
En una pequeña casita perdida en una Nueva York kitsch y atemporal, tan falsa como el París art decó de Moulin Rouge, todo se prepara para una fiesta de sexo, risas y acordes de un jazz histérico que, mientras hace vibrar los finos vidrios de los ventanales, nos transporta a un mundo ruidoso y colorinche salido íntegramente de la imaginería cinematográfica. Estamos en unos curiosos años ’20, y en una de las paredes de la habitación donde se da cita esa orgía doméstica asoma un cuadro con la imagen vaporosa y seductora de la actriz Norma Shearer. El ardiente recuerdo de sus películas mudas -cuando todavía no era la niña buena, casada con el mandamás de la Metro Goldwyn Mayer, Irving Thalberg, sino una oveja descarriada- se combina con el coqueteo de una cámara inquieta, y con el pudor que se pierde, como la ropa almidonada, mientras nuestro narrador, Nick Carraway, se anima a emborracharse por segunda vez en su vida. El champagne será para él tan sólo el preámbulo de la aventura más importante de la que tenga memoria. La aventura que comenzó en la famosa novela de F. Scott Fitzgerald y que fue arrebatada definitivamente en la pantalla por el estilo audaz y extravagante de Baz Luhrmann.
En un mundo decadente, casi al borde del abismo, ahogado en el frívolo exhibicionismo y la especulación bursátil, Baz Luhrmann emerge como el último creador detrás de ese gran artificio que es El Gran Gatsby. Liberado del respeto y la distancia que debiera merecerle un clásico de la literatura norteamericana, Luhrmann profana a paso firme de iconoclasta el espíritu mismo de esa pieza sagrada: el retrato de esos febriles años 20, con su orgásmico y placentero esteticismo a flor de piel, se transforma en una consciente evocación de los tiempos que corren, de la América de hoy, con sus fracasos y sus excesos. Las frases de Fitzgerald están ahí, sus tonos y sus personajes, pero la música de Beyoncé, el vestuario de Prada, y el plano robado a Sunset Boulevard, nos recuerdan que estamos en el siglo XXI, donde el arte de las galerías del Soho deglute la cultura popular y la escupe en forma de lata como la sopa de Andy Warhol. Oblicua y transgenérica, la experiencia de Luhrmann es producto de su confianza en sí mismo, de su amor por el cine, y de ese admirable coraje desmedido que lo destaca en sus más arriesgados experimentos.
No sorprende que haya divido a la crítica norteamericana, en el fondo ése parece ser el espíritu que lo preside: ser amado u odiado. Imperfectas, excesivas, irresponsables, sus películas transitan ese espinado camino que comunica los extremos. Ardiente y desenfadada, la apertura homenaje a Moulin Rouge nos habla ahora de este nuevo transgénero que propone el australiano: con la puesta de un musical exquisito, con sus tomas cenitales desorientadas por el brillo y el alcohol, absorbe los recuerdos trasnochados de aquellas historias de gángsters míticos que vio nacer el Siglo XX y construye un relato audaz sobre las falsas esperanzas de ese sueño americano que nunca llegó a concretarse. Trágico y marginal, el Jay Gatsby del genial Leonardo Di Caprio es la esencia del cine de Luhrmann, condenado al elusivo y misterioso éxtasis de la sorpresa o al conspicuo rechazo de la incomprensión.

La mirada deslumbrada de Nick Carraway (Tobey Maguire), alter ego del escritor entonces y del director ahora, frente al misterioso y fascinante Gatsby, no oculta su arrebato amoroso. Como el artista que es y descubre a partir de ese encuentro profético, Nick imagina a ese hombre que se hizo a sí mismo, que reescribió su pasado, que amó tanto y tan intensamente, como el único ser moral de su entorno. Desde sus modestos orígenes hasta su presente escurridizo en la mansión del pecado, donde se celebran las fiestas del despilfarro y la inconsciencia, en las que él -claro- no participa, Gatsby preserva la inocencia de un recién nacido, a quien el egoísmo que desarrollamos con los primeros pasos no parece tocarlo. No hay realismo posible -nos dice Luhrmann- para un alma que se cree blanca entre tanta suciedad, que apuesta por un amor único e incorruptible, que confía poder alcanzar la gloria y no pagar el precio.
Ese corazón inconformista y desencantado que protege Gatsby con sus trajes rosados y sus flores de invernadero es la esencia que fascina a Luhrmann. Sus juegos visuales en la escena de las cortinas blancas, cuando nos presenta a una Daisy mágica y seductora, o cuando Gatsby le arroja sus camisas de seda y lino como confeti en vísperas de Año Nuevo, hacen de la historia de este gángster trágico en clave rococó una verdadera celebración de su romanticismo. Esa luz verde al otro lado de la bahía, en el muelle donde se concentran todos sus anhelos y frustraciones, no es otra cosa que el perpetuo testimonio de lo que no pudo ser, de ese pasado que no pudo ser reescrito por más fuerza que imprimiera en torcer los acontecimientos. Ese rayo verde que emerge en el mismo instante en que el sol se pone sobre el mar y desaparece hasta el nuevo día, tan solo nos recuerda que la esperanza que se alberga en un corazón en eterna espera es el único alimento de los verdaderos artistas.
N. del E.: Un detalle significativo de la película es el cameo de Amitabh Bachchan, la más grande estrella de la historia del cine indio. Su presencia en el garito y cabarute subterráneo es una presencia tutelar, clave de lectura de la película y del cine de Baz Luhrmann, admirador de Bollywood. Les recomiendo leer las cuatro notas etiquetadas bajo el rótulo ‘Bollywood’ para saber más de esa cinematografía e, indirectamente, de esta película.
Aquí pueden leer el texto de Santiago Martínez Cartier sobre esta película.
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