Entre callecitas y pasadizos de una ciudad industrial que linda con Bélgica se desarrolla la historia de una doctora que busca acallar la culpa, mientras recorre un camino donde encontrará almas a las que aqueja el mismo sentimiento.

Durante los primeros minutos de película la protagonista, una doctora cuya carrera va en ascenso, instruye a su discípulo a controlar los sentimientos para lograr efectividad en el trabajo. La actitud profesional la lleva a desligarse de la sensibilidad, motivo por el cual, sin contemplar la necesidad del otro, prohíbe a su ayudante abrir la puerta del consultorio a una mujer, declarando que interrumpía su descanso. Al día siguiente es informada por la policía que la mujer apareció muerta en un canal. Ese suceso marca al personaje de manera tal que la personalidad férrea que ostentaba termina siendo castigada, aprende la lección y gana en humanidad. Tan es así que da un giro a aquello que guía su vida: el trabajo. Decide optar por un trabajo en la salud social, en lugar de un centro reconocido que le ofrecía mejores réditos. Es el acontecimiento de chocar contra la realidad lo que fractura esa capa de insensibilidad dada por la profesión para funcionar como un aprendizaje y crecimiento personal.

El ruido del timbre y el tono de llamada copan el plano sonoro, instaurando la inevitabilidad de escapar del deber laboral. Las relaciones que Jenny (Adèle Haenel) mantiene se basan en una cuestión laboral, y más tarde en la búsqueda -guiada también por su trabajo- detectivesca del nombre de la chica asesinada. El principal tema es el de la culpa. La protagonista no es el único personaje que la sufre, y las consecuencias de la misma se vislumbran incluso en las marcas que ésta deja en los cuerpos. Pero más allá de esa denuncia obvia, la del humano culpable que debe redimirse para acallar esas voces que no han muerto, existe otra latente que asoma desde abajo, que proviene desde el lugar en que se sitúa la acción: la de la situación inmigratoria, e incluso una cuestión de clase. Los inmigrantes y las personas dependientes de la asistencia social son los bloques que sujetan el relato que retrata la vida de los marginales y, sobre todo, la cuestión de la identidad de esas personas que han quedado por fueradel sistema. La problemática que aqueja a la doctora devenida en detective no tiene que ver con resolver el culpable del asesinato, sino por develar la identidad de la víctima. Conocer al otro es la forma de acercase a él, a tratarlo como persona.

Esos temas son tratados con el mayor ascetismo posible. La cámara en mano, junto con la ausencia de música y los planos secuencia, reafirma el realismo tiñendo la ficción de documental, enmarcando el deseo, la necesidad, de filmar el mundo de manera que lo reflejado sea impresionante desde la forma no espectacularizada, porque ésta significaría acercarla al entretenimiento y su alienación. Lo que en principio puede pasar como tibio y sin impacto esconde precisamente lo contrario: el shock que deviene del registro no forzado.

La chica sin nombre (La fille innconue; Bélgica/Francia; 2016), de Jean-Pierre y Luc Dardenne, c/ Adèle Haenel, Olivier Bonnaud, Jérémie Renier, ‘113.

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