Resulta irrelevante la discusión de si la película de Martin Scorsese, Rolling Thunder Revue, sobre la famosa gira de Dylan entre 1975 y 1976 es una obra maestra o no.
La película la abre Georges Méliès con un truco de magia ante cámara, básicamente una mentira en 28 cuadros por segundos. Dylan desde sus inicios ha plantado pistas falsas sobre su origen, influencias y también lo insinúa desde el principio y varias veces más en Rolling Thunder Revue. Y aquí es Socorsese, quien trabaja sobre todo el material de archivo de la gira y del contexto histórico en el que el músico vuelve a los escenarios, el que hace varios pases mágicos para agregarle un aire homérico al espectador desprevenido. Por ello el relato funciona tanto si uno está al tanto de los dobleces, como si no.
Scorsese vuelve sobre Dylan porque le divierte, le queda cómodo, lo inspira y porque No Direction Home: Bob Dylan se cierra precipitadamente, casi como si el director supiera que aquel documental arqueológico y cronológico de su ascenso, contexto social y político inestable de los 60s, su coronación, su manifiesto y su repentina desaparición no fuera lo único para contar. Pero, a diferencia de su predecesora, Rolling Thunder Revue no es solo una película del director de Toro salvaje, sino un dueto, una colaboración de hecho que hace pie en el universo lúdico y subjetivo de Dylan.
Todo gran relato tiene múltiples puertas que abrir, diferentes síntesis dentro de un mismo universo. Todo gran relato tiene varias posibles lecturas, es como una zona fértil para las interpretaciones y juegos dentro de una estructura viva e inquieta como lo es Rolling Thunder Revue. Pero como el mismo Dylan declara desde el presente, aquello es solo un recuerdo vago de casi otra (no)vida, y así el autor de «Hurricane» clausura los límites entre la realidad y la ficción del relato que llega a continuación. ¿Otro espacio u otro capítulo del mito viviente con la ayuda del director de Taxi Driver?
Dylan decide hacer un tour con muchos otros artistas por EE.UU. y parte de Canadá, recapitulando una idea rutera, como una especie de circo de variedades, y tocando en salones para señoras o espacios para mucha gente, panfleteando los conciertos días antes, sin publicidad y ajustándose en sintonía constante con los humores cotidianos de los protagonistas. Esa representación es hoy sediciosa, digna de una película para que lo más jóvenes entiendan un poco de dónde viene la idea de contracultura y cierto aire subversivo que aun sobrevivía en aquellos años.
Con un elenco variopinto que pudo incluir a Patti Smith en sus performáticos comienzos, a Sam Shepard tratando de escribir un guion para una película, y a Joni Mitchell entre muchos otros, que se colaron en esta caravana de delirantes e iluminados.
El mayor acto de magia se da en las canciones que Scorsese pone completas en el metraje, y por ende en la propia performance de Dylan que rebota y resplandece en el relato, como una gran sala de espejos. No podemos saber dónde se encuentra la verdadera fuerza de la naturaleza en todo esto que sucede ante nuestros ojos; no sabemos si es en la puesta de Scorsese, en la de Dylan, en la idea beat de Allen Ginsberg o en la evocación del relato como traído de otro universo, casi como el Dylan pintado de blanco bajo el ala de aquel sombrero y de sus dúos con Joan Báez. También hay varias escenas de ensayos y diferentes versiones de la misma banda -que tiene un sonido deshilachado, por momentos- que juegan al borde de la improvisación total. Dylan solo usa cuerdas, batería y percusión, por momentos tres o cuatro guitaras eléctricas, una o dos acústicas, un Steel pedal, bajo y violín, para crear un sonido grande de estadio o íntimo de salón, depende la disposición de la reinterpretación.
Dylan no es un tipo fácil, y mucho menos para sumar miradas externas sobre su trabajo; con el director de Casino es otra la cuestión, los dos juegan a otra cosa como especie de galácticos del relato. Scorsese estuvo ahí, en los inicios de la cultura rock, no hizo música, pero si la filmó y sobre todo entendió la fuerza del movimiento, que es mucho más que la propia música. Fue tan así que invento la narrativa rock, junto a Dennis Hopper y Peter Fonda en Easy Rider. La actitud algo canchera de la puesta en escena, el ralenti musicalizado, la épica derrotista de un corriente contra cultural potente y sin fronteras.
Rolling Thunder Revue es un documental sobre Dylan y sobre una época, una forma de gestionar el hecho cultural dinámico e ideológico sobre un grupo heterogéneos de virtuosos músicos, poetas, sobre un país y algunos hechos particulares, sobre un tipo que partió al medio la cultura de Occidente, pero que nunca se tomó muy en serio. Sobre una banda de ex hippies, merqueros y juguetones, chicas y muchachos.
Una de las novedades es poder ver la magnitud que toma la banda con la presencia, nunca ponderada lo suficiente en la historia del rock, de Mick Ronson, ladero, coautor musical y cráneo principal de ‘Ziggy Stardust’ de Bowie, guitarrista, piano y arreglador de Transformer de Lou Reed, entre otros; hablamos de un instrumentista exquisito y con todo lo necesario para encarnar el espíritu esplendoroso del rock, o esa idea de garaje que es lo que Dylan formaliza en Rolling Thunder Revue.
Finalmente asistimos a un acto mágico, a una idea de reinvención, una extraña y fascinante gira de presentaciones que limitan entre la realidad y la ficción. A un dueto perdurable en el tiempo, a un exquisito relato para regocijarse varias a veces, y que puede reconvertir una y otra vez nuestra percepción. Un relato beatnik, juguetón y escurridizo. Un cierre a cargo de Ginsberg que resignifica el relato hasta convertirlo en un planteo ético, moral y espiritual, que abre con puntos suspensivos una imagen etérea que resuena y golpea las puertas de la precepción del espectador atento.
Rolling Thunder Revue: A Bob Dylan Story by Martin Scorsese (Estados Unidos, 2019). Dirección: Martin Scorsese. Duración: 142 minutos. Disponible en: Netflix.
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