Pocas certezas tan claras hay en el panorama del cine contemporáneo como que Hayao Miyazaki es uno de los grandes directores de los últimos cincuenta años. En una época en la que la idea de autor se encuentra en vías de extinción, su cine persiste en el registro de una realidad alejada de lo que a menudo el cine industrial demanda como requisito para triunfar. En el cine de Miyazaki no hay superhéroes, ni guerras, ni grandes enemigos externos que vienen a poner en peligro un determinado orden mundial. La mayoría de las tramas que el cine mainstream incorporó y naturalizó desde el atentado a las torres gemelas en 2001 se encuentran lejos del radar del cine del director de Mi vecino Totoro (Miyazaki; 1988). Su cine, a menudo alejado de la trivialidad del mundo real, se encuentra narrando la fractura entre el mundo de lo real y el territorio de lo onírico. Sus personajes usualmente atraviesan la frontera entre ambos espacios y permanecen en ese limbo. El viaje entre ambos mundos es lo que conecta a muchas de sus grandes películas. Ese tema podríamos pensar que es su marca autoral, su sello definitivo. Hace una década, con el estreno de Se levanta el viento (Miyazaki; 2013), pensábamos que Miyazaki había colgado los botines, pero una década después vuelve con una película conmovedora que pareciera funcionar como un gran testamento cinematográfico, que a su vez la conecta con el tema central de su obra: el viaje entre esos dos universos que a simple vista parecieran estar separados.

Al inicio, El niño y la garza funciona como si de un gran melodrama de la década del ‘40 se tratara. Un brutal incendio en un hospital acaba con la vida de la madre de Mahito, un chico que será el protagonista del film. Desesperado entre las llamas, el chico y su padre corren luego de ver en su ventana cómo las llamas devoran todo a su alrededor, pero esa corrida no servirá de nada. El cuerpo de su madre nunca aparecerá sumergido en el fuego. Luego de esa escena brutal, Miyazaki nos ofrece una elipsis en la que observamos a un Mahito cercano a la adolescencia que convive con el inminente casamiento de su padre con la hermana de su ex mujer, cumpliendo con una antigua tradición. Todo lo que sucede a partir de ese momento tiene que ver con el proceso de duelo no resuelto del protagonista en relación a su madre y de la relación ambivalente que Mahito establece con su nueva familia. Miyazaki narra ese duelo alejándose de cualquier pretensión realista, y sumerge a su protagonista y a los espectadores en otro de sus viajes surrealistas hacia un mundo en el que los muertos y los vivos comparten el mismo territorio como si de un sueño se tratara.

Algún detractor podría pensar que Miyazaki utilizó esa trama hace muchos años para graficar la alienación propia de la vida adulta en El viaje de Chihiro (Miyazaki; 2001), pero al igual que nadie criticaría a Raymond Chandler o a Georges Simenon por la similitud de muchas de sus historias o personajes, a nadie se le puede ocurrir criticar a Miyazaki por este mismo motivo. El director de Porco Rosso (Miyazaki; 1992), nos sumerge de modo hipnótico en el viaje iniciático y doloroso que Mahito necesita realizar para enfrentarse a ese pasado que no puede modificar, y para aceptar sin resignación que la vida continúa. El nexo entre ambos mundos en este caso será una garza que comenzará a acercarse a él y que lo acompañará en su recorrido. El niño y la garza también muestra el contraste entre el mundo moderno graficado en la urbe en donde se da la tragedia del inicio del film (difícil no pensar en la segunda guerra mundial y las consecuencias no deseadas del progreso tecnológico), y el mundo rural en el que el padre de Mahito decide rehacer su vida. El escenario en donde sucede la historia es otra de las maravillas de la película. Ese espacio rural que conecta al pequeño héroe con la naturaleza funciona como un virtuoso contraste entre los horrores de la modernidad que describiera Heidegger a comienzos del siglo XX y ese espacio en donde la naturaleza funciona como la llave a otros mundos inevitablemente más humanos. Como en las grandes películas de Miyazaki, se trata de protagonistas que habitan varios espacios y de cómo se sobrevive a cada uno de ellos, pero siempre el espacio más importante es el lugar habitado por la fantasía. Ese territorio donde lo amado sobrevive más allá de las vicisitudes de la muerte es el lugar en el que habitan los protagonistas de un cine que pase lo que pase también (nos) sobrevivirá.

Kimitachi wa dō ikiru ka (Japón, 2023). Guion y dirección: Hayao Miyazaki. Fotografía: Atsushi Okui. Duración: 124 minutos.

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