Porque tengo ganas de vivir.
Iggy Pop
Un final abierto, la liberación del espíritu canalla, ruin y despreciable. La proyección hacia un mundo burgués, adulto y aburrido que se notaba soporífero desde lejos. En este punto cerraba Trainspotting en el año 1996, promediando la década que muchos denominaban aburrida, claramente por que no sabían los años que vendrían.
Boyle hoy es un cineasta reconocido, su ópera prima Tumba al ras de la tierra (1994) le significó un pequeño hit, la primera colaboración con Ewan Mcgregor, que se repetía en Trainspotting y que acabaría por lanzarlos al estrellato mundial.
Cuerpos elevados, sudados, estimulados, reacciones caprichosas y la perpetua felicidad de la juventud envolvían a estos chicos y chicas en un ida y vuelta por una Edimburgo gris, lúgubre y expulsiva.
Ya el neoliberalismo había triunfado y no había escapatoria, ni teorías que dominen la exclusión del sistema. Ya no era el sueño de cambiar el mundo, había que intervenir el sistema, robar, saquear para poder sentir la autonomía, la adrenalina que después dejara de correr como un huracán para darle paso a la reflexión. Born Slippy de Underworld tiene la dinámica de una época a un paso de la globalización, la definitiva, la terminal. La nueva subcultura tecno y un loop sudoroso que provoca el trance. Lisérgica y alcaloide era la primera Trainspotting, salimos del cine con veinticinco años y con más ganas de profundizar en la vida anarco-lumpen. Ahí me di cuenta de qué era un heroinómano pasivo, un adicto a la vedette de las drogas que no llegaba a nuestro país ni de casualidad. Todos teníamos ganas de vivir, no hay duda de eso.
Los personajes pertenecían a la clase obrera y media de esa Escocia subdesarrollada que se sentía cercana a una Buenos Aires de pizza con champagne.
Con una banda de sonido campeona que encabezaba Lust for Life de Iggy Pop, se mezclaban New Order, Pulp, Lou Reed, Elastica, Primal Scream, Brian Eno, Blur y algunos más. Hoy parece un seleccionado infalible, pero eso es con el diario del lunes: en su momento Trainspotting era un acierto completo, una película que encarnaba a una generación que quería romper todo y empezar de vuelta. Con un espíritu scorsesiano de velocidad y violencia, en primera persona y con un montón de imágenes que se quedarían para siempre en la historia del cine y del colectivo de los próximos adultos, esos mismo que hoy tenemos entre cuarenta y pico y cincuenta.
La edad es el paso del tiempo, eso que se nota en los rostros, una de las cosas que filma en detalle Boyle en T2 Trainspotting: las líneas que surcan las fisonomías de los protagonistas de la primera y, obviamente, este regreso a una Edimburgo colorida y luminosa que se contrapone al recuerdo de esa urbe gris y oscura de los noventa.
Los personajes ya no se llaman por sus apodos, sino por sus nombres de pila, porque de alguna manera ya no son los que fueron. A modo de flashback podemos ver que tan profundos eran los lazos que unían a Renton, Spud, Sick Boy y Begbie desde la infancia y con esa luz releer algunas líneas de la primera entrega.
El recuerdo de Tommy, que estaba lejos de las drogas hasta que por una boludez se inicia en la heroína de la mano de Renton, para morir poco después de un pico mortal y el aún temido HIV. Estas líneas, que son solo algunas que se desprenden de T2 Trainspotting, revelan una angustia, un desasosiego, que refleja que esto no es un festejo, sino un segundo vistazo a la vida de estos personajes, pero en clave realista. Estos chicos, ilustres antihéroes de los noventa, hoy están complicados como cualquier cuarentón que trata de entender quién es.
Spud es el único que sigue usando heroína, que se hizo daño únicamente a sí mismo, el más sensible, el que sí tiene una idea acabada de lo que pasó, el que siente culpa real y no puede negarla, el que llegó a un lugar al que sus amigos no pueden llegar jamás. El más querible de todos, porque no puede con su paternidad, con su torpeza y al que la vida se lo garchó.
¿Todo tiempo pasado fue mejor? Esa idiotez para cobardes que igual poco importa, salvo para los que no sienten el presente.
Estos chicos hoy son hombres y siguen en los márgenes, lo padecen. Ahí hay una idea contundente para una continuación después de veinte años: ya no son personajes, son personas, con pasado, un triste presente y un futuro incierto.
Boyle tira todas sus fantasías, clava algunos planos homenaje y famosos de la primera, como esa risa diabólica de Renton frente al parabrisas que se expandió al planeta entero, o el baño ultra mugroso y alguna que otra más que tamizan el regreso.
Pero no está la idea de la banda homenaje detrás, una calamidad de estos tiempos. Ni tampoco un espectáculo emotivo para rememorar, sino más bien todo lo contrario. El momento es angustioso, el porvenir es precario y cierta nostalgia se cuela por ahí. Porque a los cuarenta la cosa se pone melancólica, ya se puede ver la parte marchita de la vida, que es la vida misma, que nos tira hacia el deslucido presente de los chicos que pelean con piñas y patadas por algo seguro. Piensan en poner un prostíbulo, estafar gente y Franco, que ya no es Begbie, aunque sí, insiste en seguir robando y dejarle a su hijo de veinte años la herencia de una vida violenta, la de un tonto, la del nieto de un borracho perdido. Boyle se puso cruel y profundizó de la mano de Irvine Welsh, otra vez, y hay varios aciertos, y una película que se mueve, como la primera, hacia adelante pero no tan veloz, dejando en el camino lo que hay que dejar y admitiendo otra vez que volver a empezar es parte de la vida.
No hay mucho más que decir, salvo ver T2 Trainspotting, el camino de estos personajes que ya no tienen esa ligereza, los achaques pesan y entorpecen. Un intento de suicidio, un infarto, la ingesta compulsiva de cocaína y la impotencia marcan algunas de las nuevas particularidades de los muchachos.
Yo esperaría veinte años más para la tercera, claro que para ver la revolución inconclusa y qué queda de este mundo productivo de mierda.
T2 Trainspotting (Gran Bretaña, 2017), de Danny Boyle, c/Ewan McGregor, Ewn Bremner, Jonny Lee Miller, Robert Carlyle, Irvine Welsh, 117′.
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