Por Marcos Vieytes.
No sé quién es Martín Blaszko y cualquiera puede averiguar navegando un rato por la web qué son los tres palotes del título, que bien podrían sugerir un abolengo aristocrático, pero no. Quiero decir que no sabía quién era Martín Blaszko antes de que empezaran a circular las noticias sobre esta película, y que me puse a verla sin averiguar de quién se trataba (ahora sé que después de verla voy a rastrearlo [1]). Me encontré con un viejo de 89 años encantador y con una película amorosa que se ocupa de ese viejo encantador con precisión exenta de arrogancia, y sin ningún tipo de afán informativo enciclopédico (para eso está Wikipedia). Sabía, por ejemplo, que una de las premisas del director había sido la de filmar el largo (otras dos películas cortas anteceden a esta) con la menor cantidad de planos posibles. No conté cuántos son en total, y ese es un indicio de que la premisa formal no mató el interés ni la intriga. Porque hay intriga dentro de la docena escasa (calculo al voleo, casi buscando equivocarme) de planos que la componen durante los 70 minutos de su duración. Quiero decir que adentro del plano pasan cosas en las que los afectos y el ánimo –por no decir el ánima- se ven involucrados, y terminan importando mucho más que la rigurosa diagonal de la composición, la profundidad de campo, la dimensión escenográfica de la luz. Esa rigurosidad no asesina el azar, e incluso la cámara, cuando lo considera necesario, panea para reencuadrar ciertos acontecimientos. El primero y principal es el de este hombre caminando, incluso más que el de este hombre hablando con ese duro acento centroeuropeo extraño pero querible, con el que dice cosas tan magníficas como: “Los griegos son insuperables, che” cuando menciona a Fidias, u “Hoy tenemos una nueva banda” (delictiva, quiere decir, con la gracia que lo caracteriza, y uno piensa en el rol desproporcionado que a menudo jugamos los críticos y juegan los programadores de festivales en el mercado del cine independiente) cuando se refiere al curador que lo hace esperar y está en desacuerdo con la nueva disposición que el artista le dio a sus obras en un espacio exterior del Malba. Pero yo decía recién que iba a hablar de este hombre caminando y, sin embargo, no puedo dejar de recordar que agrega cosas como: “No me consultaron y gastaron mucha guita, lo mismo pasa en la Ciudad (de Buenos Aires), son locos, ignorantes”, mientras saca de una bolsita los que parecen ser unos fascículos del Centro Editor de América Latina que quiere vender durante la exposición, lo que permite la resurrección circunstancial del recuerdo de ese proyecto editorial único que cultivó las vidas de una ingente cantidad de hombres y mujeres de clases sociales medias y bajas en ascenso.
En esos pocos planos de los que hablaba antes, la película cuenta el final de unas obras, el traslado del conjunto al Malba, y la disposición de ellas en el espacio de exhibición. Nada más y nada menos. El primer espacio es un taller. Un taller y un hombre viejo con cierta simpática rudeza tienen algo de universal. Un taller es un lugar donde se hacen cosas con las manos, donde hombres grandes juegan a seguir siendo chicos, y no hace falta ser artista plástico para eso, basta con ver el brillo que despunta en los ojos de un mecánico o de un carpintero aún cuando hace años que se dedica a ello sólo para ganarse el mango. De ese taller en el que el artista no sólo baraja abstracciones, sino también materiales, pasamos a la mudanza, o el acarreo (¿el aura de la obra recoge esos recorridos?). Ese tramo, al que el viejo Blaszko se refiere como una ‘aventura’, también sirve para ver el espectáculo de la división del trabajo, y es muy divertido el momento en que, ya en el Malba, el artista no consigue que el ayudante del curador corra de movida una escultura de lugar pese a todas las preguntas que le hace por la disponibilidad de algunos asistentes, léase ‘changarines’, hasta que al fin consigue su objetivo.
Si los planos no se hacen largos, pese a la ausencia de corte, en parte es porque vemos a Blaszko moverse, porque hay una serie de acciones concatenadas en orden cronológico, vale decir un relato, un conflicto, hasta unos pasos de comedia, pero también porque la duración, pese a todo ello, no está fundamentalmente en función de la continuidad narrativa, sino que permite, entre cosas, dirigir la atención hacia la materia plástica que habita el encuadre: Blaszko caminando con las manos en la espalda, por ejemplo, figura que me fascina particularmente, en principio debido al recuerdo que tengo de mi abuelo materno caminando con esa disposición corporal. Las manos en la espalda de Blaszko contrapesan la inclinación de la cabeza hacia delante, que no es tan pronunciada como para delatar la joroba de los años, aunque esa protuberancia se adivina, sino que invita a pensar junto con él. Esa cabeza hacia delante y esas manos hacia atrás son una de las expresiones físicas del pensamiento en un momento de la vida en el que este tiene más protagonismo que la acción. También creo ver en la versión de Blaszko de esa figura, la de alguien cuyos pensamientos van siempre delante de su cuerpo, y allí está él persiguiéndolos con la cabeza, a ver si podrá atraparlos en la solidez de la materia circunstancial con la que serán esculpidos.
Este viejo de 89 años con sonrisa, desprovisto de egos exultantes (de inseguridades demasiado manifiestas o inestables) y con su cabeza casi siempre enfundada en uno de esos sombreros parecidos a los que usan los pescadores, ennoblece y alegra la mirada del espectador. ¿Qué diferencia hay entre ese hombre y un nene cuando se le va la mano con las pinturas que está mezclando y dice: “¡Cómo me enchastré!”? Más tarde contará que su cocinera tiene un sentido artístico más certero que el de su secretaria que estudia Arte. Habla de la importancia del color, de la dimensión y del ritmo a la hora de ubicar los objetos en el lugar, pero ‘morfología’ es una palabra que sólo usará el asistente del curador. No hay esoterismo estético ni esnobismo alguno en él ni en su círculo íntimo, que comprende al menos dos ayudantes, uno de los cuáles es brasileño y anda todo el tiempo con un gorrito de San Lorenzo en la cabeza. Cuando comenta orgulloso que otro de sus discípulos se decidió a estudiar en el IUNA, bromea, suelto de cuerpo, diciendo que “no va aprender nada en la escuela” (donde él dio clases durante años), y a esta altura del partido ya todos sabemos lo mucho que dice un chiste (de la relación entre la creación y su institucionalización en general, no del IUNA en particular). Dice que va siempre al Museo Nacional de Bellas Artes a ver los caballos de Marino Marini y le pregunta a un interlocutor eventual: “¿Vos sos plástico?”. Blaszko es de fierro.
[1] Termino de escribir esto, navego para saber algo más acerca de este hombre, y me entero de que murió poco después del rodaje de esta película. Algunas semanas después me entero de que el pintor Nicolás Rubió, objeto de la película 75 habitantes, 20 casas, 300 vacas, había filmado a Blaszko a fines de los 50 en su cortometraje La ciudad blanca.
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