único que atraviesa las instancias que implican la ceguera, sino que lo constituye como parte de un grupo con características similares. Es esa puesta en relación de las historias de origen, ese devaneo por los personajes lo que implica la constitución de una instancia colectiva que funciona como complemento de la centralidad que, sobre todo en el tramo final, adquiere el personaje de Carlos.

En el comienzo mismo del relato, asistimos a una situación que puede pasar por natural. Vemos a Carlos apoyado contra el umbral de una puerta, hablando con alguien más joven (solo más adelante sabremos que se trata de uno de sus hijos). Es un día soleado y caluroso, pero Carlos parece preocupado por una posible lluvia que se anuncia (“Si llueve, no vamos” le dice). Esa escena es retomada en el tramo final. Llegamos a ella después de ver la relación estrecha entre Carlos y su hijo. También después del relato del aislamiento de Carlos en su espacio laboral, que en principio se atribuye a un desplazamiento de las tareas de organización, a partir de la nueva ingresante que cuenta con un mínimo de visión. De allí se deriva que esa diferencia que parece mínima no sea tan así: si en el trabajo, contar con un resto de visión permite trabajar sobre la preparación de las muestras, en una instancia decisiva, puede ser crucial. Es allí donde todo el trazado que ha seguido El panelista converge. Es ese punto en el que la relación con el hijo, la obsesión con la lluvia, la imagen repetida de la antena que corona la terraza, adquieren otra significación. Carlos relata, sin adelantar elementos al espectador, lo que ocurrió durante una tormenta eléctrica en esa terraza: la descarga eléctrica, el silencio ante la pregunta que le hace al hijo, la reacción instintiva que salva al hijo de la electrocución. En eso que Carlos dice haber percibido y que lo llevó a reaccionar, está la forma en que los sentidos constituyen un todo, una forma más completa y compleja de relación con el mundo. La primacía de lo visual tiende a anular la relación con el resto de los sentidos, pero allí están: el oído se aguza para escuchar el ruido de una pelota que viene rodando por el suelo; el tacto sobre la pantalla de televisión orientado por la mano de la hija permite establecer los lugares donde hay determinados objetos; el olfato y el gusto funcionan como elementos centrales en el trabajo de catación. De allí que podamos ver a Carlos y al resto de sus compañeros con comportamientos similares a los de una persona que ve. La apuesta que El panelista resuelve es la de mostrar a esos personajes con algún tipo de disminución física como iguales, no entre sí, sino con el resto. El éxito de la película es su desprendimiento de lo declamativo para afirmarse en los hechos y en sus detalles. Esos que pueden ser muchas cosas. Una comida familiar. Un paseo en bicicleta. Un trabajo. Una conversación después de haber practicado un deporte. Un padre que salva la vida de su hijo, aunque no lo pueda ver. Detalles que nos llevan a desplazarnos, inevitablemente, del ver al sentir.

Calificación: 7/10

El panelista (Argentina; 2019). Guion y dirección: Juan Manuel Repetto. Duración: 73 minutos.

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